Las palabras justas

Las palabras justas

Alejandro Little

09/01/2016

A Amadeo ya le queda poco por vivir. Un par de días, no más. Se le ha retirado la medicación para que pueda estar lucido en sus últimos momentos. Su única compañía, como en los últimos 20 años, es su hermana Lucrecia. Ya no les queda nada que decirse y Amadeo pasa el rato contando los cuadraditos del estampado de las cortinas.

El sonido de la puerta al abrirse le hace perder la cuenta. Una enfermera se asoma, sonríe, hace un cumplido a Amadeo y pregunta a Lucrecia si puede salir un momento.

Que llamen a consultas a tu acompañante en un hospital suele ser preludio de una mala noticia, probablemente letal, pero Amadeo está tranquilo. Total… ¿Cómo puede su situación ir a peor? Este será el último (o penúltimo, según se mire) error de apreciación en su vida.

Pasados unos minutos, Lucrecia vuelve a la habitación, se sienta y le coge la mano, apretando. Algo malo está por venir.

– Amadeo – empieza – tus hijos están ahí fuera. Han venido a verte. Todos.

Mira que bien, se consuela Lucrecia, al menos parece que recupera un poco el color.

– No – gruñe Amadeo –. Que no entren. Que se vayan.

– Van a entrar ahora – continúa Lucrecia, ignorándole –. Y no olvides – añade, tras besarle la frente – que unas palabras justas en los momentos adecuados pueden hacer olvidar incluso 60 años de errores.

Sin tiempo a réplica alguna, Lucrecia se dirige a la puerta y la abre, permitiendo el paso a una serie de hombres y mujeres maduros. Terminado el trasvase pasillo-habitación, Lucrecia sale de la misma, cerrando la puerta en silencio.

Aquí los tenemos, vástagos y progenitor, cara a cara y en completo silencio. Pasan unos minutos, de esos que parecen horas, porque nadie dice nada, pero todos piensan, y recuerdan.

Este de aquí observa al viejo entubado pero, lejos de sentir lástima por el anciano moribundo, le asalta el recuerdo de una mente brillante echada a perder por el trabajo, en régimen de esclavitud, en el negocio familiar de un padre demasiado tacaño para contratar a un aprendiz. No es el único. A aquella, la mayor, los ojos sin luz del futuro cadáver no le evocan la memoria de aquel hombre enérgico y activo, si no la del viudo egoísta que anuló sus años de juventud atándola al cuidado de una casa y unos hermanos pequeños carentes de madre. Precisamente, la señora que esta a su lado, la que fija su mirada al suelo, le reprochará por siempre el haberse forzado a un matrimonio que no quería solo por escapar de la misma condena que su hermana mayor. Hay mas, hay mas, como el que justifica su fracaso matrimonial y laboral a la pésima educación y valores recibidos. O los mas pequeños, que si tal vez no tuvieron tiempo de acumular tantos agravios individualizados, si que comparten con sus hermanos los generales, como esa hebilla de cinturón cuando volvía de un mal día, el ninguneo como individuo al que fueron sometidos, las privaciones innecesarias en una casa en la que no falto dinero… y tantas y tantas cosas que se excederían un relato de 1000 palabras.

Esto, y más, es lo que se les pasa por la cabeza. Pero no dicen nada, no hablan, porque lo que había que decir, o ya se dijo hace tiempo, o hace tanto tiempo que no tendría sentido decirlo. Lo que hacen es esperar, esperar algo del otro lado, del que les mira sin ver. ¿Qué esperan? No saben. Una frase, una disculpa, algo. Un soplo de brisa fresca que disipe ese aire ponzoñoso que rodea a la familia, invisible, pero que empieza a oler cuando el alcohol corre por navidad y las discusiones y reproches afloran. Algo, en fin, cualquier cosa, que les de fuerza para si no cerrar, al menos esconder viejas heridas y poder hablar a sus hijos y nietos de una infancia que tal vez no fue tan mala.

El caso es que allí esta Amadeo, muy a su pesar, con toda la progenie enfrente y completamente indefenso. “Lo que han crecido algunos”, piensa, “y lo que les debe fastidiar parecerse tanto a mi. Hace como 20 años que no veo a la mayoría de ellos, ni capaces han sido de presentarme a mis bisnietos, y ahora vienen como carroñeros a verme morir, pues saben que no tengo fuerzas ni para decirles cuatro verdades”.

Pero Amadeo tiene fuerza para eso y para mucho mas. Y ya se dispone a disparar cuando lo último que dijo su hermana vuelve a su cabeza. Lo de cuidar sus ultimas palabras. Enfoca mejor su mirada y ve de nuevo a sus hijos, los desagradecidos, ahí parados. Aunque ellos no lo crean, no era indiferente a las noticias que le traía Lucrecia sobre su andadura en la vida. Así, sabe que todos ellos encontraron un empleo, o varios, pero que siempre han trabajado duro. Que formaron familia, y que sus hijos también son trabajadores. Que ningún descendiente ha salido hippy, o drogadicto, o delincuente. Que, bueno, que son gente decente, que ya es difícil hoy en día.

En realidad ya lo sabía, la educación que les dio fue la correcta. Ellos nunca lo supieron ver, ni agradecérselo. Pero bien pensado… ¿Qué importa eso ahora? El será historia pronto. ¿De qué sirve mostrarles lo equivocados que están? ¿Qué quiere cambiar? ¿Acaso no ha salido todo bien?. Y lo que bien esta, déjalo estar.

Así que, con este pensamiento en mente, Amadeo se gira en la cama, da la espalda, y empieza a contar otra vez los cuadraditos del estampado de las cortinas.

Y se acabó. Amadeo deja nuestro mundo con la tranquilidad de haber cumplido con sobresaliente su deber como padre, y la convicción de que bien merece llevarse un mal nombre a la tumba si es por el bienestar de su descendencia. Y de los problemas, a partir de ahora, que se encarguen los vivos.

FIN.

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