Soledad y la familia

Soledad y la familia

Fátima Javier .

10/01/2016

Bajo la apariencia de la plácida vida familiar de Soledad, bulle un enérgico tsunami en sus entrañas que amenaza con agitarla y cambiarlo todo. Se recoge un mechón de pelo castaño, distraída, mientras contempla su restringido mundo tras la ventana decorada con primorosas cortinas hechas a mano por ella misma. Pasea su vista por las calles que comienzan a despertarse con el ir y venir de gente apresurada que va saliendo de sus casas a cumplir sus tediosas obligaciones laborales o escolares. Y es en ese instante, observando con aburrimiento las escenas de siempre, cuando se le detiene la respiración durante unos segundos. Desencajada, descubre cómo su marido, que todos los días sale con dirección a la oficina de multiservicios donde trabaja como contable, realiza un gesto que no se borrará de su retina y su memoria jamás: el hombre, con serenidad posiblemente calculada y quizá fingida, toma una pistola del bolsillo del pantalón y lo guarda en la guantera del coche mientras se sube en él. 

Soledad se lleva una mano a la boca mientras ahoga un grito de sorpresa y preocupación, ya que desde hace mucho tiempo es conocedora del malestar del marido en su lugar de trabajo, las humillaciones continuas de uno de sus jefes y las abundantes batallas con algún compañero que otro. A una velocidad vertiginosa concluye que ese arma será para acabar con la vida de alguno de ellos o quizá de más de uno. En tal estado de nerviosismo intenta calmarse para poder razonar con claridad y evitar que termine haciendo un disparate irremediable.

-¡Qué puedo hacer!, ¿qué hago?, se pregunta, bebiendo un vaso de agua, pues es lo que más a mano tiene para calmar la sensación de sequedad en la garganta debido al pánico. Entonces, algo la frena. Cae en la cuenta de que no se puede dejar llevar por esas emociones y debe tranquilizarse, porque pensándolo bien, a lo largo de los años, su familia ha ido perdiendo la definición convencional con la que siempre soñó y a cambio pasan los días mientras sobrevive a sus hijos gemelos adolescentes, inquietantes, que juegan a engañarla intercambiando personalidades y al marido ausente a ratos y malhumorado el resto del tiempo. Y recuerda las veces que ha imaginado que él no está en su mapa del presente y revive la sensación de bienestar y alivio a las que estas ensoñaciones le han llevado y decide, en consecuencia, que no es necesario dar ningún paso. Si él va a hacer una locura con esa pistola, es su decisión y poco puede hacer ella más que esperar. La dulce y terrible espera.

El día va pasando largo y elástico mientras Soledad se acerca continuamente a mirar el televisor y las páginas web que informan de las noticias locales. Cuando comienza a caer la noche húmeda se extraña, con desasosiego, de que la prensa no haya recogido el suceso, su pasaporte hacia la libertad, pues razona que si él asesina a alguien unos años de cárcel deben caerle y después…Después, ya se verá.

Se queda paralizada cuando escucha el sonido de la llave arañando la cerradura con el acostumbrado ritual de su marido, que invariablemente, golpea la puerta. “No puede ser”, susurra, entre sobrecogida y angustiada. Él, que nunca la saluda ni se acerca a ella porque su itinerario habitual es llegar al salón y desparramarse en el sofá de piel marrón, repara en su palidez, su rigidez corporal y su manera de contemplarlo como quien ve una aparición.

-¿Qué miras?, suelta como un exabrupto, observándola con desgana. Soledad le pregunta entonces, con una voz que ni reconoce, si ha pasado algo y, sin saber de dónde, encuentra valentía para preguntarle por la pistola.

-Y qué más da con eso, mujer. Qué cotilla eres, tú siempre igual. Me la dejó mi primo Emilio para que se la llevase a la armería que queda cerca de la oficina. Como me comentó el otro día que no le funcionaba bien en el campo de tiro, me ofrecí a acercársela a que le dieran un vistazo.

La mira de reojo, extrañado, como el que descubre un insecto nuevo y se dirige, finalmente, a su zona de confort. Soledad mira amargamente hacia la ventana buscando la oscuridad de la noche, sin estrellas ni luna. Sus esperanzas, ese “qué hubiera pasado si…” y sus ideales de una familia renovada, la que puebla su imaginación de paisajes hermosos, se diluyen con el frío y la neblina de noviembre. Fin.

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