Froto mis manos, una sobre la otra. Despacio. Entrelazando los dedos, acariciando yema con yema. Las siento frías y, aún así, me sudan. Las seco en mis vaqueros, respiro.
En mi cabeza suena la voz de mi médico «Easy, Reyes, easy». Levanto la mirada y sigo frotando las manos contra mis muslos. En el reflejo del cristal se intuye tras la gran mesa blanca la figura de la recepcionista, el gran sofá blanco en el que ofreció que me sentase, las paredes rojas o granates. He decidido quedarme de pié, frente al ventanal de la entrada. No quería sentarme frente a ella, prefiero su reflejo en el cristal.
Respiro, y froto mis manos, siguen sudando, no paran. Oigo pasos, respiro, toca poner buena sonrisa, me giro.
Mierda.
– Hola Reyes, soy Sandra – adelanto la mano como saludo, no quiero dos besos. Está buena -. Yo te haré la entrevista.
Esbozo una sonrisa y la sigo. Comienza a hablar sobre el edificio, es nuevo, no me importa. Se para frente al ascensor y llama. Mierda. Las manos me vuelven a sudar. Fijo mis ojos en los suyos, no quiero mirar su cuerpo, no quiero perderme en él. Contesto sus preguntas sobre el trayecto y el tiempo. Respiro y vuelvo a intentar secar mis manos en el vaquero. Noto el sudor correr por mi espalda. Hace una broma sobre lo lejos que está la empresa. Apenas sonrío. Se da cuenta. Respiro.
Entramos en una sala pequeña, no hay ventanas, solo una mesa redonda y 4 sillas. Se sienta, me siento, al otro extremo de la mesa. Restriego las manos contra el pantalón. Mi boca está seca. Toso.
– He de confesarte que esperaba una chica, solo me han pasado tu nombre y tu dossier técnico.
Sonrío, no es la primera persona a la que le ocurre, he vivido con un nombre de mujer, se lo que implica. Le digo que no pasa nada, «suele pasar».
Comienza a contarme quienes son, que hacen. Desconecto de sus palabras y solo atiendo a sus labios. Me estoy ahogando en ellos, me falta el aire. Intento pausar la respiración. No sé que hacer con las manos, las siento húmedas, y heladas.
Empieza preguntando por temas personales, aficiones, estupideces. No retengo lo que contesto, me fijo en sus manos, no le sudan, no brillan, están mate. Flotan al explicarse. No estoy siendo conciso, ni muy elocuente en mis respuestas, ella sabe disimular que no encajo. Mi atención flota entre sus labios, sus manos, sus ojos y, fugazmente, robo una imagen de su escote.
Cuando las preguntas sobre mi experiencia laboral arrancan mi corazón se desboca. Sé donde conducen. Hablo de mis primeros años. Comienzo a mirar mis manos. Me duelen las yemas del frío. La parte técnica es lo mío, su semblante cambia un poco. Estoy algo más suelto.
– ¿Y tus últimos cinco años? No he visto nada en tu CV.
Silencio, no sé cuanto tiempo pasa, he hundido mis ojos en un pequeño arañazo de la mesa. Levanto la mirada.
«Prisión, he estado en la cárcel».
Sus ojos se abren, noto los músculos de su cuello tensarse al tragar. Ahora el silencio es el que domina la sala.
Las manos ya no me sudan, solo están congeladas. Ahora es cuando estoy tranquilo. «Agresión». Trago saliva en mi boca seca. Respiro. «Sexual». Su cara es un poema. Se que ahora huiría, pero entre la puerta y ella estoy sentado yo.
Hace el amago de mover su boca para decir algo, levanto una mano en un gesto para que no lo haga. Calla. Dirijo mi mano al bolsillo de la americana y saco una tarjeta. La tarjeta. La deslizo sobre la mesa hasta sus papeles.
«Es el teléfono de mi psiquiatra, ella le contará mi tratamiento. Puede preguntarle lo que quiera».
La tarjeta permanece sobre la mesa. Sigue en shock.
«Supongo que hoy no tendrá más preguntas. Si hemos terminado …» Asiente, me levanto. No se mueve.
«No se sienta mal si no me acompaña a la salida».
Le doy la espalda, abro la puerta y salgo.
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