Ella se embarcó en un puerto del país del Norte.  Eran las vacaciones esperadas; un crucero a Europa. Hubiera preferido viajar sola y no acompañada de su esposo.  Ese hombre viejo y feo que había amargado sus años juveniles.  Un hombre que a pesar de su avanzada edad, era infiel y desleal.  

Posó su mirada triste en el largo pasillo que conducía a la popa del barco  y como era inquieta y curiosa, decidió explorarlo. Estaba sola.  El viejo dormía una de sus interminables siestas.

 

Llevaba un vaporoso vestido verde que sentaba tan bien a su piel blanca y resaltaba el color de sus ojos.  Calzaba unas zapatillas y una pamela de ala ancha para protegerse del sol. Caminaba rápidamente por los pasillos, observando los amplios salones, el área de las piscinas repleta de jóvenes  bañistas; llenando sus pulmones con aire de mar.

 

Era momento de tomar un refresco.  Absorta en sus pensamientos no reparó en que un joven, casi un adolescente, se acercaba a su mesa. Saludó con cortesía y solicitó permiso para sentarse junto a ella.  Nerviosa ante la insistencia del joven, lo invitó a tomar asiento.  Transcurridos unos minutos, los dos charlaban como un par de buenos amigos. Durante los 15 días que duró el crucero, se sucedieron los encuentros.  Eran felices. No existía nada ni nadie, sólo ellos, el cielo y el mar.

 

Se contaron sus vidas.  Ella le dijo que estaba casada con ese hombre viejo y malhumorado que la acompañaba siempre a la hora de la cena y luego de atiborrarse de comida y un par de whiskys se retiraba tambaleante a su camarote.  

Ella tenía 40 años y sentía que su juventud se estaba esfumando sin que pudiera hacer nada para cambiar el destino. Eran épocas de matrimonios arreglados, de mujeres sumisas que se preparaban para atender al esposo y a los hijos. Él tenía 20 años y estaba iniciando una carrera universitaria. Había decidido realizar este viaje para trabajar en el crucero y ahorrar un poco de dinero.

Intercambiaron direcciones.  Ella vivía en un pequeño país de América del Sur.  Él era mexicano.  Intercambiaron suspiros y promesas. ¡Pronto volverían a verse! La despedida fue desgarradora. El amor entró en sus vidas para no salir jamás. 

 

Regresaron a sus países.  La vida transcurrió lenta para los dos.  Por  muchos motivos, explicados por  el uno y comprendidos por el otro, las esperanzas de un próximo reencuentro, se desvanecían como espuma en la arena de la playa.  En aquellos tiempos  las comunicaciones y medios de transporte eran difíciles y costosos,  pero a pesar de la distancia y de los problemas, en una época en la que había que resignarse a esperar hasta un mes la llegada de una carta, ésta nunca faltó.

 

Ella continuó con su vida y su matrimonio.   El esposo había enfermado gravemente y no podía abandonarlo.  Él tenía a su cargo a su madre inválida.

 

Pasaron muchos años.  El esposo de ella murió.  La madre de él también.  Cuando todo era propicio para el reencuentro, ella se negó.  La juventud se había esfumado; había envejecido, sentía que ya no era ni la sombra de la joven bonita que fue y tenía temor de la reacción de él, cuando la viera.  La vida la había marcado profundamente en esos 40 años que habían transcurrido desde aquel viaje en barco. Él le aseguraba que no le importaba.  Él amaba ese espíritu, esa inteligencia, esa fuerza, esa belleza interior. Trató por todos los medios de que ella comprendiera. Ella no quiso comprender.

 

Un día las cartas no llegaron más.  Los días de la anciana eran largos y tristes y sus noches de terror.  Lamentaba su falta de seguridad en ese hombre que había dedicado su vida a adorarla.  Escribió una vez más para tratar de explicarle, para decirle cuánto lo amaba, para decirle que deseaba que él recuerde a aquella joven mujer llena de vida que vio por primera vez en un crucero rumbo a Europa. Escribió para pedir perdón y para suplicarle que comprenda…

 

La anciana esperaba la carta que le devolvería la ilusión de sentirse amada.  Un día el cartero llegó y le entregó un sobre de manila.  Ella lo abrió emocionada, era de México pero la letra en el sobre no era la de su amado.  Sacó lentamente una a una las cartas que ella le había enviado día tras día.  Las cartas estaban cerradas y venían acompañadas por una nota escrita con letra menuda:

 

Mi hermano falleció hace tres meses a causa de un infarto cardíaco y como las cartas han continuado llegando a mi domicilio he pensado en devolverlas a su remitente comunicándole esta triste noticia.

 

Ella murió dos meses después…

IMG_20151207_204340.JPG

  

Tu puntuación:

URL de esta publicación:

OPINIONES Y COMENTARIOS

comments powered by Disqus