Había que mudarse cuanto antes. La oportunidad de una casa se había concretado luego tanta desesperación, que la mudanza era algo así como la orden de libertad para un reo. Salir de aquél encierro significaba encontrar habitaciones grandes, con ventanas y sol por las mañanas, un barrio extenso, suficiente calle como salir a caminar por la vereda,  patio con jardín prestado pero verde, cocina con muebles altos y un baño tan enorme que hasta bañera tenía.Había que mudarse y era una experiencia casi trascendental. Yo creo que no dormimos por casi una semana, aunque cada mañana despertábamos con la tranquilidad aparente de habernos desmayado en el paraíso. Era tanta la euforia que por primera vez en mi vida tuve que disimular la alegría.

Los preparativos tenían más entusiasmo que un casamiento. Desalojar roperos, guardar platos y vasos (allí aprendí el arte de guardar vidrio sin trágicas escenas), doblar ropas en cajas que secuestramos de todos los almacenes del barrio, desarmar camas y pensar cómo hacer con la heladera. Ese témpano convirtió el traslado en un circo. Gitanos acarreando ollas, aprovechando el momento para tirar cosas viejas y rotas y un vecino paraguayo que nos prestó su tiempo para ayudarnos con su fuerza.

Fue todo un acontecimiento. Fue un día soleado y la vida nos cambió para bien. Atrás dejamos la oscuridad y el muro frente a la puerta, la humedad y el olor del invierno, atrás dejamos la tristeza de no ver gente pasar por la vereda y autos por la calle. Salimos de ese pasillo espantoso para renacer en pisos de parqué. Cerramos la puerta y dejamos encerradas todas las lágrimas que mojaron las paredes en esos años de exilio.

Pensar que sólo fue una mudanza. Fuimos tan felices en tan poco tiempo.

Pensar que lo único que hicimos fue mudarnos a la vereda de enfrente.-

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