Un gemido, un llanto apagado. Es la voz de una mujer llamando una y otra vez a su amado que ha partido hacia tierras lejanas, implorándole que no demore en volver. Ella está parada en la playa, dejando que las olas mojen sus pies. Ese mar a veces ha sido su aliado; pero otras, un inclemente enemigo que le arrebata a su hombre y lo envuelve en su vaivén para llevarlo hasta la otra orilla del mar. Ella lo ha visto ir y venir innumerables veces, pero esta ocasión los días se han multiplicado y él no ha regresado. ¿Dónde está? ¿Alguien lo habrá retenido en Sicilia… o el océano lo habrá reclamado para sí? Ahora ella lo llama, pronunciando su nombre con las fuerzas y la determinación que la esperanza, en un gesto cruel, no ha dejado que la abandonen. El oleaje llevará su voz hasta el Mediterráneo.
Él era un hombre aventurero, ansioso de conocer el mundo, y emprender y construirse una nueva vida como tantos otros inmigrantes que llegaron a principios del siglo XIX al Puerto de Veracruz, México. Así lo conoció ella a su llegada a esa tierra rica, calurosa y vibrante, de donde era originaria. Y se enamoró de ese italiano. Tuvieron una familia medianamente numerosa, seis, entre hijos e hijas. Entre los dos atendían el tendajón donde vendían las mercaderías que él traía de ultramar durante sus repetidos viajes a su tierra natal, por lo que lo llamaban el pirata.
Ella se ha cansado de esperarlo. No hubo cartas, ni una noticia. Nadie supo qué fue de él. No era necesario, ella sabía. Ahora estaba absorta en su vida. Sus hijos crecían y ahí, entre ellos, estaba María, la mayor de todos, la testigo silenciosa, a quien no le gustaba que llamaran pirata a su padre. La que se guardó para sí la imagen de su madre parada a la orilla del mar al amanecer, repitiendo desgarradoramente el nombre del ausente.
María. En este retrato está ella. La esencia de ese instante capturado en la plata, en el que había dejado la pubertad no hacía mucho y de pronto ya estaba parada junto a un hombre que casi le doblaba la edad y a quien a partir de ese momento debía llamar esposo, con todas las consabidas responsabilidades y obligaciones que semejante lazo conllevaba, abría un sinnúmero de preguntas avaladas por la curiosidad de saber más de ella, de mi bisabuela. Era sabido que los matrimonios de antes eran arreglos de conveniencia, un porvenir asegurado, la certeza de una vida apegada a las tradiciones y las buenas costumbres. Pero, ¿y ella? ¿Se había casado con él para conjurar a la incertidumbre y la desolación de haber quedado huérfana? Quizá recurriendo a mi memoria y a la que otros tenían de ella lo descubriría.
Con los ojos iluminados por el recuerdo, María contaba que cuando niña acostumbraba ir al río a recoger unas florecillas blancas que le gustaban mucho, llamadas Ninfas, y era tal el agrado que tenía por ellas que, llegado el momento, a la más pequeña de sus hijas la nombró así. Su esposo había quedado viudo de sus primeras nupcias hacía apenas un año atrás. Él era un boticario de ascendencia francesa que ejercía diligentemente su oficio en la sureña villa de Tlacotalpan. Para ese momento, él tenía once hijos y la mayor de ellos era de la misma edad que mi bisabuela. Por esa circunstancia se dice que hubo desavenencias, por lo que los recién casados se mudaron a la Ciudad de México. Tuvieron nueve críos. Ella aprendió el oficio de su esposo y entre ambos abrieron la botica Sagrado Corazón de Jesús, ubicada en el centro de la capital. Desde ahí fueron testigos de la Decena Trágica y socorrieron a los heridos de ambos bandos. Inventaron una poción conocida como “Específico Beltrán” que, en su momento, fue ponderada como un remedio a varias dolencias y, por lo mismo, era muy valorado por los parroquianos. De su fórmula no se tuvo conocimiento, pues ella la guardó celosamente hasta el último de sus días, honrando la promesa que uno al otro se habían hecho de nunca difundir los ingredientes del famoso preparado.
La viudez tocó a su puerta, precisamente durante la posguerra de la Revolución Mexicana. En ese tiempo de escasez, María se guardaba en las enaguas puñitos de arroz que escondía de la leva para que no se lo quitaran y poder darles de comer algo a sus pequeños. Vendía café tostado, pero eran tiempos difíciles y pasó muchas penurias al grado de verse en la dolorosa necesidad de encargar a sus hijas con su familia política e internar a sus hijos en orfanatos para evitar que se le murieran de hambre. Era de constitución tan menuda, pero su fortaleza era feroz e inquebrantable. Al paso del tiempo reunió en torno suyo a sus hijos y vio crecer su familia. Una descendencia amplia y variada que ella supo cohesionar amorosamente. Contaba cuentos, hacía bromas y decía adivinanzas que ella misma inventaba y sucedía siempre que antes de acabar de contarlas se moría de la risa… una risa tan suave y cantarina. Siempre tan vivaz, con una devoción por todo lo que hacía que ya siendo una mujer mayor se iba a recorrer las calles del centro para buscar su boleto de lotería o un encaje de bolillo para un mantel que estaba haciendo o hilos para sus bordados, porque era coqueta y su casa reflejaba ese gusto. Tenía un jardín lleno de flores y una casa blanquísima, pulcra y cálida. Tuvo una existencia larga, vivida intensa y plenamente, con un amor por la vida como sólo los condenados y los desterrados tienen.
Esa jovencita en la fotografía, ese día estaba clara –ahora lo sé, porque de muchas formas fue dejando constancia– de unirse al hombre que ella sabía sería el amor de su vida. Su pasión invencible ha trascendido sus días. Éste es su legado y su calor me cobija. Fin.
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