Violeta, cuando pequeña, mi madre la dejaba salir desnuda por los jardines de la casa, la niña se bañaba con la tibieza de la lluvia. 

Mantenía los rasgos característicos de mi madre: ojos pardos y profundos, la cabellera negra como espesa lana oscurecida alrededor del cándido rostro pueril,

su sonrisa descubría unos dientes pulidos como blanquecinos nácares deslumbrantes.

Pero Violeta a pesar de ser tan idéntica a mi madre, era diferente.

A decir verdad, mi madre ya se lo esperaba, que fuera diferente a ella.

Sin la presencia de nuestro padre que nos había abandonado una mañana oscura en que se perdió entre las montañas para irse a trabajar en las minas de carbón del pueblo de Amagá; mi madre y nosotros nos sentíamos desorientados, más mi madre con la crianza y educación de Violeta que crecía rápidamente mientras inventaba enlunados juegos.

Cuando la pequeña Violeta llegó a la adolescencia, mi madre se sorprendió con su belleza embelesadora, y empezó a escuchar sus primeros cantos de soprano emitidos en sus traviesos y caóticos juegos.

Pero la hermosa niña siempre insistía en escaparse de la casa y de la vigilancia de mi madre y mía, y volvía a los jardines para continuar con sus travesuras.

No estaba dispuesta a dejarse intimidar por nosotros.

Mi madre solía reprenderla todas las veces, llena de inquietud.

Violeta acostumbraba hacer caminatas nocturnas por los jardines, espiaba a los enamorados del vecindario, cazaba arañas y mariposas que ingería, dibujaba burlescos en las puertas de las otras casas vecinas.

Recorría, en su cantarino sonambulismo, los caminos de los bosques talados donde laboraban los negros de Cielo Roto las vías férreas para el tren que pasaría por la región.

Sobresalían los campamentos entablillados y el humo de las improvisadas cocinas de las freganderas.

Y Violeta, sin afán, cruzaba por ahí, descomplicadamente. Y también por las colinitas empinadas de dorada majestuosidad, por la casa en penumbra, por el vecindario y por el pueblo de Cielo Roto.

Recorría las calles empedradas de Cielo Roto y se desvelaba muchas noches que fueron pasando por su mente como canciones embrujantes.

Mi madre y yo la vigilábamos con alguna sonrisa amarga; mi madre parecía tener todavía el control sobre ella.

Al ludibrio de los años, mi madre se entregaba a la resignación de los desvaríos de Violeta.

Ya mayorcita, Violeta se iba a cantar a las isbas de los negros del poblado de Cielo Roto.

Mi madre que estaba vieja y sufría ceguera senil, no lograba esconder su desconsuelo por las traviesas aventurillas de Violeta.

Pero Violeta ya era para ese entonces una hembra apasionada.

Ni mi madre ni yo lograríamos rescatarla del mundo turbulento que se abría para ella.

A los negros de las isbas les encantaba mucho que Violeta cantara.

Ella era una mujercita pálida, una criatura de la belleza, buena y saludable, pero terriblemente desatenta conmigo y con mi madre. Se separaba todo el tiempo de nosotros.

Las vecinas del barrio que todo lo comentaban, hablaban muchas cosas de la locuela de Violeta.

Y nadie le podía impedir una escena semejante como la de cantar, si quería.

Mi madre no podía soportar la vida sin ella.

Luego volvieron las noches en que el canto de Violeta se dejaba oír por los pasillos de la solitaria casa.

Nuestra madre carecía de fuerzas para prohibirle sus desafueros. Se sentía profundamente cansada y su nobleza maternal eclipsada. No sabía a quién acudir para que le ayudara con la educación de Violeta. Quería involucrar a alguien de autoridad en el asunto que sólo nos concernía a nosotros. Se sentía perdida. Imaginaba muchas soluciones en su ferviente cabecita, una de ellas era que Violeta fuera internada en un colegio de monjas. Pero las cosas no funcionaban de esa manera, y sabía que debía conservar la calma antes de dar un paso y asumir una determinación. Desistía de sus arrebatos y de sus impulsos de planear el futuro de mi alocada hermana. Entonces comprendía que su vida estaba signada por la desesperanza y la preocupación.

Borrascosos truenos caían sobre los arrayanes del parque del pueblo.

Violeta alcanzaba los lindes de los cetrinos caminos azotados por el fragor de la tormenta eléctrica.

Luego se internaba dentro de la iglesia, a escuchar a los coristas interpretando alabanzas.

Algunos ladrones y vagabundos, bandoleros y profanadores de santos y tumbas religiosas, la observaban fríamente; los mendigos surgían de la espesura de la tarde boscosa como demonios de ojos lumínicos, pero no querían acercarse a ella por tratarse de una chicuela desvariada y embrujada por las sonatas melódicas de los espíritus cantantes.

A mi madre la invadían los escalofríos, unas terribles perturbaciones, unos temblores de ansiedad, la nulidad punzando en sus sentidos: cuando se daba por

enterado que Violeta estaba en todas partes ocasionando caos con sus triquiñuelas juveniles.

Y entonces nuestra madre permanecía sola y resquebrajada dentro de su habitación.

Fulgían los destellos de los días entre las frondas de los árboles nebrisenses, afuera en los jardines.

Madre se incorporaba del lecho. Se levantaba y vagaba por los profundos corredores de la casa despoblada, por los solitarios salones donde emergían coros de antiguas voces de intérpretes fantasmales. Almas que habían perseguido a Violeta cuando jugaba, hasta hacerla enloquecer con sus canciones embelesadoras.

De un instante a otro reventaría la garganta de Violeta en los escenarios del pueblo y de la cercana ciudad

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