EL MANDARÍN.

Aunque aún no había cumplido los siete años ya me habían disfrazado de mandarín chino. Fueron Susa y Lola, las ayudantes de Olegaria, la cocinera, las que me vistieron. Me hicieron un sombrero con un cartón y le dieron la forma de embudo forrándolo con seda de color teja después de medirme la cabeza. En el ultramarinos de enfrente de la casa de mi abuelo me compraron unos calcetines blancos y unas zapatillas chinas negras. Lo único que en ellas parecía extraño era el esparto que hacía de suela y que era de color amarillento. Amarillo era también el pantalón que me pusieron. La tela tenía rayas y estas eran negras para que hiciesen juego con las zapatillas. La tela era sedosa y mi mano resbalaba por ella si la tocaba. A veces hasta me parecía sentir una descarga eléctrica de esa que llaman estática, aunque eso a aquella edad, aún no lo sabía. Pero a mí lo que más me gustó de aquel disfraz fue la bata abotonada que mi tía abuela Dolores me hizo con la máquina de coser americana que todos llamábamos Sigma como si fuese un gato siamés, y que la había traído mi abuelo de Cuba. Era una levita de color teja oscuro, que me llegaba mas abajo de las rodillas y que me hacia mas alto y más serio.  Tenía flores y todo tipo de dibujos que me hacían muy chino. Más mandarín. Por último me habían pintado un bigote y una perilla con carbón de la cocina vieja, y recalcado y estirado un poco hacia arriba mis cejas al estilo de Fu-Man-Chu que era el protagonista malvado de una película en blanco y negro que habían puesto en el cine de San Adrián y que se titulaba Las venturas y desventuras de Fu-Man-Chu. Me acuerdo que al protagonista, que tenía el apellido Lee, muy chino, y que era alto y delgado, lo volví a ver años más tarde en películas de Drácula.

  Siempre he sido serio, en una familia seria y no sé si eso es debido al disfraz de chino mandarín que me pusieron en los carnavales de aquel año en la aldea de mi abuelo en la que veraneaba libre y feliz. Tenía suerte en aquellos años cincuenta, pues podía comer bien todos los días, jugar a mandar mi pequeño ejército compuesto por mi amigo Lolo y yo combatiendo en contra de supuestos bandidos, que formaban parte de los castillos hechos con tablas de madera de castaño muy blanco, que debían secar al aire en el aserradero de mi abuelo antes de que se enviasen en barcos a la edificación de los soportes llamados tou-kung, que remataban la construcción de los tejados voladizos de muchas casas chinas. Además era un mandarín de la dinastía Xia, y nieto del señor del lugar dentro de una sociedad agrícola, que prefería el maíz y el centeno al trigo, y que me dejaba jugar por toda la aldea hasta llegar al río en donde volvía a tirar piedras planas al agua para hacer círculos concéntricos, como los que veía por las noches en el cielo con cada salto que aquellos trozos de pizarra daban encima del agua dulce. Cuando las piedras dejaban de saltar, y desaparecían en el agua, me parecía que algo se apagaba y que el río, el pequeño bosque por donde cruzaba, el camino que recorría para llegar hasta la orilla, las flores amarillas de los tojos y las camelias rosas y blancas que me había encontrado bajando hasta allí, dejaban de brillar y se tornaban color mate como esas fotos sueltas, ocres y viejas que guardamos en una caja de madera antigua.

  Me encantan los paisajes pintados con lanchitas de colores amarillos y rojos con unos cielos muy añiles en los que, por arte de magia, aparecen flores y pájaros de colores ocres con lacados de plata. Me gustan las lanchas que vuelven al comienzo de la noche, y entran en los pequeños puertos con sus candiles de oro y fiesta encendidos, más que nada para presumir que han pescado bastantes peces. Me gusta mirar el mar y hacerme una idea de lo que piensa hacer la siguiente ola convertida en un gran dragón azul y blanco que va a moverse de una manera sobrenatural.

   Ahora, a una edad en la que el mandarín ha envejecido hasta faltarle los dientes de arriba, sigo creyendo en las personas que sueñan. He llegado a ser un dafu que es un rango alto en el mundo administrativo de los mandarines. He cultivado la virtud y he tratado de encontrarme con la palabra más bella para mitigar la burocracia de la vida diaria. He buscado el viento y la lluvia, pues a mi me gusta el norte y cuando llueve sobre el granito. He negociado, me he comprometido y no he sido arbitrario. He tratado de ser bueno, sobre todo cuando he sabido que Confucio creía que en principio la naturaleza humana es bondadosa. Veo los efectos de una vida y debo sentirme bien. Mi vida ha sido escrita en los Shangs con inscripciones duraderas que aparecerán en otros tiempos. Ahora, voy a seguir siendo un mandarín, pues tengo que comenzar a escribir un libro sobre la doctrina de los significados que tratará de contestar a preguntas sobre si la sustancia de lo blanco es el blanco en sí mismo o si la blancura de la nieve es lo mismo que la blancura del jade blanco. Así, tendré que hacer un largo viaje hasta que en las tardes llueva en un solo tono, y en donde el viento acompañe a la lluvia para creer que sueño despierto; para percibir la plenitud de lo más hondo de nuestros sentidos y darme cuenta que estoy comenzando a conocer la vida.

  F  I  N

 

 

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