UN RINCÓN OLVIDADO DE REYKJAVIK

UN RINCÓN OLVIDADO DE REYKJAVIK

Yaiza García

13/07/2017

Un penetrante olor a podrido navegaba por la vieja escalera de madera, impregnando la sucia moqueta y haciendo aún más difícil mantener el equilibrio. Laura estaba concentrada en tratar de entender a la primera las indicaciones en inglés de su monitor canadiense. Y es que nunca habría imaginado que una lavadora pudiese pesar tanto. La transportaban entre seis manos, es decir, tres voluntarios de la asociación, pero aún así, debían tocar a lo que parecía una tonelada por persona. Una vez descendidos todos los peldaños y depositado el electrodoméstico en la acera, regresaron al piso. El objetivo era ayudar a vaciar la casa de una señora de extraño nombre, que alguien había mencionado pero que Laura ya había olvidado. Lo primero era sacar la basura acumulada, kilos de revistas y periódicos amarillentos, latas de cerveza vacías y comida putrefacta almacenada en un frigorífico que hacía meses que no se encendía por falta de electricidad. Laura pensaba entonces en por qué no había escogido el campo de trabajo en que se pasaban el día haciendo fotografías y cantando canciones a niños islandeses de caras sonrosadas. En vez de eso había visto durante la última semana pintando techos, limpiando suelos y ahora haciendo mudanzas en las afueras de la extraña ciudad de Reykjavik.

A Laura le toco ahora la habitación del fondo y tras apartar dos colchones agujereados se sentó en el suelo con la bolsa de basura a su lado. Bajo el primer montón de porquería encontró una caja de zapatos de cartón. Un pequeño cofre del tesoro que parecía haberse salvado de la destrucción. Dentro, viejas postales y fotografías que mostraban a una hermosa mujer pelirroja y un niño desdentado. Rostros y letras detenidos en el tiempo, abandonados y olvidados por sus dueños.

–Ese yonqui lo ha dejado todo hecho un asco, ¿no? –gritó Ingrid desde el pasillo mientras se acercaba a Laura. La rechoncha voluntaria alemana le contó que quien había vivido el último medio año en el piso era un drogadicto responsable del deterioro de la vivienda, situación que se había prolongado hasta que la peste alertó a los vecinos.

De nuevo sola Laura continúo retirando ceniceros, ropa sucia y envoltorios de chocolatinas. De repente, una nota sostenida interrumpió el silencio. Un sonido musical que parecía provenir de la habitación de al lado. Laura se incorporó y con cautela asomó un poco la cabeza en dicho cuarto. Un desconchón del techo filtraba una luz solar blanquecina, casi extraterrenal, para iluminar a un abstraído hombre que había apoyado su dedo índice sobre una de las teclas de un viejo piano. Estaba de pie junto al instrumento, delgado, con el pelo rapado en exceso y un llamativo impermeable color cereza.

–Es él. Ese el hijo de la dueña –dijo en voz baja Samsa, el voluntario finlandés, que se había colocado sigiloso junto a Laura. Le explicó que él era el yonqui que había ocupado ilegalmente la vivienda, es decir, la casa que su madre había dejado para irse a una residencia de ancianos en un pueblo cercano. Madre e hijo habían pasado muchos años sin hablarse debido a su mala relación, aunque tampoco podrían hacerlo ahora, ya que la mujer, que padecía alzhéimer, había fallecido recientemente.

Laura pensó que probablemente ambos ya habrían olvidado también por qué dejaron de hablarse. El pitido del camión de la mudanza puso de nuevo la acción en marcha, el piso debía vaciarse y el ayuntamiento decidiría que hacer con él mientras se encontraba el testamento de la dueña y su hijo ingresaba en un centro de desintoxicación. Laura salió de la casa guardando algo en su bolsillo.

Días después, cuando Laura ya había regresado a España y se disponía a poner una lavadora encontró en el bolsillo de un pantalón una postal que se había llevado de la caja de zapatos que encontró en aquella casa de Reykjavik. En ella leyó que alguien invitaba en inglés a sus destinatarios a visitarles en Niza. Esa noche soñó con una mujer pelirroja y un niño sonriente, con pocos dientes y un impermeable color cereza. Ya nunca se olvidaría de ellos.

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