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    Junio, 1994

      (Lago Baikal, Siberia)

Nadezhda estaba triste porque al marcharse de Moscú se había enfadado, en el colegio, con su amiga Natasha.  Mientras Nadya paseaba por la orilla del lago apenas prestaba atención a la voz de su abuelo; la niña andaba  distraída en sus propios pensamientos.  

El abuelo de Nadya conocía muy bien a la pequeña y sabía que algo que le preocupaba la tenía pensativa, y eso que a ella le encantaba escucharle. Sergei intuyó el tema de su preocupación y la pequeña se lo confirmó. 

–  ¡Escúchame Nadya!, dicen los más sabios que un amigo en la vida es mucho; que dos son demasiados y que tres es imposible. No sé si esto será verdad, pero lo que sí se es que un amigo es un regalo maravilloso que te llega por sorpresa. Un regalo que no esperas pero que siempre has querido tener. Un regalo que nadie te entrega y a quien nadie tienes que agradecer, porque la verdadera amistad es la que nace sin motivos ni intereses.

– Creo que la amistad es más difícil y más rara de encontrar que el amor – continuó diciendo Sergei. La amistad no se encuentra ni se busca, nos llega por sorpresa; y hay que cultivarla y abonarla con mimo y cariño como quien cuida un jardín para que no se marchite.

–  ¿Como el jardín de la abuela? – dijo la niña

–  ¡Exactamente Nadya! , como el jardín de la abuela.

–  Y ¿qué más cosas dicen los sabios, abuelo? – preguntó Nadya rascándose su pequeña nariz

–  Bueno, los más sabios siempre dicen muchas cosas y muy pocas veces se les entiende; pero entre ellos los que son más pesimistas dicen que  no existen los amigos, sino que sólo existen momentos de amistad. Yo no estoy de acuerdo con eso que dicen pequeña.

–  ¿Tú tienes amigos, abuelo? – preguntó Nadya con sus enormes ojos azules abiertos.

–  Si – contestó Sergei

–  Y ¿cómo lo sabes? – volvió a preguntar la niña.

–  Lo sé porque cuando estoy con un amigo puedo pensar en voz alta; y lo sé porque cuando estoy con un amigo no estoy solo, pero tampoco somos dos.

–  Ah! – dijo sorprendida sin entenderlo ¿Tú eres mi amigo, abuelo?

–  Claro que si cariño, yo soy tu amigo y siempre seré tu amigo – dijo Sergei abrazándola.

De regreso a la granja Nadya aún caminaba desanimada y cabizbaja. Su paso era lento y se detuvo, como de costumbre, para dar de comer trozos de pan a los patos del lago.

–  ¿Qué te pasa niña? , sigues triste. ¿Es por tu amiga Natasha?  No te preocupes por ella, los amigos de verdad han de enfadarse de vez en cuando.

–  No es por eso, esta mañana me ha preguntado la abuela qué había aprendido este año en la escuela y no sabía qué decir, se me habían olvidado muchas cosas.

–  Quizás eso que has olvidado no sea tan importante como para recordarlo. La abuela solo quiere hablar contigo. Te ha echado mucho de menos desde el año pasado.

–  Ya lo sé, yo también a ella; pero ¿por qué es tan difícil aprender?

Sergei se sentó en el banco de madera que había junto al lago y sacó del bolsillo de su viejo gabán un mendrugo de pan duro. 

– ¿Sabes una cosa, niña? Mi antiguo profesor de escuela me dijo en cierta ocasión que era una estupidez aprender algo que después de un tiempo se va a olvidar. Las personas aprendemos durante toda la vida cosas que no nos sirven para nada y que acabamos olvidándolas. Realmente lo que de verdad importa no son las cosas que aprendas, sino la intención y la voluntad de aprender.

–  Mi profesora Olesya dice que si aprendemos mucho seremos muy inteligentes. – dijo Nadya con una gran sonrisa

Sergei deshizo cuidadosamente con sus manos el mendrugo de pan y  colocó las migas en el banco para poder lanzárselas a los patos. Las nubes violetas y anaranjadas en el cielo anunciaban el hermoso atardecer en el lago. 

– Tu profesora tiene razón y quiere que aprendas, ya que es verdad que las personas inteligentes quieren aprender, mientras que las demás se limitan solo a enseñar. Pero escúchame Nadya, el aprender muchas cosas no siempre nos hace más inteligentes. Hay muchas cosas que para saberlas bien no bastan con haberlas aprendido; muchas veces lo que tenemos que aprender solo lo aprendemos haciendo. Y, como dijo otro hombre muy sabio, en la naturaleza siempre hay algo que aprender. Hasta los patos lo saben.

–  ¿Los patos? – dijo Nadya sonriendo ¿Qué han aprendido los patos?

Sergei rió a carcajadas mientras comenzó a tirar las migas de pan al agua, lo cual atrajo de inmediato a una bandada de patos.

–  Los patos han aprendido, entre otras cosas, a conocernos y a diferenciar quien les va a dar de comer y quien trae otras intenciones. Y lo han aprendido ellos solitos, sin que nadie se lo haya enseñado.

–  ¿Son muy inteligentes, verdad? – dijo Nadya lanzado las últimas  migas que quedaban en el banco hacia los animales.

–  Si Nadya, lo son – dijo el abuelo guiñando un ojo a la niña.

Sergei y Nadya se levantaron y encaminaron sus pasos hacia la granja. Mientras, en el lago, los patos les despidieron graznando con fuerza en señal de agradecimiento. Era la hora de cenar, el sol comenzaba a esconderse y el pastel de manzana que había cocinado Aleksandra no debía enfriarse.

 

La mañana siguiente Nadya se levantó  temprano. El día había amanecido con un sol radiante y unas lejanas nubes altas se dirigían hacia el interior del Baikal. Desde la ventana de su habitación el gran lago parecía un gran mar; un tranquilo y dulce mar rodeado por los elevados montes Baikal que le daban su nombre. La oscuridad de las montañas iba decreciendo a medida que el sol se iba elevando en el horizonte. Las sombras se alejaban corriendo por las laderas de las montañas a medida que la luz del sol las empujaba hacia arriba, hasta más allá de las cimas.

   Para la pequeña aquél era el lugar más bello del mundo, nada comparable con la ciudad en la que ella vivía, por muy bonita que ésta fuera. En Moscú, donde ella vivía,  no había lagos tan azules ni montañas tan altas. Ni mucho menos patos tan grandes a los que dar de comer. Cuando Aleksandra fue a despertar a Nadya a su habitación la encontró de pie mirándose frente al espejo.

–  ¡Buenos días, niña!

–  ¡Buenos días, abuela!

–  ¿Qué estás haciendo?

–  Nada – dijo Nadya sin dejar de observarse frente al espejo.

–  ¿Quieres contarme por qué te enfadaste con tu amiga Natasha?

–  Natasha me dijo que ella era la niña más guapa del mundo y que yo era fea, pecosa, y que tenía los ojos saltones como un sapo.

Aleksandra se sentó al borde de la cama sonriendo y Nadya se acercó para darle un beso.

– Tu amiga Natasha no tiene razón. A mí me pareces la niña más bonita del mundo, tus ojos son grandes y azules como el cielo, y tu cabello es del color de las hojas del arce en otoño. Tienes unas pecas muy graciosas. Son como las estrellas del firmamento en tu rostro en una noche clara y limpia. Desde luego eres una niña preciosa.

–  ¡Gracias abuela! – dijo la niña con una gran sonrisa que iluminó su rostro.

– Pero recuerda que la belleza del cuerpo es efímera Nadya. La verdadera belleza es interior, arranca de nuestro estado de ánimo y de nuestra salud,  y eso se transmite al exterior. No olvides nunca que aunque le arranques los pétalos a una rosa no le quitarás la belleza a la flor.

–  Natasha dice que ella es la chica más bonita de la escuela. – replicó Nadya. La verdad es que ella es muy alta y muy guapa – dijo mirando a su abuela. Además ella siempre se viste con ropas caras y bonitas.

–  Es posible que tu amiga Natasha sea una niña muy hermosa, pero la belleza sorprendente de una mujer, o de un hombre, nos sorprende menos al día siguiente, recuérdalo. Como te he dicho lo bello, cariño, nace en nuestro interior, y debe ser natural. Tu abuelo siempre dice que la belleza cuanto menos vestida mejor vestida está. La apariencia exterior tan solo es el encanto de un momento, y todo el mundo puede ser capaz de apreciarla, pero hay que saber mirar la belleza en el interior de todas las cosas y de todas las personas, porque cada cosa y cada persona tiene su belleza, aunque no todo el mundo puede llegar a apreciarla. Lo hermoso de las cosas existe en el espíritu de quien es capaz de poder contemplarlas. Es una manera diferente de mirar  y de sentir. ¿Sabes una cosa? La belleza se ve a través de los ojos del corazón.

Aleksandra besó a su nieta que se fundió en un abrazo con su abuela.

–  ¿Sabes una cosa Sasha? – dijo Nadya en voz baja

–  ¡Qué!

–  Eres la abuela más bonita del mundo. Te quiero.

–  Yo también te quiero Nadya.

–  Abuela, ¿tú crees que he sido mala por enfadarme con mi amiga Natasha? – preguntó Nadya. Ella es mi amiga y cuando me enfadé le dije cosas muy feas, pero ahora pienso que no he querido decirle esas cosas. No quiero que dejemos de ser amigas – dijo con tristeza. Quiero ser su amiga y ser buena con ella. No me siento bien por haberme enfadado con ella. La verdad es que es mi única amiga.

–  No eres mala cariño. Proponerse ser bueno es serlo ya. En la vida para ser bueno alguna vez es necesario no haber hecho cosas buenas y haber cometido errores. Nadya, ser buena y hacer el bien siempre es más difícil que hacer el mal. No pienses que has sido mala por enfadarte, cariño.

–  No lo entiendo abuela – dijo Nadya sorprendida ¿Por qué es más difícil ser bueno que malo? 

–   La maldad es un arma poderosa, niña. Pero la bondad lo es más. Las personas fuertes e inteligentes han de ser buenas necesariamente, si no la vida seria desastrosa. El mayor enemigo de la maldad es una simple gota de bondad. Por eso las personas buenas son aquellas que sabiendo que podrían haber sido malvadas, no lo han sido. Y ese camino es difícil Nadya, porque la bondad suele ser menos atractiva que la maldad. Con el tiempo lo entenderás.

Nadya se vistió deprisa para salir de excursión con Sergei. Era sábado y su abuelo le había prometido el fin de semana ir a ver las focas en la isla de Oljón. Aunque el día estaba despejado se respiraba cierta humedad en el ambiente que prometía lluvia a la tarde, así que Nadya se enfundó sus pantalones amarillos y sus botas de agua, se abrigó con un jersey fino de lana y echó al macuto un chubasquero y un gorro de lluvia. Al minuto bajó los escalones de dos en dos y entró corriendo en la cocina, donde Aleksandra cocinaba tortillas de trigo  y jamón ahumado.

–  ¡Que bien huele abuela! , ¿Dónde está el abuelo?

–  El abuelo ha salido temprano. ¡Siéntate a desayunar!

–  Pero había quedado con él. Hoy vamos a ver a las focas.

–  Lo sé, cariño. El abuelo volverá en una hora. Ha ido al médico.

–  ¿Está enfermo? – preguntó Nadya preocupada.

–  No, tesoro. No esta enfermo, sólo que el abuelo es ya viejo y está cansado; sólo es una visita rutinaria. Desayuna todo esto mientras yo os preparo comida para que os llevéis a la excursión. No te preocupes, vendrá enseguida. El médico vive a unas pocas casas de la nuestra.

–  ¿Es muy viejo el abuelo? – preguntó Nadya

–  Tu abuelo ha cumplido setenta y siete años – respondió Aleksandra

–  ¿Y tú, abuela?

–  Yo soy algo más joven que él – rió observando como la pequeña devoraba un trozo de jamón. Ya no me acuerdo, pero tendré casi setenta.  

–  ¡Ala! – respondió Nadya sin dejar de comer. ¡Qué vieja! Mamá sólo tiene cuarenta. ¿Yo voy a ser tan vieja como tú también?

–  Supongo que sí cariño, – rió Aleksandra, pero aún te queda mucho camino por recorrer.

–  Yo quiero ser vieja como tú y el abuelo – aseguró Nadya.

–  Y lo serás  – contestó Aleksandra. Pero tienes que disfrutar de tu edad en cada momento de tu vida. Ahora te toca ser niña y debes disfrutarlo, ya tendrás tiempo de envejecer. Todos lo hacemos sin darnos cuenta. No quieras llegar más deprisa a la edad que no tienes. Yo de joven me decía a mi misma: ‘las cosas que sabría cuando tuviera cincuenta años’. Cuando cumplí los cincuenta aún no sabía ni la mitad de lo que quería saber; y a día de hoy, necesitaría otros cincuenta años para aprender muchas cosas más. 

Sergei apareció sigilosamente apoyado sobre su bastón en la puerta de la cocina.

–  Hablando de saber. Sabéis ¿Qué criatura tiene cuatro patas por la mañana,  dos por la tarde y  tres por la noche? – preguntó con voz firme desde la puerta

–  ¿Quién abuelo? – dijo Nadya

–  Piénsalo de camino a la isla jovencita. Es una adivinanza – respondió Sergei sonriente. Pero ahora recoge tus cosas y pongámonos en marcha. Los nerpas nos están esperando.

  

2

Las montañas Baikal, en cuyas cumbres se pueden apreciar durante el periodo estival algunos blancos neveros perennes, se reflejaban solemnes y majestuosas en el lago como en un espejo.

  Nadya observaba boquiabierta el gran lago desde una pequeña atalaya cercana a la montaña. La pequeña miraba con admiración el impresionante reflejo de las nubes sobre la superficie del lago y sus ojos no eran capaces de distinguir con exactitud toda la amalgama de colores y  tonalidades que se apreciaban en él. El paisaje era tan espectacular que ella no podía haberlo imaginado ni en sus mejores sueños. Sin duda era el lugar más maravilloso  y más bello que conocía, y era un lugar mágico para ella. En el lago podía dar vida a cualquier cosa que fuera producto de su activa imaginación.

–  ¡Qué bonito es esto abuelo! – dijo Nadya impresionada.

–  ¡Desde luego que sí! La naturaleza es sencillamente maravillosa – respondió Sergei.

–  No creo que haya otro lugar en el mundo más bonito que este – dijo Nadya.

–  Es muy posible – volvió a responder Sergei. Pero la naturaleza es hermosa en cualquier lugar del mundo, cariño. A los ojos de las personas que saben observar, la visión de la naturaleza nos enseña que todo lo que podamos soñar se encuentra; y a veces nos sorprende con cosas que nuestra imaginación no alcanza a ver. La naturaleza es infinita Nadya, infinita y sorprendente, y nosotros formamos parte de ella.

–  ¿Nosotros? – preguntó la niña.

–  Sí Nadya. Al menos eso dicen algunos estudiosos.

–  Yo de mayor quiero estudiar la naturaleza, los lagos, las montañas y todos los animales del mundo. Quiero estudiar a las focas.

–  Serás una gran bióloga marina si te lo propones, cariño. Y, hablando de focas, deberíamos darnos prisa en tomar el ferry  para ir a la isla. Allí nos espera Marcelo, quien  te contará todo lo que quieras saber sobre los nerpas.

–  ¿Quién es Marcelo abuelo?  No he oído ese nombre nunca.

–  Es un nombre italiano Nadya. Marcelo es un buen amigo mío. El vino hace mucho tiempo al pueblo desde Italia a trabajar, cuando los dos éramos jóvenes,  y se quedó a vivir con nosotros. Bueno, lo cierto es que desde hace más de treinta años él vive solo en la isla, en un faro que se construyó para observar siempre el lago, aunque yo le visito asiduamente al menos un par de  veces  al mes desde entonces.

–  ¿Por qué vive solo abuelo? ¿No tiene familia?

–  No. No tiene familia. Su familia es el lago. Y tampoco tiene muchos amigos, no se relaciona demasiado con la gente. Lo cierto es que la historia de su vida es bastante triste. La gente le llama el viejo loco del faro, y  muy pocas veces  baja al pueblo, todo lo que necesita lo encarga y se lo llevan en barco.

–  ¿Está loco abuelo? – preguntó de nuevo Nadya

–   Quizás sea un ser solitario, pero no está loco. Es una gran persona, te lo puedo asegurar. Prácticamente todo el mundo le ignora, aunque todos sienten lástima por él. Tan solo mantiene relación con tu  abuela y conmigo, ya que durante diez años fuimos vecinos, cuando aún no habías nacido tú. ¿Sabes el jardín del caserón abandonado donde a veces juegas con tu amiga Olga? Esa era la casa de Marcelo. De Marcelo, de Irina y de Klara.

–  ¡OH!, dijo Nadya sorprendida. Siempre pensé que esa casa era un palacio abandonado de algún aristócrata importante, o  de algún príncipe.

–  Y en cierto modo así es cariño. Marcelo es hijo de un conde veneciano según nos contó. Durante muchos años el hogar de Marcelo fue la casa más bonita, más lujosa y más grande del pueblo. Todo el mundo era bien recibido; la gente se reunía en su jardín con cualquier excusa de celebración  y la alegría brotaba por cada una de sus piedras. Tu abuela pasaba horas tocando el piano en sus salones mientras la gente bailaba en las numerosas fiestas que se organizaban allí. Pero un mal día todo eso cambió.

–  ¿Qué pasó abuelo? – preguntó Nadya intrigada. ¡Cuéntame su historia!

–  Te la contaré después, pequeña. El ferry está a punto de zarpar.

 

Sergei y la niña se encaminaron de la mano hacia el apeadero en el que esperaba el barco que les llevaría a la isla de Oljón. En el trayecto Sergei contó a Nadya la historia de su amigo Marcelo.

  LA HISTORIA DE MARCELO BOSCHETTO

Pocos meses después de finalizar la segunda guerra mundial, un joven italiano apareció una mañana en el pueblo lleno de energía y con dos enormes baúles por equipaje. Según nos contó se llamaba Marcelo Boschetto y había conocido a un Abad, de origen siberiano, quien le había hablado del lago Baikal como el mejor lugar del mundo para vivir.

Marcelo muy pronto se ganó la simpatía de los pocos que aquí vivíamos por aquel entonces. Su origen era noble, hijo de un conde cuyas tierras se ubicaban en la Toscana italiana, aunque él siempre había vivido en el palacio que la familia disponía en la región del Véneto, en Venecia. Sus formas eran educadas y refinadas, aunque él nunca hizo ostentación alguna de su linaje, ni menosprecio alguno hacia unos sencillos campesinos que iban a ser sus vecinos. Muy por el contrario, desde el principio se ocupó de sus quehaceres  y colaboró  con nosotros como uno más del pueblo, dedicándose por completo a su trabajo de barquero.

Marcelo tenía un magnífico don en sus manos. Fabricaba barcas y góndolas sencillamente maravillosas. Muy pronto su excelente labor fue pasando de boca en boca y con el tiempo la gente adinerada y con recursos, que  podían permitirse tener casas de retiro junto al lago, pagaron bien por sus servicios, aunque desde mi punto de vista Marcelo nunca necesitó dinero alguno. 

Pasados unos años Marcelo se hizo construir la casa más grande del pueblo, de dos plantas, junto a la nuestra.  De ahí nació una gran amistad entre nosotros. Tu abuela le enseño música y yo le enseñé a jugar al ajedrez. Jugábamos interminables partidas que duraban semanas.

Cuando tu madre era una recién nacida la llamada del amor tocó su corazón. Marcelo conoció a Irina, la joven hija de unos granjeros que inmigraron desde Finlandia.

 Irina era sin duda la muchacha más bella que nadie haya podido conocer. Su continua sonrisa y el cariño con que trataba a todo el mundo hicieron que el amor se apoderara rápidamente de Marcelo y a los pocos meses se casaron, ya que ella quedó igualmente fascinada por él. En menos de un año nació Klara, y durante los cuatro primeros años la felicidad se instaló en las vidas de ambos, y en las nuestras. Fueron cuatro años de prosperidad, de celebraciones, de fiestas, y todo el pueblo participó de la alegría.

Un trágico día todo cambió. Marcelo fue a pasear con su familia en su góndola preferida, ‘KLARA BAMBINA’, por el lago.  El día era apacible y sosegado, pero cuando se hallaron lejos de la costa el tiempo cambió de forma insospechada. Unos fatales e imprevistos vientos trajeron una negra tormenta acompañada de un pequeño tornado que hundió la barca antes de que pudieran darse cuenta. Marcelo despertó medio ahogado en la costa de la isla de Oljón agarrado a un madero de la góndola y con un trozo del vestido de Irina cogido en su mano. Su mujer y la niña nunca aparecieron. El lago se las tragó.

Durante años la desesperación se apoderó de Marcelo. Abandonó por completo su trabajo de barquero y día tras día embarcaba en busca de su familia por el lago, desde  el amanecer hasta que las fuerzas le abandonaban. Durante meses continuó su búsqueda y comenzó a enloquecer de frustración.

Todos intentamos hacerle entrar en razón y  le suplicamos  que  abandonara aquella locura, pero él no nos hizo caso. Marcelo enfermó a los pocos años y un buen día desapareció. Dejó el pueblo para llevar un tratamiento psiquiátrico en Moscú, y según supimos después, también en Venecia. Un tratamiento que duró cinco largos años sin noticias suyas.

Cuando Marcelo regresó  estaba cambiado. No solamente su aspecto físico, sino que apenas se relacionaba con la gente del pueblo, salvo con tu abuela y conmigo. Lo primero que hizo fue construirse una casa en la isla de Oljón, una especie de faro para observar el lago y, desde luego, no volvió a construir barca alguna.

Que yo sepa en los últimos treinta años, desde que vive allí, no ha trabajado nunca; por eso te dije que Marcelo no necesitaba dinero alguno. Su patrimonio siempre fue abundante.

Al principio yo pensé que la soledad acabaría por vencerle y volvería a su casa en el pueblo, la cual abandonó, pero no fue así. Marcelo ha vivido treinta años solo en su faro sin apenas contacto alguno con la gente, salvo por mis visitas, dedicando su vida a la lectura, el estudio y la pintura; pero sobre todo, se ha dedicado a contemplar y examinar el lago.

La gente le llama el viejo loco del faro porque en cierta ocasión Marcelo regresó al pueblo gritando  para decirnos que había visto a su mujer nadando en el lago convertida en sirena, y que había hablado con ella. La gente se rió de él y nunca más regresó al pueblo. Yo, sinceramente, le creí. Al menos creo que él, en su locura de amor, si que imaginó hablar con su mujer, y en eso no hizo mal a nadie.

Marcelo me ha confesado en alguna ocasión que  al menos dos veces al año se introduce con su barca en el lago y conversa con su mujer en un punto lejano, donde se juntan las montañas. Su mujer le cuenta que Klara fue rescatada por los nerpas y que vive desde entonces con ellos, como uno más. También me ha dicho que al final de los veranos siempre ve a su hija pequeña junto a las focas; Klara aparece brillante y dorada junto a las blancas crías de nerpas recién nacidas y le saluda con una amplia sonrisa, como una hermosa nerpa de oro. 

  3

Nadya miraba asombrada el enorme y llamativo faro que servía de hogar a Marcelo. La niña no había visto jamás ninguno salvo por las  fotografías de los libros de la escuela. A la pequeña siempre le había llamado mucho la atención aquellas alargadas construcciones costeras, con sus potentes luces, que servían de guía a barcos y navegantes que surcaban la mar; y ella adoraba la mar y toda la vida que allí se  albergaba.

Desde muy pequeña sus cuentos preferidos hacían referencia a islas perdidas en la inmensidad del océano, valientes marineros en busca de tesoros escondidos y fabulosos animales marinos de cualquier especie.

En su casa, Nadya  siempre jugaba con pequeños caballitos de mar, tiburones, tortugas, delfines y pececitos de plástico que acumulaba cuidadosamente en un enorme recipiente transparente lleno de agua a modo de acuario, en el que había incluido como fondo marino arena, piedras de diferentes colores, conchas  y un pequeño cofre  pirata de madera. Cuando su padre Iván le leía un nuevo cuento de marinos, sus ojos se abrían de tal manera que él siempre acababa diciéndole que eran tan grandes y azules como el Báltico; y ella comenzaba a reír emocionada y satisfecha.

El faro que servía de hogar a Marcelo era realmente extraordinario; una original y espectacular obra de ingeniería. Una pequeña puerta de madera, en el vallado exterior, daba acceso a una pequeña parcela que rodeaba la vivienda, en donde se podían apreciar unas pequeñas esculturas, en brillante bronce, de nerpas, leones marinos y delfines saltando entre las olas. En la esquina derecha del jardín se apreciaba un pequeño cercado de acero pulido que albergaba los restos arruinados de una vieja góndola flanqueada por dos pequeñas banderas entrelazadas de Italia y Finlandia. Unos pequeños focos que sobresalían del césped iluminaban todas las imágenes del jardín  y el camino empedrado hacia la casa. Nadya observó asombrada la fabulosa construcción que tenía ante sí.

El edificio era, a primera vista,  redondo en su parte inferior y tenía tres grandes alturas bien diferenciadas. Las dos primeras eran circulares sin apenas ventanas, como un enorme cilindro en el que se apreciaba la puerta de acceso al domicilio incrustada a la pared gracias a una tenue luz que sobresalía de la misma. Una escalera exterior de caracol rodeaba el cilindro comunicando los diferentes pisos como si fuera un enorme cinturón.

La última altura, pentagonal y mucho más elevada que las anteriores,  sobresalía iluminada de forma evidente por el perímetro del cilindro, encajando perfectamente en el centro de este. Nadya imaginaba que desde lejos la casa se asemejaría a una enorme seta iluminada y sonrió imaginándolo. Sergei  llamó al timbre al mismo tiempo que las primeras estrellas comenzaron a titilar brillantes en el firmamento, caldeando la fría noche en la isla de Oljón. 

 La puerta se abrió al instante y una figura misteriosa les recibió invitándoles a entrar. Nadya observó como aquél hombre, a quien su abuelo llamaba Marcelo,  era más bajito que este y mucho más delgado.

 Aunque Marcelo era más joven que Sergei su aspecto era el de una persona mayor que había sufrido mucho en soledad.  En su cabeza lucía una larga melena de blanco pelo lacio recogido por una coleta que caía desordenada sobre su espalda. Su rostro estaba avejentado y lleno de arrugas; y unos pequeños ojos negros, intensos y profundos, se escondían tras unas pequeñas gafas de pasta gris perla con gruesos cristales. Aún así, detrás de ese aspecto sombrío y desordenado,  aquella persona transmitía paz y tranquilidad a la pequeña.

–  Supongo que esta muchachita es la pequeña Nadya – expresó Marcelo con un suave tono de voz.

–  ¡Hola!, – respondió Nadya.

–   ¡Mamma mia! , eres el vivo retrato de tu madre. Parece que el tiempo no haya pasado.

–  Su madre era una niña mucho más tranquila – repuso Sergei. Nadya es un verdadero torbellino, créeme; la chica apenas ha dormido pensando en la visita a la isla. Está ansiosa por hablar contigo de los nerpas.

–  Bien jovencita, pues eso tiene fácil solución. Pero antes habrá que cenar. Debéis estar hambrientos. Acompáñame al più presto,  per favore – dijo Marcelo agarrando de la mano a la pequeña.

Los primeros rayos de sol se colaron por la enorme cristalera de la habitación de Nadya despertándola con la claridad de su luz. Aún era muy temprano y  la pequeña se dio la vuelta en la cama tapándose por entero con la sabana y metiendo su cabeza debajo de la almohada para  poder seguir durmiendo un poco más. Dos horas después, cuando Nadya apareció en el salón con cara de sueño y el cabello despeinado, se encontró a  Marcelo y a su abuelo que apuraban un café mientras disputaban una reñida partida de ajedrez.

–  ¿Has dormido bien niña? – preguntó Sergei al tiempo que cambiaba alfil por caballo. Parece que te hubieras pegado con la almohada.

–   ¡Buenos días!  Si abuelo, he dormido muy bien.

  Nadya se quedó boquiabierta observando la espectacular vista que se apreciaba desde el ático acristalado que servía de cuartel general a Marcelo. Desde el descomunal ventanal que rodeaba todo el salón, el Baikal se mostraba brillante y pulido como un espejo. Distribuidos por la habitación había al menos cinco telescopios de distintos tamaños apuntando hacia  diferentes puntos del lago, varios prismáticos sobre una mesa desordenada y un par de cámaras fotográficas, con potentes objetivos, tiradas en los sillones.

   Los libros, las fotografías, los cuadros, los cuadernos de notas y unos extraños objetos que la niña no sabía qué eran, ni para que sirvieran, residían confusamente en cualquier estante de la habitación, en cualquier sillón o apilados anárquicamente en el suelo.

Los timbres de las bicicletas tintinearon enérgicamente reclamando la presencia de Nadya. Cuando la niña apareció en el jardín se encontró con un pequeño grupo de chavales de su edad montados en sus viejas bicicletas esperando a ser presentados. Marcelo les había convocado para que se conocieran y así salir a dar un paseo en bicicleta por la isla  con nuevos amigos. El grupo lo componían tres chicas, aproximadamente un año mayores que Nadya, y dos chicos gemelos, como dos gotas de agua, algo mayores también. Los hermanos Petrov, Nikolay y Yuri, eran absolutamente idénticos a la vista de todos, salvo por un discreto lunar en forma de media luna que Yuri tenia, a diferencia de su hermano,  junto al ombligo.

   Pero esa no era su única diferencia. Mayor aún era la discrepancia de caracteres entre ambos, ya que mientras Nikolay era un joven enérgico, juguetón, alegre y espabilado; Yuri, por el contrario, era tímido, introvertido y reflexivo. Nadya se despidió de su abuelo y de Marcelo y salió a pasear en grupo con la pandilla, sin poder separar la vista de aquellos dos chicos tan guapos.

Durante tres horas recorrieron toda la isla pedaleando sin descanso, parando solamente para devorar los sándwiches y los refrescos que las madres  habían preparado para todo el grupo. Nadya se encontró muy a gusto con sus nuevos amigos que la aceptaron de igual modo y que no pararon de hacerle preguntas acerca de cómo era de bonita la capital en donde ella  vivía, la capital que ellos nunca habían visto, la gran capital rusa. Al finalizar el paseo Nadya y Nikolay, separados del grupo, no pararon de hablar el uno con el otro. El flechazo mantuvo a la pequeña casi una semana entera sin poder dormir, pensando solamente en Nikolay. 

  

4

  Diecisiete años después…

Nadya observaba atentamente el ataúd que poco a poco se iba introduciendo en el oscuro agujero, sujetado tan solo por dos gruesas cuerdas, mientras las lágrimas le resbalaban por su suave mejilla cayendo al suelo.  La temperatura era demasiado fresca para estar a  finales del  verano y  Nadya, cubierta por una larga chaqueta de lana gris y protegida por finos guantes de pelo de marta, abrazaba a su abuela, quien mantenía una sobria mirada sobre la caja de madera en su lento descender hacia el interior de la  tierra.

Prácticamente todos los vecinos del pueblo se habían reunido aquella fría mañana en el entierro de Sergei. Los rostros de la gente estaban tristes y apesadumbrados; incluso en algunos de ellos se apreciaba el miedo, disimulado por el vaho emitido en sus temerosas conversaciones. Sergei había aparecido degollado por el filo de una hoz, detrás de unos matorrales, cuando regresaba de visitar a su amigo Marcelo desde la isla de Oljón. Aunque todo parecía indicar que había sido un intento de robo, ninguna pertenencia suya había sido substraída y la policía local barajaba la posibilidad de un cruel asesinato. Además, la última persona que podía haberle visto con vida ese día, su amigo Marcelo, había desaparecido misteriosamente. La policía le había puesto en busca y captura, como presunto autor de la muerte, ya que sus huellas habían sido encontradas en el objeto agresor que habían dejado tirado en el escenario del crimen y en las propias ropas del anciano.

 En los últimos años Nadya no había fallado nunca a la hora de  visitar a sus abuelos en verano, pero este último no se había sentido con ganas de hacerlo. Su relación con Nikolay había terminado  después de largos años de noviazgo y no quería encontrarse con él, así que dedicó sus días de vacaciones en recorrer el Mediterráneo procurando olvidarle. Justo ese verano se acababa de licenciar en Oceanografía y Biología Marina; y a su abuelo le hubiera gustado celebrarlo con ella. Este sentimiento la hizo llorar amargamente.

Durante unos instantes, mientras recibía los pésames,  Nadya recorrió la multitud con la mirada deseando no encontrarse con Nikolay, aunque su corazón aún le echaba de menos. Respiró aliviada al ver que no se encontraba entre los presentes; ni tampoco su hermano Yuri, a quien si echó de menos.

Seguramente Yuri no habría podido acercarse al entierro desde la isla. Desde que ocurrió el fatal accidente que le postró en una silla de ruedas, Yuri apenas salía de la isla, y la relación con el fallecido, sin lugar a dudas, no era tan intensa como para que se molestara en aparecer. Además Yuri, quien siempre había estado enamorado de ella, dejó de mantener una relación tan amistosa con la familia desde el momento en que Nadya eligió a su hermano como novio.  La depresión sufrida por su rechazo, sumado al hecho de tener que permanecer en silla de ruedas el resto de su vida, hizo que acabará siendo  mucho más huidizo y misántropo de lo que ya era. A todo esto unió a su carácter un sentimiento de rencor hacia el mundo que le convirtió en una persona amargada y hostil. Nadya sentía mucha pena por el hermano gemelo de su  ex novio.

La tarde estaba fría, grisácea y plomiza. El cielo estaba  totalmente cubierto de nubes y Nadya tenía un horrible dolor de cabeza, por lo que se puso su abrigo de invierno y sus guantes, tomó dos aspirinas, y salió a pasear hasta el lago para poner en orden sus pensamientos e intentar sosegar sus sentimientos, no sin antes haber cogido de la cocina, de forma automática, un mendrugo de pan  duro y habérselo metido en el bolsillo del gabán.

Durante más de una hora esperó pacientemente la llegada de los patos sentada en el viejo banco en el que su abuelo había grabado su nombre con una navaja cuando era pequeña, pero estos no acudieron. El frío empezaba a ser intenso y una repentina corriente de aire helado hizo que se arropara con las solapas del abrigo hasta taparse la boca. Las migas de pan descansaban sobre su regazo esperando la aparición de  los ánades, pero estos seguían sin llegar.  Tan solo el chillido estridente de las gaviotas rompía el  maravilloso silencio.

 El lago ofrecía un extraordinario color plateado, como si un orfebre lo hubiera pulido toda la noche dejándolo limpio y lustroso. Frío, limpio y lustroso. La quietud de las aguas hacía que la superficie se asemejara a una brillante bandeja de plata. Al final del lago, donde la vista se perdía, la plata se fundía en una deslumbrante luz blanca. 

Los recuerdos de las numerosas tardes junto a Sergei en ese mismo asiento y las innumerables conversaciones mantenidas con él durante años comenzaron a aflorar en su mente desordenadamente. Nadya recordó el día en que su abuelo le dijo que los patos eran animales muy inteligentes, y sonrió al pensar que debían de serlo al estar a resguardo del intenso frío que hacía, mientras que ella no debía de serlo tanto al estar allí sentada congelándose. 

Sergei había sido su mejor amigo. Él fue quien le aconsejó que estudiara lo que verdaderamente le gustara. Que aprendiera lo que en el futuro se convirtiera en su modo de vida. A Nadya siempre le venía a la mente las palabras de su abuelo cuando ella le hizo saber que quería estudiar la vida en los océanos.  “Querida niña – le dijo pausadamente, un valiente marinero cuyo nombre se recordará de por vida por su grandioso descubrimiento, Cristóbal Colón, dijo en cierta ocasión: < Encuentra  la felicidad en tu trabajo o nunca serás feliz >. Y a esto yo le añado < ama tus ilusiones y ama tu trabajo Nadya, porque si respetas la importancia de tu trabajo, este te devolverá, probablemente, algún día el favor>”. 

Nadya recordaba  como Sergei la bendijo cuando encontró el amor con Nikolay, al que él siempre llamaba el ‘loco rubio pillastre’; y recordaba cómo le apoyó cuando su relación terminó con él.  Ella todavía se maldecía por haberle presentado a  su amiga Natasha en Moscú. Natasha; su fiel amiga del colegio y la universidad; su fiel amiga que sabía todo de ella; su fiel amiga para quien no tenía secretos; su fiel amiga que acabó liándose con su novio. El bueno de Nikolay se dejó seducir por los encantos de una hermosa joven que siempre conseguía lo que quería, y que cambiaba de amantes como quien se cambia de ropa interior. Nadya no estaba segura si algún día podría perdonar a Natasha, pero lo que si tenía claro es que nunca perdonaría a Nikolay.

 De repente la conexión entre Sergei y su ex novio le vino a la mente. Y si su abuelo se hubiera encontrado con Nikolay, o si hubiera ido a buscarle para reparar el dolor que el joven había causado en ella, enfrentándose con él, y este le hubiera matado. ¿Nikolay un asesino? No, no podía ser. Eso era del todo inimaginable. Nikolay no era un asesino. Un gilipollas sí, pero no un asesino. Nadya lanzó con furia todas las migas de pan al interior del lago y estas quedaron flotando en las plateadas aguas del Baikal.

El impresionante UAZ Patriott Class se detuvo a escasos metros de Nadya, quien continuó su paseo sin recalar en él. La puerta del coche se abrió y una densa humareda escapó de su interior. Una figura bajita y rechoncha bajó del coche envuelto en la espesa nube de humo y se dirigió despacio hacia ella.

–  ¡Buenas tardes! ¿La señorita Lébedeva? 

–  Si – contestó Nadya mirando extrañada aquél descuidado individuo. ¿Quién es usted?

–  ¡Perdone la manera de presentarme señorita! Me llamo Vladimir Volkov. Soy inspector de policía y estoy investigando el asesinato de su abuelo – dijo secamente aspirando una enorme calada a su puro habano con la mirada fija en ella. 

Vladimir Volkov  no era precisamente un tipo simpático. La reputación que había adquirido en las diferentes comisarías por las que había pasado era la de una persona altamente cualificada para ejercer su profesión, un verdadero perro de presa que había resuelto decenas de homicidios considerados casi imposibles, aunque su arisca manera de ser, su manifiesta  inconexión hacia sus compañeros y, sobretodo, su habitual abandono en el terreno personal, conseguía que nunca cayera bien, lo cual a él poco o nada le importaba.  Aun con esto, cada vez que aparecía un caso difícil de resolver los comisarios no dudaban en poner el asunto en sus manos, confiando en su constatada reputación.

Vladimir vestía con ropa desgastada, pasada de moda y poco elegante. Siempre lucía un sombrero de ala corta que se compró en los Estados Unidos, cuando tuvo que trasladarse un año entero siguiendo la pista de un narco ruso  a quien por fin detuvo en Pensilvania.  El sombrero estaba tan sucio que incluso su color negro apenas disimulaba sus grandes manchas de sudor. Vladimir sufría hiperhidrosis. Sus manos y su cabeza sudaban constantemente. Además fumaba como un carretero unos puros habanos que, alardeando, decía que le traían expresamente de Cuba y que dejaban en él un olor a tabaco insoportable. No era extraño que nadie quisiera trabajar con él y que cambiara constantemente de comisarías y de compañeros. Quizás por eso en los últimos años siempre trabajaba solo, dejándose acompañar únicamente por un  precioso husky siberiano que había comprado, Yako,  a quien no parecía importarle su forma de ser ni de vestir, y con quien no tenía que hablar.

 

–  ¿Reconoce esto? – indicó el inspector sacando dos pequeñas piezas de ajedrez del bolsillo de su chaqueta.

  Nadya examinó las piezas de ajedrez. Un vistoso caballo montado por un caballero templario y una torre románica Lombarda que rápidamente reconoció por la singular característica de estar ambos tallados a mano. Unas piezas únicas que ella había tenido en sus manos mil veces en las incontables partidas que su abuelo y Marcelo habían jugado en su presencia.

–  Creo que si – dijo Nadya.  Aunque…

–  Aunque… — repitió Vladimir

–  Aunque no podría decirle. Las piezas creo que pertenecen al ajedrez que usaba mi abuelo en sus partidas con Marcelo. Pero las piezas que yo recuerdo eran de alabastro;  y estas son de oro ¿verdad?

–  Sí, cierto. No es oro de gran calidad, pero es oro –argumentó el inspector.

–  Entonces puedo asegurarle que no las conozco. ¿De dónde las ha sacado? – preguntó Nadya.

  – Estas piezas aparecieron en uno de los bolsillos del pantalón de su abuelo cuando encontramos su cadáver – respondió Vladimir.  También encontramos unas monedas antiguas, igualmente de oro, las cuales hemos mandado examinar para obtener los quilates exactos de su aleación. ¿Sabría decirme porqué su abuelo disponía de estos objetos?

–  No tengo ni idea – dijo Nadya asombrada. Que yo sepa mi abuelo no tenía objetos de oro, y mucho menos un ajedrez. Es muy extraño.

  El inspector frunció el ceño, arrancándole a Nadya las piezas de su mano. Yako ladró dos veces y comenzó a husmear las piernas de la joven. Vladimir agarró a Yako por el collar tirando de él hacia sí.

–  Si no le importa, señorita  Lébedeva, le agradecería que me permitiera presentarme mañana en su casa para hablar con la mujer del fallecido y con usted.

–  No hay inconveniente inspector. ¿Pero, sabe ya algo de sus investigaciones? – preguntó Nadya intrigada.

–  De acuerdo, señorita. Mañana, después de comer, me pasaré por su casa – dijo dando media vuelta en dirección al coche, que había dejado de expulsar humo, sin responder a su pregunta.  Por cierto – preguntó dando media vuelta hacia ella otra vez. ¿Por casualidad no conocerá a alguien que use unas grandes botas militares? Digamos que un 46 de pie.

–  No – respondió Nadya tímidamente.

–  Bien, entonces hasta mañana señorita.

–  ¡Adiós! – dijo Nadya viendo como Vladimir encaminaba sus pasos hacia el Patriott seguido por Yako, quien correteaba en círculos con la mirada puesta en ella.

Nadya tiritaba mientras se encaminaba hacia su casa y un sudor frío comenzó a impregnar sus blancas sienes.  No podía dejar de pensar en la última pregunta del inspector. Por supuesto que conocía a alguien que usara botas militares con un pie tan grande. Su ex novio era un fanático de la ropa militar desde pequeño; pantalones de faena, camisetas, gorras, y botas militares. Y Nikolay tenía un pie enorme. Pero, ¿por qué habría preguntado  el inspector por ese detalle? , ¿Tendría algo que ver con la investigación?  Nadya comenzó a barajar la posibilidad de que su abuelo y Nikolay se hubieran encontrado. Comenzó a dar vida a un encuentro molesto y un fatal desenlace; y comenzó a temblar de preocupación.

La teoría del encuentro entre su abuelo y su ex novio cobraba sentido con la pregunta formulada por el inspector, pero ella se negaba a admitir que dicho encuentro se hubiera producido en realidad.  Nadya sabía que encontraría a Nikolay en la isla; y sabía que necesitaba hablar con él para poner fin a la angustia y a las dudas que comenzaban a agobiarla, pero su ruptura con él estaba demasiado reciente y no tenía ninguna gana de volverle a ver, al menos de momento.

Cuando horas más tarde llegó a su casa Nadya relató a su abuela el encuentro con el inspector Vladimir, pero no hizo ningún comentario sobre las extrañas piezas de ajedrez encontradas en poder de su abuelo, ni mucho menos sobre la curiosa pregunta que le había hecho el inspector sobre las botas militares. Nadya sabía que su abuela estaba sufriendo mucho y no quería que esta empezara a conjeturar sobre posibles encuentros desafortunados con su ex novio.  Nadya estaba convencida que la investigación del inspector llevaría a descubrir al asesino de su abuelo, fuese quien fuese.

Durante la noche la joven no pudo dormir pensando en lo ocurrido y decidió ir al día siguiente a la isla para investigar por ella misma.

A Nadya el faro le seguía pareciendo igual de enorme que la primera vez que lo vio con seis años. De pie, junto a la valla del jardín, apreció como la parcela  presentaba ahora un estado lamentable, sucio y abandonado.  Las esculturas ya no brillaban como antaño, los árboles estaban descuidados, y en el césped se distinguían muchas calvas. Nadya atravesó el jardín y se encontró la puerta de la vivienda precintada por la policía por una gran cinta amarilla; aún así  llamó al timbre a sabiendas que allí no habría nadie. Como era de esperar no obtuvo respuesta a su llamada. De repente recordó una noche en que salió a pasear, años atrás, junto a su abuelo y a Marcelo; y recordó cómo a la vuelta este se dirigió a la escultura de los dos delfines antes de entrar en la casa. Instintivamente se dirigió hacia dicha escultura y comenzó a palparla y a rebuscar por la zona. Antes de que se diera cuenta se vio sorprendida al encontrar una llave en el resquicio de una de las cuencas de los ojos de uno de los delfines. < Puedo entrar en la casa > — pensó. Nadya se dirigió de nuevo hacia la puerta con la extraña sensación de sentirse observada. Comenzó a caminar despacio y al momento giró sobre sí misma bruscamente. Junto a la portezuela del jardín distinguió a  Nikolay observándola en silencio. 

    1 de Noviembre de 1549

 (Monasterio de Montecasino, al sur del Lacio)

  El padre Paolo regresó a su celda, tras las oraciones de Laúdes y su paso por el refectorio, pensando que ese día cumplía cincuenta años y que no había nada en el mundo más gratificante para él que poder servir a Dios y ayudar a los niños pobres. Rápidamente se encaminó hacia la cocina, como todos los viernes, para hacer acopio de las sobras del desayuno antes de que los monjes novicios las recogieran y así poder guardarlas en la talega que usaba para transportar las hierbas que necesitaba comprar para la botica del Monasterio. Al padre prior no le hacía mucha gracia que se sacara comida del Monasterio para distribuirla entre los pobres; de hecho lo tenía prohibido. Era más partidario de que se almacenara, ya que los artistas y artesanos que el Monasterio protegía necesitaban estar bien alimentados. Pero Paolo pensaba que también los niños pobres del pueblo de Cassino eran hijos de Dios y necesitaban comer, aunque no hubieran sido bendecidos por el Señor con la gracia y el don de los artistas. 

 

  Mahmoud ben al-Hassan o Paolo, como todos le llamaban tras haber abrazado de joven el cristianismo en el Líbano, su tierra natal,  salió deprisa por la puerta oeste del Monasterio con la talega llena de panes, manzanas, y trozos de queso blando, descendiendo la inclinada colina que le separaba de la población de Cassino. La nieve le llegaba casi hasta la rodilla dificultando su marcha. Cuando llegó al llano se detuvo, como de costumbre,  y dirigió su mirada hacia la cima de la colina en la que se encontraba su hogar desde hacía tres décadas, dando gracias al Señor por seguir en pie después de incontables vicisitudes a lo largo de algo más de un siglo. Sin duda alguna aquel lugar era mágico para él y poseía una naturaleza divina. Lo era por ser el lugar elegido por el fundador de la regla de San Benito, Benito de Nursia,  para edificar su  primer Monasterio; y lo era mucho antes por ser el lugar elegido por los primeros romanos como culto de adoración al Dios Apolo. Paolo se inclinó, hizo la señal de la cruz en su frente, rezó una plegaria  y continuó su camino.

El Padre Jacobus pertenecía a la Orden de los Franciscanos Descalzos y regentaba el hospicio de San Miguel dedicado a los niños huérfanos en el pueblo de Cassino, junto con cuatro hermanos más de su misma orden. Prácticamente ellos solos se encargaban de la manutención y el desarrollo espiritual y humano de los pequeños que eran abandonados por sus padres, habían quedado huérfanos, o eran vástagos repudiados. En el hospicio no había nunca menos de una veintena de pequeñas bocas que alimentar, y el huerto aledaño que  los monjes disponían y los pocos animales que poseían  apenas daban lo suficiente para su manutención. Al no depender del Monasterio de Montecasino siempre aceptaban de buen grado cualquier tipo de donación viniera de donde viniera, incluso las sobras provenientes del propio Monasterio traídas a escondidas por su buen amigo Paolo. 

–  ¡Dios te salve, Paolo! , eres un buen cristiano – dijo Jacobus descargando la talega llena de comida sobre la mesa de la cocina. El invierno va a ser muy duro. Esta noche ha muerto de madrugada la pequeña Acalia. Tendrías que haberla visto llena de llagas y pústulas por todo su pequeño cuerpecito. Solo tenía seis años. ¡Que Dios la acoja en su seno!

–  ¡Amén! – asintió Paolo

–  Estoy muy preocupado. Dos niños más han empezado, como ella, con calenturas y vómitos. Las sangrías no han servido de nada. ¿Qué puedo hacer Paolo? – preguntó el franciscano.

–  Sepáralos del resto Jacobus. Debes habilitar una estancia separada de los demás niños para evitar los contagios. Aún no sabes que es lo que lo provoca – dijo Paolo sin dudar. Corren tiempos muy malos y temo que esto pueda ser una epidemia. Incluso en el Monasterio se habla que el Santo Padre está a punto de morir.

–  Lo siento por sus amados aristas. ¿Qué será ahora de ese Miguel Ángel amigo suyo? – comentó Jacobus sarcásticamente.

–  No alimentes tu odio ni tu malestar Jacobus – replicó Paolo

–  ¡No alimento nada! , ni tan siquiera puedo alimentar a estos pobres desgraciados que se han quedado solos – gritó enojado. Yo soy franciscano Paolo. El Señor no predicó salvar tesoros ni riquezas, acuérdate de los mercaderes del templo. El Señor predicó salvar almas. Y la salvación de las almas pasa por alimentar y salvar a estos pobres niños de su desgracia. Yo soy un buen cristiano Paolo. No lo olvides. – argumentó mirando duramente a su amigo.

–  ¡Lo sé! – afirmó el libanés.  Sé que has dedicado toda tu vida a la salvación y a la protección de los más indefensos. Y sé que lo has hecho amando  tu trabajo y amando a Dios sin pedir nada a cambio.  Yo no me parezco a ti Jacobus. Yo siento que estoy predestinado a hacer algo grande que glorifique a Nuestro Señor. Hoy he cumplido cincuenta años, de los que treinta he estado encerrado en la botica del Monasterio. Otros monjes pueden hacer mi trabajo y seguramente lo harán mejor que yo. Yo necesito investigar Jacobus. Quiero acabar con las enfermedades, el hambre y los males del cuerpo.

–  Bonito pensamiento amigo mío – rió el franciscano. Y qué piensas hacer, ¿hacerte físico? ¿Vas a investigar a los artistas que acogéis?  — volvió a reír jactándose.

–  Me voy a marchar amigo – dijo Paolo con seriedad.  En los últimos años me escribo con un buen amigo médico. Bueno – dijo mirando hacia el suelo. Él murió hace ya ocho años, pero he seguido en contacto con un hermano monje benedictino que trabajo muchos años con él y ha seguido desarrollando su trabajo.

–  ¡Un monje benedictino!  — comentó el franciscano desinteresadamente. ¡Por el amor de Dios! 

–  Sí Jacobus. Se llama Ricardus y se encuentra en la Abadía de San Pedro, en Salzburgo. Es un hombre muy inteligente que aprendió todo de su  maestro, Theophrastus Paracelso.

–  No he oído hablar de él. ¿Cuándo piensas marchar?

–   Antes de la Natividad, querido amigo. Antes de la Natividad.

–  ¿Tan pronto? – preguntó el franciscano apoyando su mano sobre el hombro de su amigo.

–  Esa es mi idea. El tiempo corre demasiado deprisa, hermano. Incluso para un árabe como yo – bromeó.

El hermano Salvattore entró sudoroso y preocupado en la cocina anunciando que otros tres muchachos habían comenzado a vomitar y tenían terribles dolores de espalda. Paolo y Jacobus acudieron enseguida a ver a los niños. Los vómitos eran del color de la bilis y unas ronchas moradas habían aparecido en la cara y en los brazos de los muchachos. Jacobus dijo a Salvattore que se los llevara a la sala en la que se encontraban  los otros dos muchachos y se llevó a Paolo a una esquina para hablar a solas con él.

–  Paolo, Dios me está poniendo a prueba – dijo con seriedad. Seguramente por mis pecados – continuó hablando. Paolo tengo que pedirte un favor.

–  Lo que sea hermano. Sabes que haría cualquier cosa por ti.

–  En tu viaje… – balbuceó. En tu viaje… – repitió. Quiero que te lleves contigo al pequeño Marcelo – dijo al fin.

–  ¿Marcelo? El niño que dicen que es familia de los Farnese, como nuestro Santo Padre.

–  Ni se te ocurra mentar ese apellido en mi presencia – bramó el franciscano con irritación. Marcelo no pertenece a esa escoria. Marcelo es un ángel Paolo, un pequeño ángel sin protección de tan solo cuatro años. No quiero que muera Paolo. No podría soportarlo. Sueño que me llama por la noche con  su débil voz y cuando voy a su jergón su pequeño cuerpo está lleno de pústulas por las que corren cientos de gusanos rojos como la sangre.

–  Pero aquí hay muchos niños Jacobus. Llevas décadas con niños pobres. Debes estar acostumbrado a ver morir a muchos de ellos. Debes haber visto de todo. ¿Qué tiene este muchacho de especial para ti? 

–  Marcelo es mi hijo – dijo llorando.

 

 6

El desorden no era indicativo de nada. La casa de Marcelo siempre estaba desordenada, pero el polvo acumulado en los muebles y algunas pequeñas telarañas que colgaban de los telescopios y del quicio de la puerta indicaban que aquello estaba deshabitado desde hacía, al menos, varias semanas atrás. 

  Nadya se acercó a la mesa donde su abuelo jugaba al ajedrez con Marcelo. Había una partida empezada sobre el tablero y las figuras negras estaban mucho mejor posicionadas que las blancas. Sin duda, en pocos movimientos, se harían con el  control del juego y con el triunfo final. Nadya reconoció las piezas y comenzó a contarlas. Alfiles, peones, torres, caballos, reyes, reinas. Uno de los caballos y una torre, del equipo blanco, faltaban del juego; pero tampoco estaban fuera del tablero, donde residían sobre la mesa el resto de trebejos que habían sido eliminados. Nadya estaba convencida que los dos trebejos que le había enseñado el inspector pertenecían a ese ajedrez. No había ninguno igual en el mundo entero. Las figuras estaban hechas a mano y la temática de las tallas hacía referencia a  la Tercera Cruzada en Tierra Santa. El equipo blanco correspondía a los cruzados cristianos, mientras que el equipo negro correspondía a los guerreros de Saladino, defensores del Islam. Aunque los trebejos que le había enseñado el inspector eran de oro, ella estaba segura que pertenecían a ese mismo ajedrez.

–  ¿Ocurre algo? – preguntó Nikolay acercándose cautelosamente hacia Nadya.  Este lugar parece estar abandonado desde hace tiempo. Es extraño que el viejo < como llamaba Nikolay a Marcelo >  haya desaparecido sin decir nada.

  Nadya no contestó. Todavía le costaba mantener una conversación amable y cordial con Nikolay. Para ella, ya era bastante incómodo el haber coincidido con él en la isla, tener que saludarle y compartir su imprevisto allanamiento de morada;  aunque Nadya sabía que le necesitaba, ya que ella no se hubiera atrevido de ningún modo a entrar sola en el faro.

  Durante varios minutos permanecieron en silencio. La tensión acumulada entre ambos se podía cortar con un cuchillo. Ambos evitaban cruzar sus miradas. Hacía ya tres meses que la pareja había cortado su relación y a Nadya le hubiera gustado descargar su desazón enfrentándose a Nikolay abiertamente, cara a cara, diciéndole todo lo que pensaba de él  y de su querida amiga Natasha. Sin embargo, algo extraño se percibía en la habitación que mantenía concentrada su atención; al igual que le ocurría a Nikolay. 

 

  Aparentemente todo estaba desordenado y abandonado, pero curiosamente dentro del desorden había cierta organización.  Los ventanales que daban al lago no estaban tan sucios como los demás. Era como si alguien se encargara de limpiarlos. Nadya repasó la habitación palmo a palmo y descubrió otro detalle que le hizo pensar. Mientras los sillones acumulaban polvo, una de las sillas estaba limpia. Nadya comenzó a dudar si  el propio Marcelo no se estaría escondiendo, aparentando estar desaparecido, y sin embargo volviera  al faro de vez en cuando.

–  ¿Hace cuánto tiempo que no ves a Marcelo? – preguntó Nadya de improviso.

–  Desde que murió tu abuelo – respondió Nikolay sin dudar. 

–  Y ¿a mi abuelo? ¿Cuándo le viste por última vez?

–  A tu abuelo le vi por la mañana el mismo día en que apareció muerto. El viejo me llamó para que viniera a verle y tu abuelo se estaba despidiendo de él en el jardín. Apenas me saludó con un gesto, parecía tener prisa. Al día siguiente me enteré de la trágica noticia.

–  ¿Notaste algo extraño? – preguntó Nadya

–  No, salvo que Marcelo me despidió precipitadamente hasta el día siguiente sin decirme por qué me había llamado. Me dijo que  tenía cosas importantes que hacer – respondió Nikolay.

–  ¿Te enfrentaste a mi abuelo, Nikolay? – preguntó Nadya ansiosa por obtener una respuesta sobre las dudas que asomaban en su mente.

–  No me enfrenté a tu abuelo Nadya. ¿Qué quieres insinuar? ¿Por quién me tomas? – objetó Nikolay agraviado. La última vez que vi a Sergei fue despidiéndose de Marcelo aquella mañana; y además, nos saludamos cordialmente, aunque él parecía preocupado. Después ocurrieron las cosas tal y como te las he contado. Marcelo me despidió hasta el día siguiente. Creo que, ahora que lo pienso, él también  parecía preocupado.

–  ¿Preocupado?

–  Bueno, sí. Lo cierto es que también pudiera ser que estuviera más cansado de lo habitual. No sabría decirlo con exactitud.

–  ¿No llevas hoy tus botas militares? – siguió preguntando Nadya como si de un interrogatorio se tratara.

–  ¡Por el amor de Dios! – respondió Nikolay extrañado ¿A qué viene esa pregunta tan estúpida?

–  Tú respóndeme – insistió Nadya

–  Creo que las he perdido, hace días que no las veo. No sé si estarán en casa de…

–  Natasha – dijo Nadya adelantándose a Nikolay

–  Si – respondió Nikolay en voz baja

Las siguientes dos semanas Nadya permaneció junto a su abuela. Los esfuerzos de Anastasia, la madre de Nadya, para que su madre abandonara el pueblo y se marchara a Moscú con la familia fueron infructuosos.

   Aleksandra no era una mujer de ciudad. Su vida pertenecía a su pueblo y no quiso abandonar su hogar ni tampoco separarse del recuerdo de su recién fallecido esposo. Esto no supuso más que un pequeño disgusto para Anastasia que se pasó enseguida, ya que a la vista de todos estaba que Aleksandra era una mujer muy fuerte pese a su avanzada edad. Su cabeza funcionaba extraordinariamente bien y no necesitaba ningún tipo de ayuda en los quehaceres diarios. Ella podía desenvolverse sola perfectamente. Aún con eso, Nadya se quedó con ella para que sobrellevara lo único que le podría vencer; la soledad.

  La visita del inspector no arrojó ninguna luz sobre la investigación que se  estaba llevando a cabo. Al menos esa fue la sensación que ambas mujeres sacaron después de la entrevista con Vladimir. Todas las pruebas eran demasiado evidentes para la inculpación de Marcelo. La hoz que había seccionado la yugular de Sergei tenía las huellas de su amigo, y este había desaparecido de la isla al día siguiente del asesinato. Pero Vladimir no estaba convencido de que todo fuera tan fácil  y, además, algunas piezas no encajaban en el rompecabezas.

   Para empezar no había signos de que hubiera habido ninguna disputa o pelea, y esto favorecía la idea de que ambos se conocían, pero según los médicos forenses el asesino debía ser más alto y más fuerte que Sergei, ya que la trayectoria de la herida era ascendente y muy profunda; y Marcelo no cumplía estos requisitos. Las enormes huellas de unas botas militares en torno al cadáver daban a  entender la presencia de alguien  que si parecía ser lo bastante alto. El hecho de que no hubiera habido sustracción alguna de ninguna pertenencia de la victima inducía a pensar que el robo no era el móvil, y que el asesinato había sido cometido a sangre fría. Vladimir descartaba el ataque por sorpresa, y se inclinaba a pensar que la victima conocía al asesino. También estaban los dos trebejos de oro que se encontraron en los pantalones del cadáver, junto con unas monedas de oro. El inspector no era capaz de encuadrarlos en el puzzle, pero estaba seguro que eran importantes. A Vladimir le encantaban los casos difíciles, y este parecía serlo, desde luego. El inspector comenzaría en breve los interrogatorios a la gente del pueblo.

  Nadya pasó la primera semana de Octubre junto a su abuela acompañándola y recordando todos los veranos que había pasado con ellos. En su cabeza no cabía, de ninguna manera, la idea de que Marcelo hubiera asesinado a su abuelo. De todos los recuerdos que tenía de los dos amigos juntos, y eran muchísimos, tan solo pudo encontrar uno en que ambos se hubieran enfadado, y no era por ninguna derrota en el tablero, ya que ambos eran excelentes jugadores de ajedrez y alternaban sus victorias y derrotas con deportividad. Nadya recordó el día en que su abuelo la quiso llevar al interior del lago a pescar. Marcelo revivió su tragedia familiar y se negó en redondo a que fuera una barca suya la que se prestara al paseo. Marcelo refunfuñó, protestó, vociferó y pidió una y otra vez que no salieran, pero Sergei no le hizo caso y acabó enfadándose con él. Tardaron más de un mes en reconciliarse. A partir de ahí, todos los años Sergei y su nieta siempre encontraban algún día para salir a pescar en barca al lago. Y nunca se lo decían a Marcelo que, aún sabiéndolo, siempre se hacía el despistado.

  Aleksandra era de la misma opinión que su nieta. Durante toda la semana apenas habló, pero cuando Nadya le preguntaba por Marcelo ella aseguraba que él nunca podría hacer daño a ningún miembro de la familia. Ella decía que él era parte de la familia. No entendía su ausencia y estaba preocupada por ello, incluso llegó a comentar si el propio Marcelo estaría muerto también. A medida que pasaron los días su preocupación se fue tornando en ansiedad. Necesitaba encontrarle, necesitaba hablar con él, decía que era muy importante que le encontrara y pidió a Nadya que se encargara de ello. Nadya volvió a la isla un par de veces más. En cierta ocasión no pudo entrar a investigar, ya que el inspector Vladimir y media docena de policías más inspeccionaban los jardines y el interior del faro, y ella no quiso dejarse ver, aunque los ladridos de Yako, que reconoció su olor, casi la delatan.

 La segunda ocasión en que Nadya entró en el faro encontró el mismo desorden y tuvo la misma sensación de que alguien había estado allí no hacía mucho. Algunos objetos habían cambiado de lugar, aunque ella supuso que habría sido la policía en sus anteriores visitas.

Todas las piezas del ajedrez estaban listas para empezar una nueva partida, salvo los dos trebejos que habían sido encontrados entre las ropas de su abuelo y un alfil negro, el cual Nadya buscó por toda la habitación sin encontrarlo. Cuando Nadya se marchó y depositó la llave en el ojo hueco del delfín, encontró huellas recientes de unas grandes botas militares en el barro. Nadya se asustó, pero allí no había nadie. 

El día que visitó por última vez el faro coincidió con Yuri, el hermano gemelo de Nikolay, en el ferry de vuelta de la isla. Hacía más de dos años que no le veía y ambos conversaron sobre la desgracia ocurrida. Nadya apenas pudo obtener información sobre Marcelo. Yuri reconoció que hacía tiempo que se había distanciado del viejo por sus excesivas manías, aunque ella era consciente que era el propio Yuri quien se había distanciado de la gente desde hacía mucho tiempo, desde su accidente. Yuri también estaba al tanto de la ruptura sentimental  de Nadya y su hermano; y reconoció que Nikolay estaba muy extraño últimamente. Le dijo que su nueva novia de ciudad no le caía bien. Para Yuri aquella muchacha era una persona egoísta y tremendamente ambiciosa, un verdadero peligro para Nikolay que no estaba a la altura de sus caprichos. Yuri no tuvo que insistir mucho más en el tema para ganarse la complicidad de Nadya.

  Al llegar al muelle, finalizada la travesía, Nadya ayudó a empujar la silla de ruedas de Yuri para desembarcar. Él le contó que también viajaba a Moscú, en el transiberiano, a recoger su título universitario a distancia que había obtenido en la Cátedra de Farmacia. Nadya se alegró muchísimo por su reciente titulación, y le habló de la suya propia en Oceanografía. Tras unos cafés y unos tragos de vodka para celebrarlo, Nadya se despidió de Yuri acompañándole a la estación de tren. De regreso a su casa se puso a pensar en qué hubiera ocurrido si hubiera elegido a Yuri, en vez de a Nikolay, como novio en su adolescencia.  La respuesta fue fácil. Aunque ambos hermanos eran exactamente iguales físicamente nada tenían que ver el uno con el otro. 

 

    4 de Octubre de 1582

   (Abadía de San Pedro, Salzburgo)

  Marcelo se encontraba sentado en la parte oeste del claustro de la Abadía leyendo por segunda vez una copia de  la bula, ‘Inter gravísimas’, que su Santidad, Gregorio XIII, había expedido meses antes  para intentar ajustar el desfase horario del actual calendario Juliano. Dicha bula transmitía la idea que Christopher Clavius, un prestigioso matemático jesuita alemán que trabajaba para el Pontificado, había confeccionado sobre un nuevo calendario que arreglaría el desfase solar existente con el calendario actual.  Según el jesuita, el año Juliano tenía once minutos y catorce segundos más que el año solar, con lo que la diferencia horaria desde su implantación por Julio Cesar hasta el día de hoy era de diez días.  El equinoccio de primavera no empezaba el 21 de Marzo sino el día 31, y los campesinos que se regían por las fiestas religiosas y adecuaban el inicio de  sus labores agrícolas a dichas festividades comenzaban a tener un serio problema debido al desfase.

  La bula papal daba con la solución. A partir del año en curso los años bisiestos añadirían un día más, el 29 de febrero como de costumbre, salvo los que fueran principio de siglo que no se pudieran dividir por cuatrocientos.  Además, los diez días acumulados y desfasados erróneamente respecto al año solar deberían desaparecer. Y hoy era el día que había elegido el Sumo Pontífice para su corrección. Marcelo sabía que hoy era jueves 4 de Octubre. Miró hacia el cielo y pensó que al día siguiente, viernes, se despertaría siendo 15 de Octubre.

Fray  Ricardus se acercó a Marcelo con paso firme, pese a su lentitud. La cara del anciano monje denotaba cansancio y tristeza. Sus pequeños ojos azules apenas se distinguían escondidos entre las arrugas que los rodeaban y las abultadas bolsas que colgaban por debajo de los párpados.

El monje llevaba la espalda encorvada debido a la infinidad de horas de estudio que había pasado sobre su escritorio y el hábito, que escondía su delgado cuerpo, se arrastraba holgado por el suelo del claustro.

 

–  ¡Salve Marcelo! – dijo el anciano.

–  ¡Salve Fray Ricardus! – contestó Marcelo.

–  El tiempo es inexorable, hijo mío. Da lo mismo como lo cuenten o como lo dividan, su paso siempre es el mismo. ‘Tempus fugit’ – dijo sonriendo.

–  Maese Clavius es un gran matemático Padre, pero un pésimo jornalero. Esta noche, mientras los labriegos duerman, perderán  un tercio del jornal del mes. Ellos cobran su jornal por día trabajado. No creo que les haga ninguna gracia perder diez días de golpe. Habrá protestas.

–  Tu padre está muy enfermo – dijo el anciano haciendo caso omiso a su comentario y cambiando radicalmente de tema. Quiero que hables con él. Su tiempo se está acabando y sé que su deseo es morir a bien con Dios. Paolo necesita hablar contigo y contarte una historia Marcelo.

–  ¿Tan grave está, Fray Ricardus?

–  No creo que sobreviva a la noche – aseguró el anciano. Y a mí tampoco me queda mucho tiempo. Marcelo, van a cumplirse treinta y dos años desde que apareciste en la Abadía una fría mañana y alegraste todas nuestras vidas, hijo mío. Te has ordenado con nosotros y has vivido en el camino correcto. Has trabajado y has aprendido todo lo que mi maestro, Paracelso, me enseñó; y has mejorado los conocimientos que teníamos sobre la transmutación de los metales. Has encontrado la ‘lapis philosophorum’ Marcelo. Sabes que el conocimiento puro es inmortal. Debes continuar el  trabajo alquímico, pero fuera de la Abadía.

–  Pero, ¿Por qué no podemos usar el nuevo elixir con mi padre? ¿Por qué he de marcharme de aquí? – preguntó Marcelo angustiado dejando caer al suelo el pergamino que sostenía sobre sus rodillas.

–   Las piedras de la Abadía escuchan – dijo el anciano disminuyendo su tono de voz. No soy yo quien debe dar respuesta a tu primera pregunta. Cuando hables con tu padre lo comprenderás.  En cuanto a tu marcha Marcelo – dijo disminuyendo el tono aún más y mirando de reojo a su alrededor–. Nuestro trabajo ha llegado a oídos del Sumo Pontífice. No me preguntes cómo la información ha podido llegar extramuros, pero el Seminario de Viena anda al acecho.  Además la Reina de Francia, Catalina de Médicis, está obsesionada con la inmortalidad de su alma; debe sentirse culpable por tantas vidas inocentes arrebatadas en la matanza de San Bartolomé. El caso es que el trabajo de Paracelso ha llegado también a sus oídos.  Ambos frentes ansían engordar sus podridas arcas con más oro y ambos ansían perdurar en este mundo pecaminoso el mayor tiempo posible. Tienes que marcharte y esconderte Marcelo, y debes continuar tus estudios de alquimia en un lugar que solamente tu padre y yo conocemos. Pero antes, necesitas hablar con él.

Marcelo describía a su padre la belleza del campo otoñal que se podía apreciar a través de la pequeña ventana de su celda. Los ojos del libanés hacía tiempo que habían perdido la visión, y solamente la reconfortante voz de Marcelo suplía esta deficiencia con eficacia.  Paolo estaba a punto de  cumplir ochenta y tres años y llegaba al final de su existencia. Postrado en su lecho, ciego y muy enfermo, Paolo era un esqueleto envuelto en pellejo. Su piel aceitunada había perdido el color tostado que siempre le había diferenciado de los demás hermanos de la congregación, palideciendo hasta casi transparentarse. 

  Esforzándose en emplear las pocas energías que le quedaban para hablar, Paolo relató a Marcelo la historia de su nacimiento y de su procedencia. Le dijo quien era su verdadero padre, el hermano franciscano Jacobus,  y cómo este murió al año siguiente de marcharse ambos de Montecasino  victima de la viruela, junto con todos sus hermanos franciscanos y todos los niños del hospicio de San Miguel. La cruel enfermedad estaba sesgando, en la última mitad del siglo,  más vidas que la mayor de las  guerras. Lo peor era que tanto sufrimiento poco parecía importar a los más poderosos.

  Paolo pidió un último deseo a Marcelo. A su muerte deseaba ser quemado, y sus cenizas debían esparcirse en su país de origen, en el Monasterio maronita  de Mar Elisha, en el valle  Qadisha, donde abrazó el cristianismo con veinte años de edad.  Paolo le habló de aquél lugar del Mediterráneo como el más hermoso del mundo. Le dijo que allí se ubicaba el bosque de los cedros de Dios. Y allí era donde Marcelo debía continuar su trabajo.

Paolo entregó a Marcelo dos cartas que debían ayudarle en su nueva andadura. Una iba dirigida al Patriarca maronita Sarkis Rizzi de Bkoufa, en la que le pedía la aprobación de un joven médico dominico bajo su protección.  La segunda carta iba dirigida al Padre Prior del Monasterio de Montecasino. Una carta que redactó el hermano Ricardus notificando la muerte de Paolo y la del propio Marcelo víctimas de la viruela; con la clara intención de que la pista del joven, y por tanto la de su trabajo de médico alquimista, se perdiera definitivamente para la Iglesia Católica.

  La noche en que Gregorio XIII cambió la manera de medir el tiempo Paolo expiró su último aliento acompañado de su amigo Ricardus y de quien siempre sintió como a su hijo. Semanas después el joven Marcelo abandonó la Abadía de San Pedro rumbo a Oriente. En su talega portaba las cenizas de Mahmoud ben al-Hassan, el que fuera por siempre su padre, y las cartas que había recibido de este, junto a importantes manuscritos que contenían un compendio de  formulas secretas y anotaciones sobre sus estudios.  Entre los manuscritos Fray Ricardus había  escondido una tercera carta dirigida única y exclusivamente al propio Marcelo, redactada por su padre, con la esperanza de que la leyera una vez estuviera en el Líbano, en el valle  Qadisha. Fray Ricardus sabía que cuando Marcelo encontrara la carta él ya habría partido también a reunirse con Dios.   

  Una vez que Marcelo, bajo identidad falsa,  hubo entregado la carta que el monje le había dado para el prior de Montecasino anunciándole, entre otras cosas, su propia muerte, se dirigió a Sicilia, donde pronto embarcó en una nave que comerciaba con especias rumbo al Líbano. Allí encontró, unos días después, la tercera carta que Fray Ricardus había escondido entre sus notas.

  

22 de Diciembre de 1582

    (Monasterio de Mar Elisha, Líbano)

 

  Querido Marcelo, lee con atención estas letras porque en ellas encontraras una opción de vida, o una opción de muerte. No es mi intención atentar contra los designios de Dios. Él creó el mundo a su imagen y semejanza y Él nos pone a prueba, nos da la vida y nos la arrebata. El ciclo de todas las cosas y todos los seres que Él ha creado es inamovible. Nacimiento, desarrollo y muerte. Así es, y así debe de ser. Aunque por su Gracia las cosas también cambien en ciertas ocasiones. El mejor ejemplo fue  su hijo Jesús que murió en la cruz  y  tres días después resucitó.

  La ciencia también es obra de Dios, y no una herejía del diablo como algunos quieren hacernos creer. Los misterios de la ciencia son la prueba que Dios nos ha impuesto para llegar hasta Él. Cada nuevo descubrimiento, cada nueva fórmula, cada nueva pócima que salve vidas, cada ungüento que sirva para curar a nuestros hermanos nos acerca a la Gracia de Nuestro Señor. La ciencia está en su naturaleza divina y en la nuestra por ser hijos suyos. La ciencia es cambio de igual modo. La ciencia es obra de Nuestro Señor.

  Tú eres un hombre libre Marcelo, y estás libre de pecado también. Tu juventud y tus conocimientos han de servir para mejorar el mundo y acercarnos más a Dios. Esta  ha de ser tu misión en la vida, sin tiempo, sin prisa, hasta que decidas que otro espíritu libre y noble ocupe tu lugar y continúe tu trabajo.

La ‘lapis philosophorum’ está en tu poder y has de saber manejarla y protegerla. Sobre todo resguardarla de las aves de rapiña que el Señor ha creado también y que vuelan en su nombre arrasando con todo. Desconfía de esa gente y trabaja con espíritus nobles y libres. Guárdate de mostrar tus conocimientos hasta que llegue el día en que estos puedan salir a la luz.

  Sé que lo que te pido es difícil y tremendamente sacrificado. La opción de vivir eternamente no debe ser fácil, ni cómodo. Habrás de  cambiar de lugar, de gente, de familia, de país. Siempre y por siempre hasta que decidas encontrar a alguien que te sustituya. Has de encontrar el sentido que tiene en nuestras vidas  poder elegir entre vivir, o poder elegir entre morir.

  Yo no soy el más indicado para este encargo, ni tengo las  fuerzas necesarias para emprender dicho cometido. Además, Dios me espera hace tiempo para juzgar mis pecados. Suerte mi querido hijo. Ama del mismo modo que quienes te han amado. Yo lo intenté a mi manera, como un padre, pero tu verdadero padre sacrificó el amor que sentía por ti confiándome tu cuidado y salvándote de una muerte segura. ¿Qué mayor prueba de amor puede existir? No te pediría nada si no te amara ni confiara, como te amo y como confío en ti. ‘’Tempus fugit’’ Marcelo. Hazte amigo del tiempo, de la verdad y del bien,  y con tus conocimientos consigue que en el futuro la humanidad comprenda mejor a Nuestro Señor.

¡Dios te salve, hijo mío!

  Mahmoud ben al-Hassan

 

   8

  Marcelo siempre tenía presente los conocimientos que había adquirido en Salzburgo de su maestro Fray Ricardus, quien además de instruirle en los principios de la alquimia y en la idea de que la experimentación era más importante que el razonamiento, le había hecho ver la verdadera esencia de la medicina y la relación de esta con Dios. Marcelo había estudiado a la gran mayoría de los predecesores de Paracelso; hombres ilustres, filósofos, teólogos y científicos de siglos anteriores como Empédocles de Agrigento, Aristóteles, el fraile franciscano Roger Bacon y Nicolás Framel, entre otros muchos. Básicamente la experiencia demostraba, a lo largo de siglos, que el oro era un metal incorruptible e inmutable, cuya característica principal era que no se oxidaba como los demás metales. Si se alteraban adecuadamente los procesos  químicos para transmutar un metal, como por ejemplo un trozo de plomo, en un nuevo metal perfecto e inmortal, como el oro, también se podría alterar  el cuerpo humano y conseguir la inmortalidad. Dios no estaba en contra de eso, Él nos había dado las claves en su resurrección. Marcelo se repetía una y otra vez la frase que su maestro le había obligado a memorizar, perteneciente al fraile franciscano Roger Bacon. << El elixir de la vida, esa medicina que eliminará todas las impurezas y corrupciones de los metales menores y que eliminará también  la corruptibilidad del cuerpo de la vida humana, para que esta pueda ser prolongada durante muchos siglos en beneficio del perfeccionamiento del alma en su búsqueda hacia Dios >>

 Desgraciadamente Marcelo sabía que muchas personas no tenían ideales tan altos de humanidad y que más bien se guiaban por avaricia y egoísmo, persiguiendo a los anteriores sabios incluso hasta su muerte. El propio Marcelo vivía tremendamente asustado por ello. Desde que el Papa Juan XXII, casi tres siglos antes, publicara un edicto contra la alquimia conocido como ‘’Spondet quas non exhibent’’, los maestros alquimistas habían sido investigados e incluso perseguidos; aunque el propio Pontífice, hipócritamente,  se vanagloriara de haber fabricado doscientas barras de oro de un quintal, plasmándolo en su obra ‘Ars Transmutatoria’.  La guerra estaba abierta entre los defensores exclusivos de  la fe y los que compaginaban esta con la razón. 

Un sol abrasador castigaba el mediodía del equinoccio de verano de tal manera que todos los monjes maronitas tuvieron que recluirse tras el almuerzo en sus respectivas celdas. La arena del desierto ardía tanto que parecía un blanco espejo al que era mejor no mirar por miedo a quemarse los ojos y la piel de quien lo intentara. Los pocos valientes que se atrevían a caminar bajo el astro iban envueltos hasta la cabeza en sus largas  túnicas fabricadas de pelo de camello y fibras vegetales. Los fuegos que ardían vivamente en el laboratorio del Monasterio, y que servían para calentar el agua regia que Marcelo necesitaba en sus experimentos, provocaban que el monje se sintiera ese día como si estuviera trabajando en el mismísimo infierno.

Marcelo distribuyó por la mesa las bases químicas del maestro Paracelso para su nuevo experimento. La sal, el azufre y el mercurio estaban preparados para utilizarse en cuanto el agua regia llegara a su punto máximo de ebullición. El fuego que calentaba el líquido corrosivo ardía de forma lenta y continuada, ya que cualquier alteración de calor supondría empezar el experimento de nuevo. 

  En otra mesa descansaban trozos más o menos grandes de cobre, hierro y bronce. La corrosividad inherente del agua regia disolvería el cobre y los otros metales. Un preparado de vitriolo de Marte, un sulfato férrico de color amarillo compuesto de hierro, azufre y oxigeno, descansaba en un recipiente para  pigmentar los trozos de metal en cuanto la corrosión hubiera llegado a su fin. 

  Los hermanos maronitas que convivían con él apenas entendían su trabajo ni preguntaban nunca por lo que él hacía. Solamente Yihad, el monje más joven del monasterio, le ayudaba en sus labores como aprendiz.

Al crepúsculo el agua regia había alcanzado el punto máximo de ebullición y Marcelo comenzó su experimento. La hora de la cena había pasado sin que el monje recalara en ello, ya que su concentración era máxima y no sentía apetito alguno. Yihad entró en el laboratorio con un mensaje para su maestro.

–  Maestro – dijo el joven aprendiz. Un monje dominico que ha hecho un largo viaje trae un mensaje de la Abadía de San Pedro para vos.

–  ¿De San Pedro? – contestó Marcelo ¿Qué aspecto tiene? – preguntó al tiempo que alargaba la mano para recoger el papiro que le entregaba Yihad.

–  Viste con los hábitos dominicos, maestro. Es un hombre joven, corpulento y parco en palabras. Tan solo ha dicho que traía este mensaje del padre Ricardus para el monje alquimista.

El mensaje revelaba que el mensajero era Otto Primus. Marcelo debía acompañar al monje dominico de regreso a la Abadía de San Pedro lo antes posible, ya que el propio padre Ricardus había conseguido hacer un gran descubrimiento, cuyo contenido no le podía explicar por miedo a que cayera en manos extrañas. El mensaje era escueto y no mencionaba nada más.

  – Yihad, acompaña al monje dominico al refectorio para que pueda comer algo después de tan largo viaje y habilítale una celda para que descanse. Mañana le recibiré y hablaré con él – dijo Marcelo volviendo a concentrarse en su trabajo. 

  – Así se hará Maestro – asintió el aprendiz.

 

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