La comida de Navidad

La comida de Navidad

Flor Martinez

07/12/2015

El abuelo

Sostengo la gasa doblada en cuatro. Mojamos un poquito en agua oxigenada y le damos toques suaves en la herida que se ha hecho en la cabeza.

Mientras le curamos, Laura y yo vamos contando una historia de esas graciosas de mamá sobre algo que sólo le habría podido pasar a ella. El abuelo no se queja. Le preguntamos si le duele al retirar la costra y ver con horror la profundidad de la brecha, y responde que no.

Esto no duele nada, me dolían los asuntos de importancia, como el alambre de espino y la brea. Mientras lo dice se remanga el pantalón de pana verde y nos fijamos en sus piernas, esas a las que llamábamos “escuchimizadas” en voz baja cuando teníamos seis años y el abuelo nos daba miedo.

Seguimos con las gasas hasta que la herida está casi limpia cuando el viejo teléfono inunda de aullidos la casa. Mi abuelo sentencia; es Francisco. Ha descubierto que tiene un nuevo poder: reconoce cuando él le llama. Y es que hasta el timbre suena con prisas.

Mi hermana y yo recogemos el agua oxigenada y la dejamos en el estante del baño pequeño. Con las etiquetas hacia fuera. En su casa cada objeto tiene un sitio y cuando algo se gasta se repone inmediatamente. Y todo está impoluto, menos el techo del baño. Hoy hemos visto que tiene la pintura desconchada y ahora esto es un secreto con el abuelo porque no quiere que alguno de los tíos se entere y venga corriendo a repararlo y ponerlo todo patas arriba.

El telefonillo suena y casi siento que la tormenta de prisas que siempre acompaña a Francisco se cuela por el auricular y me escupe en la oreja. Bajad, me ordena. Y yo, que ni siquiera sabía que venía, le replico el mensaje a mi hermana encogiéndome de hombros y al salir dejamos la puerta entreabierta.

Mi tío esparce más de dos docenas de sobres de cremas precocinadas junto al ascensor y va a por más al coche. Hay una caja con bricks de leche sujetando la puerta de hierro que hace un rato mi abuelo no era capaz de abrir porque pesa demasiado. Porque tiene el ligamento del hombro roto y ya no le van a operar.

Cuando ya está casi todo subido, cojo la enorme caja con bricks y me dirijo al ascensor, pero un  lado del cartón cede, se me cae la caja y me caigo yo también de rodillas al suelo.

Mi tío, que hablaba por el móvil, me mira un segundo sin hacer un gesto. Mi hermana está arriba. No hay testigos del asalto. Nadie ve cómo Francisco me ha vuelto a robar un puñado de años.

Con las prisas con que vino, mi tío deja las cosas y se va. No sin antes advertirnos de que a las dos nos vemos en el restaurante. Y que ni se nos ocurra llegar tarde, insiste. Los ojos fruncidos de mi hermana se hacen cómplices de los míos mientras mi abuelo hace caso omiso. No tiene olvidos y con el aparato oye perfectamente, pero los años le han otorgado la increíble capacidad de hacer que ciertas cosas le importen un comino.

Un rato después, ya estamos todos listos. Laura está guapísima. Como siempre. Y es que aunque no seamos firmes defensoras de la Navidad, hoy nos hemos vestido con ropa planchada para ir a la comida. Reserva para treinta. Abuelos, tíos, tías, primos, primas. Mamá.

Tenemos suerte y aparcamos al lado. Mi hermana y mi madre ayudan al abuelo a bajar del coche mientras yo pongo la pata de cabra al volante.

Casi entrando al restaurante, mi hermana, que iba delante, se para en seco. Se da la vuelta, extiende los brazos y nos impide la entrada. ¿Qué pasa? Tengo una idea, sonríe. Vamos a cambiar las cosas. Hoy. No mañana ni el año que viene: Hoy. Cada uno de nosotros tiene esta tarde una misión: tener una conversación de verdad con una de las personas que tenga cerca. Desde el corazón. Nada de qué tal los estudios, cómo va el trabajo, te has echao ya novio… NO. Algo sentido. ¿Lo hacemos?

Abrió las puertas y una bocanada de aire nos trajo todas las tormentas. Las nubes de prisas de Francisco estaban allí, pero también otras muchas, de distintos colores y densidades, mezclándose entre sí y empachando el ambiente que ya de por sí estaba caldeado de olor a marisco.

En el coche de vuelta a casa mi hermana y yo parecíamos esas caretas triste y alegre que simbolizan el teatro. Mientras atravesábamos Madrid y el derroche de luces del centro, nuestra madre dormitaba en el asiento de atrás y en RNE3 sonaba una de esas canciones que te pueden hacer sonreír o llorar. A mitad de camino noté cómo Laura giraba la cabeza para hablarme, pero no llegó a soltar palabra y yo fingí no haberme dado cuenta.

Cuando llegamos a casa y mamá ya se había acostado, Laura me preguntó por la misión. Entre las gambas, el jamón y el cachondeo por la caída extraña del abuelo, que se había levantado a medianoche agobiado por no haber puesto el Nacimiento, Laura había conseguido hablar con la tía María de persona a persona. Hablar de verdad.

– No veas qué sensación no tener la misma absurda conversación sobre las tonterías de siempre.

Yo no dije nada y daba igual porque ella lo sabía.

–  Tampoco pasa nada, ¿eh? Era sólo un juego.

Me fui a la cama de mi adolescencia con un retortijón en el pecho y, al no lograr dormirme, probé a dar los tres golpecitos en la pared. Lauraaa. Silencio. Tres golpecitos más. Lauraaaaaa. Silencio… y oigo cómo se mueve en la cama. Me responde con otros tres y enseguida aparece por la puerta.

Desde el marco, con una sonrisa, susurra: No te preocupes. El año que viene volvemos a intentarlo.

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