¿Nunca te has preguntado a cuántas personas conoces?… ¿Cuántas?, ¿veinte?, ¿cuarenta?… Si incluyeras a aquellos con los que te cruzas casi a diario en el ascensor, en el kiosco de prensa, al subir al autobús, o en el súper más cercano, ¿cuántas serían entonces? ¿Cien? ¿Doscientas?… En la ciudad de Madrid viven más de seis millones de personas ¡Seis millones! Seis millones de desconocidos que igual que tú, sueñan, se levantan, viajan en metro o autobús, atoran las vías con sus automóviles, pasean, trabajan, compran, comen, beben, duermen… Estos seis millones de anónimos madrileños viven apretados en veintiún distritos municipales, cada distrito es un puzle de barrios diferentes, cada barrio un enorme laberinto de calles. En este inmenso puzle urbano de veintiuna piezas hay una cuya silueta parece la cabeza de un elefante con la trompa levantada hacia arriba, el distrito Arganzuela, y dentro de él, en una zona que podía ser la oreja del paquidermo, se levanta el barrio Atocha. Un trozo de este barrio, repleto de viviendas humildes, de aceras sucias y tristes, privado de zonas verdes pero sembrado de escombreras, donde los niños juegan sucios en las calles y los perros sin amo aun consiguen sobrevivir, está a punto de ser sepultado por las obras de un ambicioso proyecto arquitectónico: el Plan de Reordenación Urbana APR 02.06. En los bocetos de los informes técnicos municipales se dibujaron modernos edificios de diecisiete plantas donde solo había una vieja imprenta y las naves abandonadas de los almacenes AGISA, se trazaron modernas oficinas de fachadas acristaladas donde permanecían cerrados un taller mecánico de umbral rojiblanco y una apolillada tienda de ultramarinos, se trazó un pasillo ferroviario para las líneas de alta velocidad que precisaba cruzar los patios y los tendederos de los residentes más veteranos, y se parcelaron más de cien mil metros cuadrados de suelo que quedarían disponibles para uso industrial cuando los bloques de viviendas que molestaban quedaran reducidos a escombros. Esta batalla comenzó el siete de enero del año dos mil dos con la firma definitiva del proyecto, diez años después ciento sesenta y una familias habían sido desalojadas de sus legítimos hogares, manzanas enteras de viviendas habían sido arrasadas, se habían demolido empresas y pequeños negocios, y la máquina del progreso continuaba sin piedad arrancando árboles, sepultando patios y pequeños jardines, y ocultando caminos tan antiguos como la raza humana.<?xml:namespace prefix = o ns = «urn:schemas-microsoft-com:office:office» />

            En lo que fue la calle Alamedilla, borrada ya en los callejeros actuales, hay un ruinoso y solitario edificio gris de cuatro viviendas repartidas en dos plantas con un único superviviente en su interior. El edificio resiste en pie en el centro de un extenso campo de batalla donde todo ha sido ya arrasado por las tropas constructoras. En la barriada todo es amarillo, del color que había traído el otoño con sus máquinas de demolición. Es de noche y en una de las pocas ventanas que no habían sido tapiadas con ladrillos se puede ver la triste silueta de un hombre anciano recortada en la penumbra del interior de la vivienda. La luz de las obras ilumina su rostro, inmóvil y cansado; solo sus labios se mueven, lentos, y también cansados:

 

– No sé cómo nos apañaremos este invierno; el último hizo tanto frío que hasta los pájaros se caían muertos de los árboles, ¿te acuerdas?… Sí, será crudo. ¿Te has fijado?  -pregunta mirando lentamente a su alrededor-  Apenas nos quedan muebles, y éstos del salón están enteros porque no creo que prendan en la estufa. ¡Bueno!, aun podemos mirar por la ventana… ¿para qué más?, ¿para qué queremos una persiana si ya no hay farolas? ¿Y cortinas? ¿Quién necesita cortinas? Así podemos mirar la calle. Siempre hay algo que mirar, aunque la calle esté solitaria, allí al fondo, por el trocito de autopista, nunca dejan de pasar coches, siempre, sea la hora que sea. Coches y más coches. Incluso de madrugada. No puedes contar hasta cinco sin que antes pase un maldito coche. Parece mentira la cantidad de gente que tiene que pasar por allí. Cuando nos vinimos a vivir a este barrio solo había gatos y todos esos modernos edificios eran un descampado donde jugábamos entre las montañas de escombros cuando éramos chavales ¿Sabes? Cobrábamos peaje a todo el que nos dejaba delante del edificio su basura echándoles tachuelas del taller de los Perea para pincharles las ruedas, o les tirábamos piedras a las lunas escondidos entre los montoncitos de desperdicios que iban creciendo a la par que nosotros. Los que éramos del barrio no teníamos esos problemas, casi ninguno de nuestros padres tenía coche, y muchos, ni siquiera padre. Sí, parece que fue ayer y han pasado tantos años… Las madres viudas sacaban sus sillas al sol de la tarde, vestidas de negro, con los últimos hijos que dejaron sus difuntos agarrando toda la mierda que se esparramaba por el descampado. ¡Niño! ¡Niña! ¡No te metas eso en la boca! Eran los gritos de aquellas tardes tan lejanas… Una de ellas. La Juana. ¿Te acuerdas? ¡Vaya! Perdona. Olvidaba que tú aún no habías nacido… La Juana, como te decía, era la más odiada por todos. Nos pinchaba la pelota si nos poníamos a jugar junto a su pared. Decía que la molestábamos. Nosotros, cuando tendía las sábanas en las cuerdas que iban del enorme poste de la compañía de luz al triste madero de la telefónica se las embarrábamos a propósito salpicando los charcos con nuestra pelota. ¡Mira! ¡Allí!… Entonces aun tenía cables.

– Pobre. Ahora la entiendo. A mí me molestan los cañonazos de esas máquinas que están acabando con todo. Si pudiera, yo también les pincharía las ruedas. Pero… ¿te has fijado? No tienen ruedas. Son como tanques. ¡¿Has visto, Rufo?! ¡Nos han enviado al ejército!

 

            El perro se sube al alfeizar de la ventana con una agilidad admirable y contempla las máquinas excavadoras devastando un grupo de árboles de abatidas ramas que él tenía marcados con sus meadas. Es un perro sin raza, de piel canela, con pelaje grueso y corto no apropiado para el frío, sus patitas son escuálidas y muy breves, todo su cuerpo apenas levanta dos palmos del poyete. Su carita es como la de un cachorro de mono, con hocico de mofletes oscuros y ocho pelos largos pinchados en ellos, más abajo, dos puntitas curvadas de marfil asoman entre sus mandíbulas. Sus ojos son dos canicas azabaches que sin parpadear miran tristes a su amo.

Él, con la mirada fija en la distancia, recuerda la tristeza de los que partieron; sus llantos, son los chorretes de inmundicia que ensucian ahora las viejas fachadas. Los ojos del viejo van repasándolo todo, lo que queda en pie y lo que falta, las escasas ventanas que se conservan intactas y las personas que le saludaban tras ellas; las chimeneas negras en las azoteas y los olores del barrio. En un breve silencio escucha los timbres en el calor de las viviendas apuntando con los ojos apretados hacia los olvidados pulsadores de los portales, los ecos de las madres llamando a los muchachos que hacían rebotar una pelota contra los viejos muros desconchados… sintiendo una espeluznante tristeza al contemplar tanto abandono, mirando y recordando, recordando y pensando, qué día mereció aquel castigo, qué fue tan imperdonable…, mientras esa pelota suena como un gastado reloj de péndulo dentro de su cabeza.

 

Alrededor de la casa la contienda obrera había establecido una organización estratégica, creando varias zonas diferenciadas y funcionales. En la zona este, junto a las vías de tren que unen la estación de Atocha con la de Méndez Álvaro, hay una amplia extensión de terreno allanado donde permanecen acampados los barracones portátiles de los obreros. Tienen ventanas herméticas, aire acondicionado, calefacción y ducha; muchas más comodidades que la casa del viejo. Más adelante se apila el armamento pesado: vigas de hierro, de ferralla, planchas de mallazo, zapatas de hormigón… En el centro, la zona está bombardeada por oscuros agujeros que ahora parecen fosas esperando sus respectivos féretros, pero que en breve serán los nuevos cimientos del imparable progreso. Al oeste duermen aparcados varios camiones en fila con sus volquetes vacíos; el Viejo piensa que están allí esperando su derrota, preparados para remolcar los últimos restos de su vida. También hay varias hormigoneras, máquinas excavadoras y enormes tráileres con grupos electrógenos.

Todo el perímetro está vallado con paneles de acero entramado que se sostienen encajados en los agujeros de unas bases de hormigón; parecen zapatos grises, como si la valla tuviera pies y esperara órdenes para echar a andar y ensanchar sus dominios. Cuando la valla llega a las proximidades de la casa da un rodeo para esquivarla y regresa por su anterior trayectoria para continuar delimitando su territorio. Viendo su trazado se diría que es la casa la invasora pero lleva ahí desde mucho antes que colocaran el orgulloso cartel anunciando el proyecto urbanístico, incluso desde mucho antes que nacieran los obreros y los padres de los padres de los obreros que lo colocaron.

Más allá, al otro lado de la valla, en los últimos restos de lo que fue su barrio, los balcones cuelgan de los edificios que quedan por derribar como hojas caducas esperando el otoño. Entre sus oxidados barrotes pueden verse macetas mustias y jaulas vacías que los gorriones en libertad miran con añoranza desde las moreras más cercanas, aquellas que por la suerte de escasos metros habían quedado fuera del rin trazado con estacas y cordeles, y más tarde, cercado con alambres.

El Viejo continúa frente a la ventana, su rebeca de lana marrón y sus pantalones verdes de pana tienen el mismo color marchito en sus codos y sus rodillas. Es alto, delgado, de ancho tórax y hombros vencidos; su espesa cabellera blanca está peinada hacia un lado y va tornándose gris al unirse con la barba y el bigote a través de unas firmes patillas. Una pronunciada nariz romana divide su mirada, penetrante, pequeña, de ojos hundidos y claros, y en las arrugas que confluyen en las comisuras de sus párpados se aprecia cómo la vida, durante mucho tiempo, frunció su carácter para enfrentarse a ella. Cuando piensa, cuando duda, o cuando está triste, su boca desaparece entre los cabellos más grises de la barba, y las arrugas de antes se cierran como las varillas de un paraguas. La serenidad todavía reina en su semblante y su melancolía sabe que la vejez le sorprendió en esa misma ventana, por donde entró la nieve que un año cubrió sus espesas cejas, la barba y los cabellos que envuelven su formidable cráneo. Todo es gris y blanco en él, y viejo, tan viejo, que mirarle es como mirar una foto en blanco y negro.

Con sus ojos enrojecidos y los iris en gris claro el Viejo contempla las gigantescas grúas enemigas que agarran, acarrean y sueltan toneladas de armamento para el abastecimiento de las tropas invasoras. Desde donde él las mira parecen tan frágiles que bastaría un leve impulso con uno de sus dedos para derribarlas, pero puede ver en los puntales de sus mástiles ondear una banderita de victoria que al Viejo se le antoja como la más cruel provocación.

-¡¿Es que no van a respetar nada?! -grita al cristal que vibra con los temblores de las máquinas, vibra tanto, que parece que va a romperse, como el del dormitorio, donde el Viejo ya los sustituyó por unos cartones gruesos. Mira los últimos edificios vacíos que acorralan su ruedo de sangre y arena y se vuelve hacia el perro.

– Estamos solos, Rufo. Solos. Todos se fueron… Pero no podrán con nosotros.

El perro se envalentona, mueve el rabo y ladra un par de veces a los cristales.

_____

 

 

El supermercado tiene un enorme cartel amarillo rotulado con grandes letras rojas donde puede leerse: Gasta Menos. Las puertas son de cristal y se abren con cortesía al paso de los carritos. El que está en la puerta es un joven delgado con mala pinta, ropas sucias y rotas, pelo largo y desaliñado, y ojos de no recordar nada del día anterior. Su destartalada dentadura es lo que más espanta a sus clientes pero él siempre sonríe extendiendo su mano cuando alguien pasa a su lado.

– Unas moneditas, por favor.

            El mundo le ignora… pero no le duele. Se mira en el escaparate del supermercado por si ya sus huesos se hubieran convertido en un fantasma y sonríe a la única cajera que no esquiva su mirada. A veces, cuando no pasa nadie, canta, y en los momentos más tristes, en los más aburridos, silba la musiquilla que entonaban los enanitos de Blancanieves cuando iban a trabajar a la mina del bosque: Ay-Jo…, Ay-Jo…; el único recuerdo feliz que guarda de su infancia. Felices eran esos momentos que su madre y él compartían cada noche, felices cuando ella se sentaba a su lado en la cama y sus manos acariciaban sus cabellos antes que crecieran y le dieran el aspecto de un salvaje, felices cuando su suave voz matizaba cada uno de los enanitos del cuento y toda su atención era de su absoluta exclusividad. Aquellos sí que eran momentos mágicos, se olvidaban los chichones y los cardenales del día, se difuminaban los sucios olores del barrio, se apagaban los coches y los sonidos terrenales, y el mundo se reducía a un castillo, una cabaña y una mina oculta en una montaña. Mientras leía casi de memoria aquellas páginas de atrayentes dibujos él sentía que su mirada frenaba el giro orbital de la tierra, la trayectoria de todos los planetas del universo, y los de todos los universos.

En cambio ahora… Ahora solo recuerda la ternura de su cuerpo, su calor, raras veces su olor, apenas su rostro, desfigurado con la erosión del tiempo… pero puede escuchar perfectamente las voces alcoholizadas de su padre por las escaleras del portal, cuando el libro se cerraba apresuradamente y el mundo volvía a girar más deprisa que antes; regresaban los olores a alcohol y a cocina de bar y aquel enanito tenía que taparse con la almohada para no escuchar los golpes, los insultos y los muelles de una cama cuyos chirridos tapaban los gemidos de su madre. Había una vez una malvada reina que vivía en un castillo, así empezaba siempre su relato, y siempre era interrumpida por los ultrajes de él; a veces iban los enanitos cantando de la mina a la cabaña cuando su padre regresaba con la manzana envenenada que su madre cenaba cada noche; otras, la misma tormenta que anticipaba la presencia de la bruja sonaba en el salón con el primer portazo de él; y la noche que más tardó en volver, Ángel lloró al saber que Blancanieves moría envenenada. Después, murió también su madre y aquellos enanitos, aquella bruja, aquel espejito mágico fueron enterrados para siempre. Demasiado pronto.

Un niño de diez años apenas tiene más obligaciones que ir a la escuela y jugar con sus amigos, y al volver a casa tendrá su plato de comida en la mesa y sus juguetes esperándole en el dormitorio; sus padres le compraran la ropa necesaria y le llevarán al médico cuando sea preciso. Un niño de diez años no tiene que preocuparse de donde saldrá el dinero para comer al día siguiente, o al otro; en cambio, a esa edad, Ángel salía a la calle día tras día para alimentar a su padre alcohólico y poder llevarse él también algo a la boca. Creció pidiendo o robando comida en las cocinas de los restaurantes o en los camiones que traían la fruta y el pescado a las naves de Mercamadrid, y con solo dieciséis años, junto a los mayores que seguían los pasos de sus respectivos padres alcohólicos y drogadictos, descubrió que en las calles de su barrio lo único que fiaban era heroína; que además de quitar el hambre hacía olvidar la triste realidad de su triste vida.

            Ahora ese niño tiene veintisiete años pero el aspecto de su envoltura supera su edad. Si un zorro recorriera la estepa de su rostro calmaría su sed con miedo en los charcos negros y tristes que forman sus ojos; se cobijaría de la noche en su nariz, recta y afilada, contemplando, desde aquellas oscuras guaridas los estrechos y pequeños labios, suficientemente pálidos para confundirse con el resto de la piel. Esos labios resecos esconden la inmundicia del proscrito, la basura podrida en los dientes que mordieron la escoria, la misma que acabó taladrando las venas de sus brazos hasta hacer de él un viejo, un enfermo alimentado únicamente de suero, un diabético que arrastra donde va su jeringuilla de insulina. Nuestro zorro cruza las vaguadas de sus mejillas y nota la dureza del terreno, los forzosos ayunos han erosionado ese rostro; cruza la estepa y se camufla en su pelo, donde se pierde su rastro. Y no cabe pensar en otro animal pues la cabellera de Ángel es como la melena de un zorro, salvaje y abundante, castaña y morena, que a veces cae inclinada sobre sus espesas cejas negras y otras retrocede descubriendo la huesuda y cadavérica frente. Los cabellos más largos llegan a tocar los hombros de una cazadora de cuero negro, tan roída como sus pantalones vaqueros, con un desteñido ying yang en la espalda hecho con desatinado pulso. En ese cuerpo, moldeado por el hambre y la heroína, asoma un pudor de ángel, en su sonrisa, la barbarie de un demonio, pero los hoyuelos de sus pómulos aun parecen esperar ese beso de buenas noches que siempre quedaba pendiente tras cerrar el libro de los cuentos…, y es que la vida obligó a este pobre corderito a vestirse con piel de lobo.

Aquella tarde no se había dado mal, Ángel había sacado lo suficiente para comprar una litrona de cerveza fría, una lata de fabada y media barra de pan; y en las zigzagueantes trayectorias que obligaban recorrer las alargadas filas de estantes pudo devorar un par de Panteras rosas sin que ningún empleado le pillara.

            Su cuerpo enjuto y algo curvado hacia delante camina despacio por la ciudad, los huesos de sus manos sujetan la bolsa de plástico que contiene su sueldo. Al cruzar una ancha avenida las aceras enlosadas, los bancos de madera, e incluso las farolas, desaparecen de su camino, las obras invaden toda la barriada y sus pies empiezan a hundirse en el barro de una senda que corre entre la tierra arrancada y amontonada por las máquinas. Está anocheciendo y los poderosos brazos de las excavadoras siguen venciendo el pulso a las raíces de la tierra. Ángel puede ver luz en la ventana del viejo, la única encendida en la desolada fachada. Cruza los adoquines que marcan el nuevo trazado de aceras y calles y llega al portal. No hay luz en las escaleras pero Ángel sube con confianza.

– ¡Viejo! ¡¿Has cenado hoy?!

La puerta está entornada.

– ¡Vamos, Viejo!, ¡enciende el infernillo! ¡Hoy cenarás como un rey!

            El Viejo no contesta, le mira y le sonríe con una mueca cariñosa y dolorosa al mismo tiempo. El joven va dejando sobre la mesilla del salón la botella y la lata, y Rufo, que desde el suelo no pierde detalle, empieza a relamerse al ver las apetitosas judías de la etiqueta.

– Estas son del Litoral. De muerte, Viejo. Las mejores.

            Abre la cerveza y pega un largo trago.

– También traje pan.

– ¿Te quedarás hoy a cenar conmigo?

            Caminan juntos entre las grietas del pasillo en penumbras, la luz va borrando sombras en sus rostros con cada paso que avanzan. En la cocina los fogones están tapados con un trozo de madera, donde descansa un viejo infernillo azul de gas. Al mismo nivel empieza la ventana sin cortinas ni persiana, cuyos cristales recuerdan irremediablemente el bombardeo que sufre el barrio. Al lado izquierdo, sobre los viejos azulejos blancos que mueren a un metro del techo, cuelga un calentador de gas butano con su corazoncito azulado encendido. Alguien activa el interruptor de la pared, el fluorescente del techo parpadea un par de veces y se queda a medio encender, no necesitan más luz, el Viejo gira el grifo y éste se queja con un prolongado chirrido que recorre las cansadas tuberías, como el silbato de un tren perdiéndose en un túnel. Se quedan en silencio, escuchando como aquel prolongado gemido atraviesa las paredes, se aleja, y se extingue más allá de sus dominios, en las viviendas vacías, donde duermen los vagones que esperan ser remolcados de nuevo algún día. El Viejo rellena de agua turbia el fondo de un cazo ennegrecido y lo coloca sobre la llama azul que ha encendido el joven con su mechero. Ángel está abriendo la lata sin separarse de su litro de cerveza.

– Aquí hay para los dos  -dice el Viejo mirando la lata abierta que le llega a sus fuertes y arrugadas manos- ¿Te quedarás?  -le pregunta sumergiéndola en el agua del cazo.

– Ya cené, Viejo.

– ¡Quién lo diría! Cada día te quedan menos huesos. Y tienes menos carnes que un galgo  -los reflejos de las llamas colorean de azul sus córneas  -¿Cuándo dejarás de meterte mierda?

– Ya Viejo, ya. Lo sé. Sé lo que vas a contarme, me lo has repetido miles de veces  -bebe otro trago y se limpia con la manga de su cuero-   ¡Venga, Viejo! Ya sabes que es lo único que me tranquiliza.

– Eso mismo decía tu padre, y mira… ya sabes cómo acabó.

– ¿Y qué si acabo como él? Yo no tengo mujer ni hijos. Si la palmo, estaré solo. Nadie podrá reprocharme nunca nada. Como tú, Viejo. Estamos solos. ¿A quién le importa si me pincho? ¿A quién le importa si has comido hoy? Estamos solos, Viejo. Nos dejaron solos.

            En el salón vibran los cristales con el zumbido del generador que los obreros instalaron junto a su fachada. La bombilla del techo está apagada pero por la ventana entra el hiriente resplandor que escupen las torretas de focos. La tierra vallada parece una gigantesca cama de hospital sobre la que va a realizarse una importante operación quirúrgica, allí donde afanosamente apuntan las luces de las máquinas los obreros extirpan la tierra para extraer al nuevo engendro que paso a paso irá creciendo por encima de la ciudad.

            Mientras se estremece el suelo y los cristales el Viejo y Ángel comen la fabada bañados por la dramática y amarillenta luz de los focos, sus sombras se prolongan desde la mesa hasta la pared, donde las cucharas son también palas excavadoras acarreando las mismas piedras de la obra. Después de cenar en el escaso silencio que permitía la arrolladora civilización Ángel saca de su bolsillo una pelota de papel plata y la desenrolla cuidadosamente, reparte unas colillas con el Viejo y empieza a liarse un cigarrillo.

– Esto es vida, Viejo  -dice soplando el humo que pasa de gris a azul según va cruzando las franjas de sombra y luz- Buena comida y buen tabaco.

            El Viejo termina de liarse el suyo y lo guarda tras su oreja.

– Y luz gratis.

– Es la luna, Viejo. Desde que tiraron el barrio se ve la luna. Antes no se veía.

            Se miran, y en ese momento suena una sirena, las voces y las carcajadas de los obreros llegan hasta la misma pared del salón, como si estuvieran cruzando el pasillo. Cuando Ángel consume su última calada el zumbido se atenúa y el salón se queda a oscuras, después, sin despedirse ni decir nada, desaparece en la oscuridad de la vivienda. El Viejo mete la mano en el bolsillo de su rebeca y saca un transistor. La carcasa de plástico, que un día fue azul, está estrangulada por cintas de celofán amarillentas, da tantas vueltas a su alrededor que el aparato parece una momia. Un dedo, gordo y arrugado, con la uña aplastada contra la carne, gira una de las dos ruedecitas. Suenan ruidos de otros mundos y el viejo siente en su mano el poder de todo el universo. Se levanta, se acerca a los cristales y con la rueda va sintonizando las voces que desde la noche vuelan hasta su ventana: mundos futuristas de música electrónica, debates sobre estrellas de fútbol, voces extranjeras, cítaras con laudes árabes,… su mirada perdida en el cielo, sus labios hablando con su alma, su dedo temblando y gobernando el timón de su viaje espacial hasta reconocer la voz que busca, una voz dulce y tranquila de mujer, bálsamo de bienvenida para su triste y solitario corazón… y entonces sus ojos bajan del cielo a la tierra.

 

“-Sí, buenas noches…

– Buenas noches viajero de la noche ¿me escuchas?

– Buenas noches, Paloma.

– ¿Con quién hablo?

– Soy Aries.

– Hola Aries, ¿desde dónde nos llamas?

– Desde Barcelona. Estoy en casa, acabo de llegar del trabajo.

– ¿A qué te dedicas, Aries?

– Soy… no sé si puedo tutearla, Paloma.

– Por favor.

– Te oigo todas las noches, tenía muchas ganas de hablar contigo.

– Muchas gracias amigo Aries, dinos, ¿a qué te dedicas?

– Soy policía. Policía de tráfico. Y no me siento bien con mi trabajo.

– ¿Quieres hablarnos de eso?

– Sí.

– ¿Qué quieres contarnos? ¿Cuáles son los principales problemas a los que se enfrenta un guardia de tráfico cada día?

– ¿Problemas? Ni te imaginas, Paloma. Me han llegado a decir de todo. Que ojalá me pusieran a mí tantas multas como las que llevo puestas, que por qué no me voy al cementerio a poner multas a mi madre, y muchas cosas más que mejor no cuento. Muchas noches no logro dormir. No puedo evitar pensar que soy una especie de ogro, que sería mejor que no me levantara de la cama, que muchos iban a agradecer que por un día este mierda de policía no pusiera multas. Discuto con la gente. Hay tantos que me desean el mal…

– ¿Crees que serías más feliz si tuvieras otro trabajo?

– No sé. Creo que sí.

– Pero un guardia de tráfico es importante. Nos salvan de atascos, velan por la seguridad de las carreteras, protegen a los peatones.

– Ojalá todos pensaran así. A mí me han llegado a amenazar.

– ¿Te han amenazado por ejercer tu trabajo?

– Hace dos días alguien pintó mi coche con espray.

– ¿Te pintaron el coche?

– Me pintaron: CERDO. En letras grandes. Y tuve que llevar a mi hija así al colegio.

– ¿Te pintaron “cerdo” en el coche?

– Para ella fue una humillación. Me dijo que se avergonzaba de mí… Mi propia hija”.

 

            El transistor ha pasado de la rebeca al alfeizar de la ventana. El Viejo agarra el cigarro apuntalado tras su oreja, saca una caja de mixtos de su bolsillo y lo enciende.Las máquinas descansan esparramadas sobre el terreno, ahora parecen inofensivas, como los juguetes que un niño ha dejado olvidados en el parque junto a las montañas de arena con las que jugaba.

 

            “… resulta muy triste que una llamada acabe así, en llanto. Un beso muy fuerte amigo Aries, y gracias por llamarnos, seguro que alguien puede darte ánimos esta noche. Puedes ser tú, que nos escuchas desde tu dormitorio, o tú, que formas parte de esta familia que trabaja durante la magia de la noche. Las líneas están abiertas para todos vosotros. Nueve uno cuatro, siete veintiséis, siete veintiséis… llámame. O puedes sumarte a esta enorme comunidad de “chatines” y “chatinas” conectándote al chat de nuestra página, tres uves dobles, punto, radio universal punto com. O puedes “tutearnos” en, el baúl, guión bajo, erre, u, ene. O hacer como nuestra querida amiga sukas806, que nos mandó un correo electrónico a el baúl, arroba, erre, u, ene, punto com. Un correo que os voy a leer mientras suena este Claro de Luna de Beethoven.

Dice así:

Cuando se acuesta el hombre de campo, el labrador, el campesino, ha dejado su semilla en la tierra de labor, sus frutos en sus despensas a salvo de roedores y sueña iluminado por la luna o la luz de las estrellas con sus futuras cosechas… Cuando se acuesta el hombre de ciudad, ha dejado su ley, su soberbia y su egoísmo sembrada por toda la tierra. Se encierra bajo llave, y no duerme en paz, los ruidos de su propio mundo le atormentan, las deudas de su codicia le desvelan. Y suenan las radios en la noche. Y lloran los corazones conectados a esos oídos.

Gracias amiga sukas806. Es precioso. Aunque espero, queridos viajeros de la noche, que a vosotros no os desvelen las codicias ni las deudas… Es la una y cuarenta y cinco de la madrugada y estaremos contigo, escuchándote, hasta las seis. Tenemos siete grados de temperatura en el exterior de nuestros estudios y, es un momento ideal para cumplir el deseo de otro amigo anónimo que nos llamó la noche pasada. Amigo anónimo, aquí tienes tu canción, espero que estés escuchándonos en alguna parte de la noche, quizá conduciendo sobre alguna carretera… quizá caminando… o trabajando… o simplemente contemplas desde tu ventana la ciudad… o la lluvia en los tejados de algún pueblo. Donde quieras que estés amigo anónimo, ya sabes donde vivo, número siete, calle melancolía”.

 

               “Como quien viaja a lomos…”

 

            El Viejo permanece como una estatua pegado al cristal. El salón está a oscuras pero en sus ojos brillan los brotes de unas lágrimas, no quiere que resbalen por su mejilla y permanece con los ojos abiertos mirando al perro guardián del vigilante olisquear entre los escombros. Es un dóberman negro, de patas gruesas y tan musculosas que provocan incómodas ondulaciones en su caminar. Mira a Rufo, que se ha quedado dormido con el hocico dentro de la lata de fabada, y piensa que apenas serviría de aperitivo a esa fiera. No hay nadie en la calle, la ciudad parece desierta, aunque por la autopista siguen circulando coches. La explanada en obras está débilmente iluminada. Un pequeño televisor colorea frenéticamente la caseta del guarda y puede ver al vigilante cabeceando en su silla. Se agacha, retira la lata de fabada al perro dormido y sacude en ella la ceniza de su cigarrillo. Todos duermen, hasta los brazos de las máquinas reposan sus puños sobre la tierra.

 

               “Vivo en el número siete, calle Melancolía.”

 

            Hasta el portal llega el sonido de las ondas de radio. Ángel está sentado en los primeros peldaños de la escalera. De los seis buzones grises que cuelgan de la pared ha abierto uno de ellos. No hay carta, simplemente guarda en él sus herramientas, una botella de agua, una cucharilla y la jeringuilla. Ahora tiene remangado el pantalón y con el mechero calienta la cuchara; infernillo y cazo. La heroína se licúa y la absorbe con la jeringa. En penumbra, golpea y  comprueba que no hay burbujas. Tantea en su gemelo la vena y clava la aguja contrayendo sus ojos.

Permanece un rato sentado sobre los escalones con la mirada perdida y un gesto de dolor. Poco a poco su cuerpo se relaja, se ablanda, los dedos de sus manos cuelgan inertes de sus rodillas y el peso de la cabeza va venciendo el rigor de su cuello; por un momento parece que va a quedarse dormido.

De repente, como si despertara de un mal sueño, se levanta precipitadamente, sale a la calle y empieza a caminar. Nada más separarse de las vallas que destierran al último edificio de la que también fue su calle llega al puente de Pedro Bosch. Su rumbo es incierto, tanto que su cuerpo se tambalea de vez en cuando. Deja atrás su barriada, sus pies, abiertos al caminar, pisan ahora un sector más moderno y funcional de la ciudad.

 

 “¡La ostia! Menuda rasca hace esta noche. …Aunque los demonios nunca tenemos frío… Las llamas del infierno nos calientan. Porque yo soy un demonio. Sí. Un demonio llamado Ángel. Una incongruencia más, como mi nacimiento, como mi vida entera. Mi nombre viene del cielo, significa mensajero, pero yo vengo del infierno y ya nunca lo abandonaré. Después de mi dosis, me abrocho mi cazadora, cierro el culo y empiezo a caminar por él, por mi infierno. Me gusta perderme en la ciudad, vagabundear por barrios que no conozco, por calles que no he visto antes, solo así, me siento un poco libre, solo así respiro esa libertad que únicamente los presos conocen. Ando y ando, sin parar, hasta que me duelen los pies, las rodillas…, todos mis huesos. De amores ya te hablé. La heroína. Ella es mi gran amor. No puedo dejar de pensar en ella, ni una puta noche he dejado de amarla… Dime si eso no es amor”.

 

Ángel siente que el puente que pisa flota sobre las vías de tren, diez escaleras de hierro tendidas sobre un lecho de piedras que rajan el barrio con su metal y lo dividen en dos orillas alambradas. De espinos. Hasta los grafitis de ambos lados pertenecen a bandas rivales, a críos pendencieros que esnifan pegamento y se creen los amos del barrio Atocha. Un tren cruza bajo sus pies repitiendo lentamente su traqueteo, cuando se aleja, el incompleto silencio le sume en un pensativo trance. Los efectos narcóticos de su sangre producen alucinaciones en su mente, todo cuanto le rodea, las ventanas de los edificios más cercanos, la soledad de las aceras, los bancos vacíos, el ridículo y absurdo lenguaje de los semáforos, las hileras de farolas repitiendo hasta el infinito sus burbujas de luz, parecen recrear un escenario de cine, una maqueta, un decorado irreal hecho a escala con cartón y madera. Los coches parecen de juguete, los escaparates habitaciones de una casita de muñecas, los pasos de cebra rayas pintadas con tiza, los árboles pequeños bonsáis de plástico, las fuentes de piedra suvenires de saldo; era como si todo estuviera vacío, vacío y al mismo tiempo, hueco.

Lo único real es el viento azotando su rostro y su melena.

 

“¡Mira, Candelas*! ¡Un tren! Es un Talgo de largo recorrido, desde aquí parece de juguete, ¿verdad?… Dentro de él viajan los enanitos, arrastrando en sus maletas un montón de cosas innecesarias. Es el lastre que les encadena a este mundo, la concha del caracol. Nosotros nunca tuvimos maleta, una bolsa de plástico bastaría para meter nuestras cosas. Sí. La pediría en el súper. Reme me la daría. Un día te la presentaré. La tía está maciza. Apostaría medio gramo a que en su familia hay alguien yonqui. Su mirada lo dice todo. Cuando me mira es como si estuviera viendo a su hermano o a algún pariente cercano. Eso se nota. Ya me gustaría que esa mirada no solo fuera por compasión. Es la única que me mira y no esconde su sonrisa al ver la mía. Mis piños podridos no la espantan. Ahora… de eso a querer echar un polvo conmigo… va un abismo. ¿No crees, Candelas?… Ya lo sé, viejo… ¿qué tía querría echar un polvo conmigo? …Me refiero a una que no sea yonqui”.

 

Ángel no para de caminar temblando de frío con las manos encogidas en los bolsillos de su cazadora. Su mirada es pequeña y aguda, como la de los zorros, conversa en voz alta con su delirio, con su sombra, con los gatos que salen huyendo a su paso, con el personaje imaginario que camina a su lado.

 

“¡Joder que frío, Candelas!… Parece mentira la de peña que llena las calles por el día y que ahora no haya ni un puto alma en toda la avenida. Solo coches aparcados… ¿Sabes Candelas que son esos carros?… Los eslabones de una enorme cadena, una puta cadena que se prolonga a ambos lados de todas las calles de Madrid. Una cadena de chatarra, infinita, que rodea los edificios, que estrangula las rotondas y asfixia los parques…. Solo tú y yo lo sabemos. Los grilletes de esas cadenas apresan los tobillos de los enanitos. Ellos no se dan cuenta… O les importa una mierda. Al amanecer se encadenarán de nuevo y buscarán un hueco en otro punto de la ciudad, arrastrándose por las calles, por las avenidas, por las autopistas, atrapados en las mismas putas cadenas. ¡Ay-Jo! ¡Ay-Jo! ¡Ya vamos a currar!… Sí, Candelas, estos enanitos que ahora duermen, son así, obedientes y ordenados, y ya no podrían vivir lejos de estas caden… ¡Ostias! ¡Mira, Candelas! ¡La Pasma! Acaban de cruzar por el puente Vallecas con su puta corona azul encendida. Ellos son nuestros únicos enemigos, si no vienen a jodernos todo irá de puta madre. Ya sé… Lo tuyo era una justicia rápida, de horca y cuchillo, pero éstos no llevan chuzos sino pistolas, y a veces salen de los muros de la ciudad y pasean entre las calles, pero no a caballo ni a pie, si no en esos coches patrulla, no saben de cuevas ni de montes, de emboscadas ni trampas, y no les gusta la gente de mala calaña como nosotros. Ya te habrás dado cuenta, Candelas, que ya no hay lámparas de gas iluminando las calles, ni serenos, ni tranvías, ni tampoco montan ya los domingos el garrote vil en la plaza de la Cebada…. Ahora hay cundas de yonquis en la glorieta de Embajadores, putas en la calle Montera las veinticuatro horas, casas de empeño que te fían gramos por cosas robadas, puestos de culeros, parques donde los maricones te la chupan o te piden que les folles por veinte euros… pero no temas Candelas… yo te enseñaré a caminar por este mundo, conozco los mejores escondrijos y los mejores tugurios de esta ciudad”. 

 

En una hora llega caminando al parque Enrique Tierno Galván, apenas quedan cuatrocientos metros para llegar a su barrio, pero allí siente los pies muy cansados y no tiene fuerzas para continuar.

           

“¿Cómo vas, compadre?… Yo no puedo más. Me duelen los huesos… Y la cabeza… Me sentaré aquí un rato…”

_____

 

 

A las tres de la madrugada un lujoso Porsche Cayenne de color gris metalizado avanza por la autopista M-30 rodeando el costado sur de la ciudad. El conductor es un hombre de unos treinta años que viste con chaqueta gris y pantalones vaqueros sport. Su acompañante, de cuarenta, lleva un uniforme azul marino y en su pecho una placa le identifica como vigilante jurado en una empresa de seguridad.

– Ya sé que mi padre habló con usted por teléfono… –dice Fabián tamborileando con sus dedos en el cuero del volante- … ¡Joder, Núñez!, le aseguro que con esa cantidad de dinero casi podría retirarme. O mi padre está muy generoso o es que usted sabe sacarle bien la pasta  -gira con rabia su cabeza hacia la ventanilla buscando la serenidad que necesita, pero no consigue borrar de su mente los sesenta mil euros que desde la caja fuerte de su padre pasarán por delante de sus narices para acabar en manos de aquel ser despreciable que ocupa el asiento de su lujoso automóvil.

– Puede decirle a su padre de mi parte que estoy harto. Los chantajes no son lo mío  -el rostro del vigilante apenas se inmuta.

– ¿Ah no? ¿Y qué es lo suyo?

            Una mirada impregnada de odio es su única respuesta.

– Por lo menos reconocerá que es dinero fácil, se trata solo de un viejo.

– Un viejo tozudo al que las órdenes municipales no han acobardado. Por eso sigue allí.

– Sesenta mil es mucho dinero para un pobre hombre al que le quedan cuatro días.

– Olvida descontar mi parte.

– Ya, claro, su parte. Estamos hablando de… ¿de cuánto, Núñez?

– Quince mil. Eso fue lo que negocié con su padre.

– ¡Bueno!, creo que quince mil euros por echar a un viejo de una casa en ruinas con cuarenta y cinco mil en el bolsillo es un trabajo bien pagado  -le mira de reojo y espera- Quiero decir, que no hay gastos, ni riesgos, usted le entrega el dinero y se guarda los quince mil en el bolsillo. Un negocio redondo.

– ¡Al diablo entonces! Si le parece tan fácil no entiendo por qué su padre me llamó a mí.

            Se cruza con otros faros al otro lado de la mediana de metal. “Imbécil”.

– Espero de una vez por todas, Núñez, que cuando el dinero llegue a sus manos ese maldito viejo deje de ser un problema para siempre.

– De eso se trata –el vigilante le mira a los ojos por primera vez- ¿Lo entiendes?  -su mirada parece salir de dos oscuras cavernas y una cicatriz en su mejilla izquierda en forma de media luna ensombrece la mitad de su rostro.

Núñez había cumplido cuarenta años el último mes de junio pero las arrugas que rodeaban sus ojos y su voz ronca eran achaques que iban por delante de su edad. Es fuerte y alto, de andares chulescos, brazos largos y manos vigorosas. Núñez, alias El Rizos, pelo negro, como sus ojos, y rizado en pequeñas caracolas, mirada de pocos amigos, barba oscura de pocos días y  nuez afilada. Junto a la cicatriz con forma de luna unas finas venas rojas se repiten en ambos pómulos, como dos relámpagos de sangre inmortalizados en plena tormenta.

-Hasta un maldito viejo tiene un precio  -sentencia sonriendo y mostrando un diente de oro en la parte inferior de su mandíbula.  

            Fabián activa con mal humor el intermitente y se orilla hacia una de las salidas de la autopista. En seguida repite la misma maniobra y detiene el vehículo.

– Ya sabe Núñez, dentro de dos días le llamaré. La entrega del dinero será en la garita de las obras. ¿Le dejo aquí mismo?

 

El Porsche desaparece. Núñez escupe al suelo y empieza a caminar despacio por las calles del distrito Retiro taladrando el silencio con las hebillas de sus botas. Al final de la Avenida del Mediterráneo mira hacia arriba. Las ventanas de la casa de su madre son las más altas de un edifico rojizo de ladrillo visto que mira a la plaza Mariano de Cavia. Abajo, en el centro de la glorieta, unas gaviotas de bronce mueven sus alas de día y de noche mediante un ingenioso sistema que aprovecha la fuerza del agua impulsada por la fuente. Cuando sus botas pisan las baldosas de José Sánchez Pescador un gato negro se cruza en su camino y Núñez cambia de acera para evitar que el hilo de la desgracia se enrede en sus pies y le persiga en la noche. Cruza la calle de nuevo, solo se escuchan sus botas, su nuez traga un mal presentimiento, y mira hacia atrás pocos metros antes de llegar al portal de su infancia.

Tres de la madrugada, ni un alma por la calle, Núñez saca las llaves de su cazadora cuando escucha las puertas de un coche a su espalda, se vuelve, dos hombres bajan de un lujoso Senator negro y adoptan posturas desafiantes mostrando las empuñaduras de sus pistolas desde el bolsillo interior de sus abrigos negros. Está a punto de echar a correr, pero su mente le frena, y rápidamente siente que sus botas pisan un fango que acabaría tragándole antes de llegar a la esquina más cercana.

– No es necesario. Os digo que esto no es necesario.

– ¡Sube al coche!  -le ordena el más alto.

– Os juro que estoy a punto de conseguir la pasta.

– ¡Sube!

El tipo monta a su lado, el otro, al volante. Se cierran las puertas y la calle queda de nuevo en silencio. El suave cuero negro, la penumbra tras los cristales ahumados, el soplo caliente del climatizador, todo el lujo del automóvil les envuelve ahora.

– Tu pistola.

– ¿Qué?

Una Walther P99 negra se clava impetuosamente en su sien, el hombre del asiento delantero la empuña con pulso tembloroso. Núñez le mira: la piel que rodea sus ojos es rojiza, el resto de su cara es pálido y está lleno de pequeñas marcas virulentas; no habla, solo chasquea ruidosamente un chicle azul que mueve provocativamente de un lado a otro de su boca mientras le apunta con su arma.

– Mírame, Núñez ¿Has visto qué carro? –pregunta el que está sentado a su lado mirándole con ojos desenfocados- ¡Chist! Escucha… Nada, ¿eh? Es el más silencioso del mercado, se llama conducción insonorizada…  -el matón tiene cierto parecido con Clint Eastwood, cuando éste andaba por los treinta; en su ojo izquierdo un tic nervioso provoca una leve y sincronizada rotación de su cabeza hacia ese lado- …Ni puta idea de lo que te hablo ¿no? Ya veo, tú, a pata, como los perros… -pero cuando se enoja, su pequeño espasmo ocular se agrava, se acelera, y acaba alterando toda la mitad izquierda de su cuerpo- ¡CAPULLO! ¡TE HE DICHO QUE ME MIRES!… -entonces grita, insulta, lanza alguna maldición, y todos sus desajustes neurológicos parecen calmarse al momento.

– Mi colega Pitbull podría meterte un tiro aquí mismo y fuera no se inmutarían ni los gatos. ¡Chist! ¡Mírame bien! ¿Y los asientos? ¿Te has fijado? Piel de primera calidad –de su abrigo negro saca un estilete con remates dorados incrustados en un puño de madera. Lentamente, empieza a abrirlo. Núñez le mira, el tic ya provoca espasmos en su cuello, sin mover la cabeza mira el chicle del matón de delante, vuelve a la navaja, los examina con hostilidad: sin armas, no les durarían ni un asalto. Los ojos negros de Núñez parecen buscar un punto débil: parecen unos críos, si no fuera por la Walther ya los hubiera sacado a puñetazos por la ventanilla.

– No querrás que se los manchemos al jefe de sangre ¡¿VERDAD?! ¡MALDITA SEA! ¡Dame tu puta pistola o te saco aquí mismo las tripas y te dejo en la puta calle tirado! -le dice amenazándole con la punta de la navaja en su cuello.

            Núñez permanece quieto, aprieta sus labios y tensa la herida de su mejilla en una línea casi recta, el rugido de su respiración aumenta de intensidad y llega a frenar los babosos chasquidos del chicle, ahora es el único sonido que se escucha en el interior del vehículo. El ojo izquierdo del que empuña el estilete empieza a temblar y su cuello empieza a moverse como el carro de una máquina de escribir antigua…

– ¡La pistola, Núñez!  -le dice serenamente antes que el hombro se dispare hacia arriba-  ¡VAMOS!

Núñez vuelve a mirar la inquieta mandíbula de Pitbull y siente clavarse en su piel el cañón de hierro. Traga el miedo y le estrangula el afilado acero en su garganta. Lentamente, levantando la mirada hacia los ojos rojos del pistolero, saca del interior de su cazadora su vieja Beretta de 9 milímetros. El de la navaja se la arrebata rápidamente con la mano libre.

– ¡Bravo, Núñez! Ahora, mírame bien. El jefe está harto de esperar. Las deudas de juego no son una broma. ¿Verdad Pitbull?  -el del chicle apunta con más ímpetu, aumentando con ello los temblores de su pulso. Su compañero retira la navaja sonriendo tranquilamente y se queda mirando la pistola- La palabra de un hombre, Núñez, ¿sabes lo que es eso?  -le pregunta mientras retira el seguro del cargador.

– Os juro…

– ¡Chist! ¡Mírame bien! Nos has tenido dos días buscándote.

– Os juro que os pagaré. Van a soltarme mucha pasta. El lunes tendré diez mil, y en una semana conseguiré la otra mitad.

            Basta un rápido movimiento de ojos en el hombre de la navaja y Pitbull sacude a Núñez un fuerte puñetazo en el centro del rostro.

– Escucha. Mírame bien ¿Tienes hora?  -desmonta el cargador y sonriéndole vacía las balas en uno de sus bolsillos.

Núñez intenta frenar con sus manos la sangre que escapa por su nariz.

– ¡Te he hecho una pregunta, maldito borracho!

El hombre sentado al volante le propina otro puñetazo en la oreja.

– ¡¿Me escuchas ahora?! ¡Dime la hora, puto cabrón! –le grita empuñando de nuevo su cuchillo cerca del cuello.

– Las… cuatro… y veinticinco.

– ¿Has oído, imbécil? Las cuatro y veinticinco. Escúchame bien. Tienes veinticuatro horas para conseguir los veinte mil euros que le debes al jefe, ¿me entiendes bien lo que estoy diciendo? Mañana vendremos a buscarte y más vale que tengas la pasta porque si no…  -los hombres de negro se miran-  Nos obligarás a ir a por tu hija.

– ¿Mi hija? ¿Qué hija?

            Una señal y el golpeador vuelve a sacudirle en el rostro.

– Eres un imbécil, Núñez. Sabemos que tu mujercita no te aguantaba. Seguramente ni te la follabas. Debes ser un puto maricón. Mira Pitbull, ¿a qué tiene cara de maricón chupapollas?

– A mi me parece un puto viejo verde… – pronuncia por primera vez el del chicle clavando la ira de sus ojos en él-  De esos que violan niños.

– Mírame bien, Núñez. Sabemos donde vive tu hija, no nos obligues a hacerla una visita, ¿de acuerdo? Es por el bien de todos. No nos gusta…  -mira a Pitbull y de nuevo a Núñez-  no me gusta, Núñez, ver como golpean y violan a una mujer. Y mucho menos a una niña.

            Pitbull sonríe embobado exprimiendo cruelmente la goma azul entre sus dientes y sin dejar de clavar su pistola entre los rizos negro del vigilante.

– Veinticuatro horas, Núñez  -le anuncia golpeando suavemente su hombro como si estuviera dándole el pésame por alguna muerte cercana-  Lárgate. Estás perdiendo un tiempo precioso.

Núñez abre la puerta y pisa de nuevo la gélida ciénaga de asfalto. El cristal negro de la ventanilla trasera empieza a deslizarse ocultando su propio reflejo y mostrando el rostro de antes con una sinuosa órbita de intriga y burla en sus cejas.

– Dime, Núñez, tu hija debe ser virgen todavía ¿no?  -Le lanza a la acera la pistola sin balas- ¿O te salió tan puta como tu ex?

            Los gruesos neumáticos chirrían en la noche y el lujoso coche negro desaparece dejándole de nuevo solo en la calle. Recoge su Beretta y la guarda en su cazadora. Mira a todos lados, luego a su azotea, y empieza a caminar. El tintineo de sus pasos enmudece cuando llega a su portal, sube en el ascensor hasta la última planta, gira la llave en una de las cerraduras y entra.

– ¡¿Crees que estas son horas?!

            En el salón huele a alcohol, a sudor y a pañuelos de papel con restos de semen. Desde el rincón más apartado, sobre una mesita baja de madera, un fino velo rojizo cubre una pequeña lámpara con tulipa inclinada, tiñendo de sangre todas las oscuras formas de la estancia. De la pared más grande cuelgan varias marionetas y pequeños cuadros, y bajo ellos una mujer de avanzada edad está tumbada de lado en un sofá granate con una botella de güisqui en la mano. Rubia desteñida, de pelo oxigenado corto y despeinado, su cuerpo desnudo está envuelto en una ligera bata de seda azul, que más que insinuar muestra con descaro la flacidez, las rugosidades de la carne, y el desplome de unos pechos que son como dos higos marchitos y arrugados. Madame Ballantines. Una mujer a punto de cumplir los setenta y seguramente, una de las putas más viejas de Madrid. A pesar de la funda del maquillaje y de llevar más de media vida conservada en alcohol ya no recuerda en qué momento de su existencia las bellas mariposas se cansaron de tensar la piel de su rostro y dejaron en ella arrugas imposibles de sujetar con una simple sonrisa. Había olvidado también a qué edad dejaron de pagar la tarifa más alta los más apuestos labradores de ciudad para poder segar, oler y cavar la hacienda de su blanco pubis, que ahora, tras la franqueza de la seda, no era más que un zarzal salvaje y abandonado cuyas raíces de venas varicosas avanzaban bajo la piel cárdena de sus piernas.

            Mira la sangre en el rostro de su hijo y junta sus cejas negras.

– ¿Y qué mierda traes en la cara? ¿Carmín?  -pregunta soltando una burlesca carcajada.

– ¡Déjalo, madre! Hoy no tuve un buen día.

– ¡¿Qué lo dejje?!  -pronuncia con su voz hombruna y una añadida cadencia de alcohol en sus palabras- ¡¿Que lo dejge dices?! ¿No pensarás que vas a vivir en mi casa haciendo lo que te dé la gana?

– ¡Estás borracha! ¡Como siempre….!  -la mira con odio-  No te preocupes. No me quedaré mucho tiempo en este antro que tú llamas casa. No quiero volverme más loco de lo que ya estoy con tus paranoias.

– ¡Mejor!… ¡Ah!, y no vayas a tu habitación, una de las chicas se puso enferma y se quedó a dormir.

            La mira con odio y murmura en voz baja.

– Hija de puta.

– ¡Maldito dresgriaciado! ¿Así es que como hablas a tu madre?!… ¡Debí dejarte en la calle cuando viniste lamentándote porque te habían echado de tu piso! ¡Y también debí cerrarte la puerta en las narices cuando tu mujercita te echó de casa porque no podía más! ¡¿Quién te acogió en su casa entonces?! ¡¿Eh?, maldito desagradecido!  -y empina la botella de whisky en sus labios.

– ¡Al diablo! Esta casa también es mi casa. No lo olvides. Y lo seguirá siendo cuando tú la palmes.

– Eso te gustaría, que yo la palmara, pero antes juro por estas que te desheseredo  -sentencia besando con fuerza sus dedos.

– Algún día te envenenaré la comida, igual que hiciste con mi padre.

– ¡Eres un malnacido! Yo no le maté. El alcohol se encargó de él.

– El alcohol y las pastillas que le dabas… Y la mala vida que le diste, ¡zorra!

            La mujer se incorpora y se golpea el pecho.

– Que yo sepa esta zorra era la única que traía dinero a casa para pagar sus midicinas, y también para tus borracheras y tus deudas de juego. No te permitiraré… que me acuses de su muerte en mi propia casa.

– ¡Me importa una mierda lo que tú me permitas! 

 – ¡No me chilles! ¡No tienes ningún derecho! ¡Yo no soy tu mujercita! …Ya sabes que sobras aquí, me espantas el negocio y encandilizas a las chicas ¿Te han echado de tu piso?… ¡pues lárgate a la mierda! ¡Inútil!

            Núñez la mira con los puños apretados.

– A ti también te han echado, vieja ¿No te ves? Estás ridícula en ese sofá. ¿Te crees que aun tienes treinta años? Tus gloriosos tiempos de madam pasaron pero has estado tan borracha que ni te has enterado.

            Se acerca a ella y le arranca la botella de Ballantines de la mano, después abandona el salón y da un portazo al salir de la vivienda. En el descansillo bebe con ansia un largo trago, el güisqui chorrea por su gruesa barbilla sin afeitar, continúa por su musculoso cuello y moja su pecho bajo el jersey. Mira la botella y lanza un eructo de fuego. Sube el último tramo de escalera, desencaja el cerrojo de su correspondiente agujero en la pared y una vieja puerta de chapa chirria al abrirse. Es el mismo quejido que recuerda desde niño, violento, delatador, la inquietante llamada que anunciaba un mundo mágico, exclusivo: El fascinante mundo de la azotea. Aquel lugar fue para el niño Núñez una isla solitaria en el meollo de la efervescente civilización, un escondite donde observar los movimientos ajenos sin ser observado, una atalaya, la inexpugnable torre de un castillo. Lleva muchos años sin pisar su fortaleza pero todo permanece tal como lo recuerda: los viejos conductos de ventilación, los oxidados periscopios de submarino, los sacos de yeso junto a un montoncito de baldosas de recambio para el suelo; todo está tal como sus manos de niño lo dejaron. Mira con nostalgia a su izquierda, la electricidad zumba dentro de un enorme anuncio luminoso que la compañía de cervezas Mahou instaló allí hace ya mucho tiempo. Su potente caligrafía de luz roja es un dominante y atrayente reclamo desde un buen trozo de autovía y varios barrios de la cara sur de Madrid. Mahou. Una palabra bastaba para decir: compre, beba nuestra cerveza. Todo en la azotea está bañado de un aliento rubí que escapa por el reverso opaco de sus gigantescas letras, creando un efecto parecido al crepúsculo que oscurece el salón de su madre.

Por encima de los apelmazados nidos humanos, del salvaje y cruel mundo que ha rodado todo el día por el asfalto, corre un viento fresco de tejado en tejado que trae de lejanas moradas los alientos y desalientos de seres como él. Núñez enjuaga su garganta con un poco de güisqui y se acerca torpemente al cartel. El color rojo va intensificándose en su cuerpo con cada paso, hasta llegar a confundirse con una letra más. Se agarra a la estructura de hierro que sujeta las piezas de la palabra Mahou y se sube al poyete de la azotea. El cartel cuelga de la fachada a más de cuarenta metros de altura. Camina sobre la cornisa como un equilibrista, agarrado a los barrotes. Con pasos cortos llega a la eme, a la a, a la hache, y se detiene al llegar a la o. Afianza su equilibrio, se suelta de la estructura y se agarra con ambas manos a la letra. Está caliente. Los recuerdos lejanos se mezclan con el alcohol del presente y no puede resistirse a los instintos de su niñez. Mete su cuerpo dentro de la circunferencia, hasta la cintura, y se asoma al otro lado. Una ráfaga de viento azota levemente su rostro, sus rizos, la tela azul marino de su uniforme. A gatas y al borde del abismo Núñez observa la ciudad dormida, los cordones de luz iluminando las calles de su barrio, las zonas oscuras de los descampados y las obras, y una vasta extensión de tierra salpicada de luces de diferentes tamaños. Aunque él es invisible para los ojos de la ciudad, esta noche, la letra O tiene rostro: ojos negros y brillantes, nariz aplastada con molde de boxeador, media luna rasurada en una de sus mejillas sin afeitar y labios apretados entre dientes; y todo, bañado de rojo sangre. En cambio, él aun puede ver en los incandescentes cristales de los edificios más cercanos la luminosa cima Mahou reflejándose en ellos, y una corona roja en la rizada cabeza de un chiquillo.

            Nada más bajar del pretil agarra la botella y bebe, luego avanza por el sombrío rin de su mirador, agachándose ante las cuerdas vacías de los tendederos. Sus botas pisan en el centro del viejo terrazo un rombo hecho con baldosas de color más rojizo que el resto, sobre él empina una vez más la botella hacia su garganta seca. Vuelve a mirarlo, en otro tiempo fue una barca sobre la que un niño navegaba contemplando avanzar el mar azul del cielo, ahora es el as de diamantes. Después de unos lentos y reflexivos pasos se sienta en el suelo pegado a un tramo donde la balaustrada se convierte en una frágil barandilla, cuela sus piernas entre los barrotes y las deja suspendidas en el vacío, como hacía junto a su padre. De un bolsillo lateral de su pantalón saca un paquete de Winston, enciende un cigarro y se queda contemplando la noche, los tejados, las hileras de buhardillas. El vacío a sus pies es una tentación, un pensamiento que le acompaña al final de cada botella, a la salida de cada club, pero ahora le inquieta pensar que después de él, irán a por su hija. Sabe que aquellos tipos serían capaces de cobrar la deuda como fuera, y que de una manera u otra acabarían implicando también a su ex. Hasta para un tipo como él resultaba demasiado humillante reconocer que una maldita partida de póker marcara los destinos de tantas personas… ¡Al diablo! ¿Qué otra cosa podía haber hecho? Aquella noche su reloj se paró justo a las doce, y a esa hora, inexplicablemente, escuchó cantar un gallo al salir de su turno de vigilante; fue como si estuviera escrito en el cielo, como el cartel de su azotea. Unos hilos invisibles condujeron su coche hasta el casino de Torrelodones, él solo fue una marioneta que apostó cien euros al doce de la ruleta. Aquella noche multiplicó por diez su dinero, y luego por cien. Más tarde, celebrando la olorosa victoria con su amigo Jack Daniels, entregaba sobre una mesa de póker sin límite de apuesta, las llaves del Peugeot que nunca más condujo y volvió en taxi a su casa pensando en cómo reunir el dinero que unos gorilas le habían hecho firmar en un papel.

El humo que soplan los gruesos labios de Núñez se aleja y desaparece rápidamente en la noche. Un neón colgado de una fachada cercana ilumina intermitentemente la cicatriz de media luna en su mejilla, recuerdo inolvidable de las noches que trabajó en pubs, discotecas, salas de juego o dudosos antros de copas; cuando cobraba sus servicios nada más acabar el turno y los gastaba antes de ese mismo amanecer, cuando perdió a su mujer y a su hija, su casa, su dignidad, y acabó en el sitio que juró no volver jamás.

El amargo y embriagador alcohol, del que no consigue separarse nunca, es el único testigo de toda esa decadencia. Mira su barrio e imagina que cada azotea es una carta bocarriba, una simple e insignificante carta entre cientos de tejados que han abandonado la apuesta y muestran el mismo reverso ondulado. No sabe quien reparte las cartas, nadie lo sabe… ni quien vivirá bajo ellas, pero recuerda cuando en otro tiempo consiguió formar una pareja, y más tarde, sin apenas tiempo a barajear, le vino el trío. Ahora ellas duermen bajo esa baraja nocturna, en otro barrio, en otro distrito, donde también late un submundo de mesas y ruletas, de noches de alcohol y ajustes de cuentas, donde se decide el destino de los que buscan su propia fortuna, donde algún solitario personaje viviendo de incógnito en el infierno espera que la bola de la ruleta caiga en la casilla de su azotea. Los edificios que intentan llegar a su altura encierran tras los cristales de sus miradores las vidas y los sueños de cientos de seres, como si fueran enormes gramolas musicales, y cada ventana que se enciende, el botón que hace sonar una vieja canción. Núñez cree escucharlas todas.

 

En el techo de la ciudad dormida, cientos, miles de islas, y tú, Núñez, un náufrago solitario, solo, solo en la vieja azotea de tu infancia. Una nueva mano de póker y solamente llevas: tu querida escalera de la niñez, tu as de diamantes, siempre bocarriba sobre el suelo, y la vieja dama de corazones que quedó gritando en el salón. Faltan dos días para cobrar tu dinero, dos días para amedrentar a un pobre viejo solitario y quedarte con la mayor parte del botín, pero tú solo tienes veinticuatro horas. La suerte está echada, Núñez… ¿qué harás ahora?

_____

 

 

El Viejo está junto a la ventana, sentado en la misma postura que El Pensador de Rodín, mientras que Rufo, a sus pies, parece el perro en miniatura del cuadro de Las Meninas. Rufo alza sus orejas antes de que suenen unos golpes en la puerta.

– ¿Quién será, Rufo?

            Se levanta deprisa y al abrir la puerta descubre a un tipo vestido con uno de los monos naranjas que llevan los obreros enemigos. Bajo el casco blanco unas enormes gafas de plástico ocultan la mitad de su rostro, bajo las gafas: bigote y barba espesa, y entre los guantes que cubren sus manos asoma una fiambrera de plástico.

– Buenas tardes.

– Buenas tardes, ¿qué desea?

– Verá, hoy fue el cumpleaños de uno de los compañeros y…, y pensamos que a lo mejor… querría probar unos pasteles.

            El individuo levanta la tapa y le muestra unos coloridos y apetitosos dulces.

– Bueno… No sé qué decir  -el Viejo mira los pasteles como un adolescente mira el desnudo de una mujer madura- Gracias. Es un detalle  -lo abarca y el envase parece achicarse entre sus portentosas y arrugadas manos. El desconocido está a punto de darse la vuelta escaleras abajo…

– Disculpe.

– ¿Sí?

– ¿Sabe cuando me van a poder dar el agua?

– ¿El agua?

– Sí, es que no cae gota.

– Mañana se lo digo al jefe. No se preocupe. Le aseguro que mañana se lo digo. El agua. Sí, claro.

            De nuevo en el salón, sentado en la silla, contempla la tartera sobre su regazo. El perro apoya sus patitas delanteras en uno de los muslos sin parar de olisquear y relamerse el hocico.

– ¿Sabes, Rufo? Mi padre me contaba que en la guerra había un soldado del frente que les regalaba cigarrillos y chocolate a los maquis de la sierra…. Pero al final le metieron un tiro. Sus propios camaradas. Y lo colgaron en la plaza del pueblo, como hacían con todos los traidores… Éste parecía bueno, ¿verdad?

Rufo empuja con su hocico el envase.

– No seas impaciente, nos los comeremos cuando venga Ángel… Ese diablo está cada día más en los huesos.

El perro le mira con sus bolitas apuntando hacia arriba y la lengua colgando.

– Está bien. Toma. Uno. Uno y se acabó.

 

Hace un par de horas que la noche terminó de borrar en el cielo las últimas manchas del crepúsculo. Ángel regresa a casa del Viejo con una bolsa de plástico colgando del brazo. Había pasado toda la tarde en la puerta del supermercado esperando a Reme, la había acompañado hasta el distrito Villaverde y había pillado medio gramo de heroína, escondido ahora en uno de los buzones grises del portal.

Ángel sube las escaleras y empuja la puerta, la luz de las obras llega casi sin fuerza hasta el pasillo, el resto de la casa permanece a oscuras y en silencio.

– ¡Viejo! ¡Ya estoy aquí! ¡¿Cuánto hace que no comes albóndigas?!… ¡Pues hoy te vas a hinchar! ¡¿Dónde andas?!

Al entrar en el salón le encuentra sentado en el rincón más oscuro del suelo con el perro tumbado en el regazo.

– ¿Qué te pasa, Viejo? ¿Qué haces ahí sentado?

– Han matado a Rufo.

– ¡¿Qué?!

– Está muerto.

– Pero, ¿qué ha pasado?

– Le han envenenado, Ángel. Uno de los naranjitos nos regaló una bandeja de pasteles… Me dijo que estaban de cumpleaños… y yo… pensábamos esperarte pero le di uno… y ahora está muerto  -baja su fornida cabeza-  Mi pobre Rufo. Mírale, ¿qué te han hecho?  -su voz tiembla y cierra con dolor sus ojos.

Como un resorte vuelve a mirar al joven.

– Vienen a por mí, Ángel. Quieren quitarme del medio como sea.

            Ángel se agacha y abre el hocico del animal.

– ¡Déjale en paz! ¡¿Es que no lo ves?! ¡Está muerto!  -le increpa cobijándolo contra su pecho.

– ¿Quién ha sido el hijo de puta que se ha atrevido…?

– Uno de esos… llevaba un casco blanco y unas gafas de esas que parecen de aviador… Me dijo que era un regalo de los chicos,… ¡un regalo de los chicos!  -repite con angustia- ¿cómo iba a pensar…?

A causa del contraluz que provoca la implacable luz de las torretas de focos Ángel no puede ver las lágrimas del Viejo, el temblor en su labio superior, el terror dibujado en todas las arrugas de su rostro, pero cuando su silencioso llanto provoca la primera sacudida en su cuerpo Ángel se abraza a él como un niño pequeño.

– No llores, Viejo. No llores.

– ¡¿Por qué, Ángel?! ¡¿Por qué tenían que matarle?!

            Ángel planta sus manos en el animal y le acaricia buscando algún signo de vida en su pequeño cuerpo. Sus ojitos cerrados son más humanos que nunca y unos pequeños dientecitos asomando entre sus mandíbulas dibujan su última sonrisa.

– Será mejor que le enterremos.

            Los brazos del Viejo van cediendo lentamente a los suaves tirones de Ángel que intentan arrebatarle a su amado escudero. El Viejo lo mira y le sonríe con sus ojos húmedos.

– Tienes razón  -niega varias veces con la cabeza-  Ya no tiene remedio.

            No hablan mientras sacan una pala del cuartucho del portal, ni tampoco cuando caminan hacia las vías de tren, y solo el silencio de sus pasos acompaña al séquito funerario. Al otro lado de las vallas hay un trocito de campo ondulado donde todavía resisten varios montones de escombro entre los que el Viejo jugaba de niño. Avanza como una sola la silueta de dos hombres abatidos, una de ellas, la más corpulenta, va encorvada con una pala al hombro; la otra, es delgada y en sus brazos flexionados lleva el cuerpo de Rufo envuelto en papeles de periódico. Asoma la luna en el cielo y su triste luz dibuja pequeñas líneas brillantes en la punta de la pala, en la hebilla de la cazadora de Ángel y perlas en el rostro del Viejo. El trote metálico de un tren de pasajeros irrumpe el silencio del entierro y después suena la pala como puñaladas en la tierra.

Ya tienen el hoyo preparado, ya Ángel coloca suavemente al animalito sobre su tumba, ya el primer puñado de tierra cubre la fúnebre túnica de papel atrasado, y ya… ya no se asomará Rufo a la ventana, ni mirará a su amo con sus bolitas azabaches y las orejas caídas, ni marcará con sus meaditas los escasos árboles que iban quedando en pie en la desolada calle Alamedilla.

            Cuando regresan los dos hacia la casa las torretas están apagadas. El solitario edificio en medio de la nada es un castillo gris, sin foso, sin almenas, sin reino.

 

En la ventana del salón oscila la llama de una vela. De espaldas a ella el Viejo mira su propia sombra oscilando en la pared. Ha sacado su querida trompeta, una Mezzo-Soprano dorada que mima como si fuera una mujer. La tiene entre sus manos, pero le tiemblan demasiado y tampoco puede controlar el ritmo de su pecho.

Abajo, en los primeros escalones del portal, está sentado Ángel con el pantalón remangado. Cierra los ojos al sentir la aguja clavarse en su pierna, una punzada, una quemadura, después, un profundo alivio… Espera…

Nada…

Esta vez el dolor no desaparece, continúa dentro.

Se levanta y sale a la noche. Mira alrededor. No sabe dónde ir. De repente escucha la trompeta del Viejo y mira al cielo, a las estrellas, a la luna, como si fuera un ser prehistórico intentando comprender el origen del universo. Abrocha su cazadora, mete las manos en sus bolsillos y se aleja de aquella casa enlutada. Camina cabizbajo por la ciudad sin poder borrar de su mente la imagen del Viejo llorando. Sin saber por qué sus piernas siguen el Rastro del barrio Embajadores y se sorprende a sí mismo, como si despertara de un sueño, sentado en un banco de la plaza Cascorro. Junto a él, subida a un pedestal de piedra, se alza orgullosa la estatua del heroico soldado Eloy García. Eloy fue un militar huérfano convertido en héroe en la guerra de Cuba. Allí, en una pequeña población llamada Cascorro, los rebeldes se hicieron fuertes en un inaccesible reducto desde el que causaban numerosas bajas a las tropas españolas. No había forma de reducirlos, la única solución era incendiar el fortín por la noche. Eloy se presentó voluntario. Armado con una lata de petróleo y una antorcha cumplió su misión, eso sí, antes pidió que le ataran una cuerda a la cintura de manera que si moría en el intento pudieran recuperar su cuerpo y ser enterrado dignamente, y no acribillado a machetazos por los rebeldes cubanos. El Zorro conocía bien esta historia y le encantaba, la había leído en Las leyendas de Madrid, uno de los libros que el Viejo y él ponían a la venta cada domingo en un puesto del Rastro, muy cerca de donde se encontraba sentado ahora mismo.

Desde el banco, El Zorro levanta la cabeza y mira al rostro del soldado.

– ¡¿Lo has visto, Eloy?!…

¡Malditos hijos de puta! ¡Querían envenenarle!… ¡A él! ¡Al Viejo!… Ya sí que no pueden dejarle más solo. Y pobre Rufo. Esos enanitos con casco son unos hijos de puta asesinos. Querían matar al Viejo, ¿me oyes, Eloy?

La estatua, erguida y con un pie hacia delante, parece a punto de echar a andar en cualquier momento. Los relieves en el bronce de su cuerpo crean efectos humanos casi reales, como la expresión de su rostro, preparada para indicar algo. En su pecho, los primeros botones de la guerrera están desabrochados, aun lleva la cuerda ceñida al tórax, la que le salvó de las llamas en el lejano Cascorro cubano, bajo su brazo izquierdo sigue aferrada la lata de combustible y en su mano derecha la provocadora antorcha parece dispuesta a incendiar la ciudad entera.

– No sabía qué hacer, Eloy. Tenía que largarme de allí. No soporto verle llorar. Él me acogió en su casa cuando tiraron la mía, y ahora esos hijoputas quieren acabar con él, su casa les estorba más que una china en la bota… ¿No crees que esos cabrones se merecen un poco de su mismo veneno?… Hacía tanto que no veía llorar al Viejo. Pobre Viejo, Eloy. No van a dejarle tranquilo.

– ¡Cabrones! Me liaría a patadas con sus putas máquinas, sus casetas de mierda, sus camiones; me liaría a patadas con el mundo… Mírame Eloy. Dime algo. Tú le echaste un par de huevos allá en Cuba. Mira esto… Esta plaza… Es por ti… Dime algo, Eloy… El Viejo… le dejé llorando.

Su cabeza se derrumba junto al pecho. Una racha de viento agita su melena de zorro y arrastra varios papeles que levantan el vuelo y planean cuesta arriba hacia la estrecha calle Estudios. Ángel encoge su cuerpo y su mandíbula empieza a tiritar. El viento se enfurece más, sacude los árboles y arranca un panfleto de publicidad del pedestal de la estatua que vuela hasta quedar plantado a los pies de Ángel. Con los ojos subyugados al rey jaco mira con asombro el rostro del soldado y luego la cuartilla blanca. Se levanta cojeando, la recoge, y lee:

 

“PUESTA A PUNTO DE SU VEHÍCULO POR SOLO 239€.

SUSTITUCIÓN DE LUNAS EN EL ACTO Y SIN RECARGO EN SU SEGURO.

CON SU REVISIÓN LE REGALAMOS 30 LITROS DE GASOLINA”

 

Le mira alucinado, la inquebrantable mirada de Eloy apunta hacia el sur, al barrio de Ángel. El viento cesa de repente, una sombra, quizá un guiño…

– ¡Tú sí que le echaste un par, Eloy!

Rápidamente mira de nuevo el panfleto:

“… 30 LITROS DE GASOLINA.”

-¡La ostia!

Vuelve a observar la antorcha, el depósito, y mira de nuevo los ojos del soldado. Su cuerpo queda tan inmóvil como el de la estatua, como si fueran dos mimos, como si ambos se hubieran congelado en medio de la plaza.

El silencio se acentúa y el vació es tan dramático que resulta difícil recomponer el bullicio que soporta el barrio cada domingo de mercadillo, los rugidos de las primeras furgonetas invadiendo las aceras, el sonido metálico de los puntales chocando antes de encajar en sus estructuras ambulantes, las voces de los comerciantes, las cantinelas de las gitanas, los chillidos de las rejas en los bajos de los edificios. No hay nada. Cada uno marchó a su barrio, a su distrito, a su celda. Eloy y Ángel son dos estatuas en un pequeño rincón de la ciudad, desde el cielo, la plaza parece un pequeño ojo abierto entre ordenadas lápidas de hormigón; el barrio, un cementerio, una caprichosa pieza cuyos bordillos de aceras agrietadas encajan en el gigantesco puzle que forma el plano de Madrid.

De repente, Ángel asiente con la cabeza como si escuchara las palabras del soldado, le guiña un ojo, sonríe y grita:

– ¡De acuerdo, Eloy! ¡¿Tienes una cuerda?!… ¡La ataré a mi cintura!… ¡Me rescatarás ¿verdad?! ¡Si ellos me cogen!, ¡tira fuerte!, ¡no tengas miedo! ¡Tengo los huesos duros! ¡Y el corazón! ¡Igual que tú, Eloy! Yo también crecí huérfano, estamos hechos de la misma materia. ¿Tirarás? El Viejo no puede. Está destrozado… Y yo no quiero morir en el infierno con esos enanitos de mierda… Esos condenados van a saber quién es el último Contreras. Se lo merecen ¿verdad, Eloy?… Querían envenenarle. Igual que aquella puta bruja quiso envenenar a Blancanieves. El Viejo no lo sabía. Lleva muchos años solo… ¡muchos!… No se sabía el cuento. Yo te conté uno una vez, ¿te acuerdas, Eloy? Nunca te lo había dicho; me lo inventé. Pero a ti te gustó ¿verdad colega?

– Gracias, Eloy. Gracias por todo”

 

Ángel mira por última vez el panfleto y lo guarda en su bolsillo. Se levanta y empieza a bajar por la Ribera de Curtidores. Antes que la panza del asfalto oculte por completo la solitaria estatua de la plaza se vuelve y hace el saludo militar.

-¡TIRA FUERTE, ELOY! ¡NOS VEMOS EN EL INFIERNO!

Rompe a ladrar un perro nada más mirarle, contestan otros canes desde barriadas más lejanas.

– ¡SOY ELOY, ENANITOS, ELOY GONZALO GARCÍA! ¡HE VUELTO!

¡DORMIR TRANQUILOS! ¡YO LES PARARÉ LOS PIES A ESOS INDESEABLES!

A su paso se encienden algunas ventanas en las escalonadas fachadas. Ángel aprieta sus dientes, se tensan sus áridos hoyuelos, se estrecha más su cara; sus ojos negros no miran, solo apuntan desenfocados al frente.

– Tenéis miedo, ¿verdad? Sí, os acojona la noche. Será mejor que sigáis durmiendo ¡Dormir enanitos! ¡Y follar con vuestras Blancanieves! ¡Aquí fuera hace tormenta y en los truenos hay sombras de brujas! Las veo. Con su escoba y su gorro de pico. Son negras, como murciélagos, y van volando y tirando papelinas de jaco. Traen veneno para todas las manzanas. Acabarán envenenándoos a todos ¡¿Dónde estáis, brujas?! ¡¿Dónde ostias estáis?!¡Puedo escuchar vuestras risas!… ¿Dónde vais? No huyáis…

– ¡Viejo! ¡No llores! ¡No llores más! Te conseguiré otro perro. Otro Rufo.

– ¡HIJOS DE PUTAAAA!

 

Las rondas de Valencia y Atocha están perfectamente iluminadas y el ojo rojo de los semáforos avanza hacia él como las olas del mar avanzan hacia tierra, tiñendo de sangre las esquinas de los edificios, sombras de aquelarres que el Zorro ve en su delirio. Solamente él en toda la alargada cicatriz gris que separa los bloques de casas y sus islas de baldosas, y los coches dormidos en fila, apretados para darse calor, sujetando en cada limpiaparabrisas el mismo mensaje blanco de Eloy reclutando voluntarios para su misión.

Los puestos de reclamo de las prostitutas callejeras se han extendido desde los trechos más empinados de la calle Atocha hasta la gran llanura que abarca la glorieta de Carlos V, Ángel la cruza en diagonal, confiado, pues aunque de lejos apenas distingue si las luces son farolas o coches, no escucha ruidos de motor por ninguna parte. Frente a él, el templo ferroviario de Atocha emerge de la tierra como una luminosa burbuja extraterrestre, desde el cielo parece una fístula donde confluyen las venas ferroviarias que recorren todo Madrid.

Ahora camina a ritmo trepidante bajando por la Avenida de la Ciudad de Barcelona, tuerce a la derecha por la calle del Comercio y franquea las vallas que separan los bloques residenciales de los raíles de tren por un trozo desbaratado a conciencia. Cuando está cruzando las vías se para y gira la cabeza a ambos lados, ningún tren a la vista, solo un infinito amasijo de hierros y multitud de lucecitas parpadeantes. Continúa avanzando mientras rechinan las piedras y tropieza varias veces con las traviesas y las vigas de hierro. Hay un hueco en el siguiente muro de hormigón, se cuela y llega a las vallas de las obras de Méndez Álvaro. Ya puede escuchar las tristes notas de la trompeta, metálicas, palpables, calientes, saliendo con fuerza de la solitaria casa, gris, parda, de un color verdoso parecido a la lividez de la piel en los muertos. Sigue caminando, está sudando, respira frenéticamente con dos estelas de vaho pegadas a su afilada nariz, su melena de zorro ha quedado atrás y en su frente resaltan unas venas verdes en las que se puede apreciar los latidos de su rabia. La voz de la trompeta le guía por la tierra batida y ondulada, por los encharcados surcos que han dejado las máquinas, por las escaleras del portal. Las paredes de la casa vibran como si la Mezzo-Soprano del Viejo fuera una de las máquinas taladradoras. Ángel se queda parado ante el dormitorio. El Viejo está sentado en la cama, su instrumento, que fosforece sutilmente en la oscuridad y llega a encender pequeños surcos de su rostro, llora por él. Su pecho se desinfla:

– ¡Ángel! ¿Eres tú?

– Sí, Viejo…, creo que sí  -contesta acercándose a la cama.

– Creí que eran ellos… Creí que ya venían a buscarme… Deben estar preguntándose por qué no estoy muerto todavía ¿verdad?… Tengo que seguir tocando, no quiero que piensen que han vencido.

– Tranquilo, Viejo. No vendrán. Estoy aquí, contigo. Y aquí me quedaré toda la noche. Nadie te va a llevar a ninguna parte. Vamos, ven. Será mejor que te acuestes.

– ¿Para qué?… No podré dormir.

– ¿Y aquellas pastillas que te mandó el médico?

– En la cocina.

– Iré a por un vaso de agua y te traeré una, ¿de acuerdo?

            Al rato Ángel vuelve con un vaso de agua y una pastilla. Sus manos tiemblan como un viejo motor a ralentí.

– Hicimos bien en enterrarle junto a las vías ¿verdad? Las obras no llegarán hasta allí.

– Claro que no, Viejo.

– Allí estará bien, cerca de Curro y Pitu.

            Mira la trompeta y llora en silencio.

– Acuéstate, Viejo. Intenta dormir un poco. Vuelvo en seguida.

– ¿Dónde vas?

– Hay algo importante que debo hacer.

            Las voces de Ángel llegan ya desde la cocina, donde recoge el envase con los pasteles y una litrona vacía de cerveza del cubo de basura. Hay alguien malvado en su mirada, y también en su voz:

 – No todas las brujas son buenas, Viejo. Ésta traía la manzana envenenada ¿Cómo no te diste cuenta? ¿No te contaron el cuento de pequeño?…

            Unas lágrimas resbalan por su duro rostro.

– Era así, Viejo. ¡Ay-Jo, Ay-Jo!, al bosque a trabajar ¡Ay-Jo, Ay-Jo! tu casa voy a tirar ¡Ay-Jo, Ay-Jo!, Eloy os va a achicharrar.

            Ángel entra al salón y se asoma por la ventana, toda la artillería del ejército cubano descansa alrededor de la casa, solo hay luz en la garita del centinela y un dóberman deambula aburrido alrededor olisqueando las escasas hierbas que se resisten a morir. Más allá, las farolas parecen restos de hogueras de batallas recientes. Arden en sus ojos.

…Ya eran uno menos.

… solo quedaban ellos

… el Viejo y él.

 

Coge un chubasquero azul de la percha que hay tras la puerta, lo hace un ovillo y mira alrededor buscando algo. El cuenco de agua del pobre Rufo sigue allí, se agacha y sumerge la prenda en él. El Zorro baja las escaleras con los pasteles dentro de una bolsa de plástico y la litrona en la mano contraria, se enfunda el chubasquero azul empapado, se yergue para coger la llave del cuartucho en el vano de la rejilla y tras abrir la puerta saca la vieja garrafa de gasolina. Apenas puede con su peso, así que coge también el carro de los domingos y monta en él el depósito. Bordea las trincheras arrastrando el carrito con su lata de gasolina, y su mano aferra con fuerza una antorcha de cristal. Es Eloy, Eloy en plena acción.

– Os pensáis que el último Contreras no tiene cojones a hacerlo… ¡Ese! ¡Buah! A ese le quedan cuatro chutes, poco más. Pero ahora llevo una lata de gasolina en mis manos y la sangre hierve en mis venas… ¿Ahora qué? ¿Me traeréis pastelitos a mí también?

– ¿Le oís? ¿Oís su trompeta? Es su llanto. El Viejo está llorando. El pobre Viejo.

Ángel puede escuchar las tristes notas y siente un fuerte chute de adrenalina que llega hasta las puntas de sus pies. Se agacha junto a un descosido de la valla.

 “Fui, fuiiiii” Ven, perrito. “Fui, fuiiii“. Ven, bonito.

El dóberman camina confiado hacia él.

– Toma, bonito. Mira qué buena pinta. Están de la ostia. Ya verás hijo de puta. Verás qué bueno está. Habéis podido con el pobre Rufo pero os va a costar acabar con el Viejo. Antes, tendréis que pasar por mi cadáver, ¿me oyes? Así, muy bien, come cabrón, come… ¿Qué haces?… ¿Me lames? Tiene gracia. Estás lamiendo la mano de tu verdugo. Te arrancaría la lengua y se la llevaría a tu amo… Joder, como molaría. Sí, más vale que escondas esos dientes tan feroces, dentro de unos minutos, no te servirán de nada.

Ángel mira alrededor, todo el barrio duerme y permanece en silencio. La nocturnidad y la alevosía le infunden valor, inspira aire hasta el fondo de sus pulmones y se acerca a las casetas vacías de los obreros arrastrando la garrafa de gasolina contra el suelo, derramando su contenido mientras la rodea. A su espalda escucha los primeros gemidos del perro, débiles y lastimeros. Se vuelve. Está comiendo hierbas cerca de la garita del guarda, sus patas traseras empiezan a doblarse súbitamente y puede ver…

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