Mi padre vivió siempre en un mundo de cavilaciones que mis dos hermanas y yo nunca pudimos sondear, en la torre más alta de la fortaleza de su mente, que él mismo se encargó de cerrar por dentro, tirando después la llave por la ventana.

La primera vez que salió de su pequeño pueblo toledano, fue para subirse a un tren militar. Tras varios días de trayecto, siguiendo la ruta más segura dentro de los límites de la zona republicana, en la primavera de 1938 su reemplazo llegó a su destino, para unirse a las tropas que quedarían dispersas al sur del Ebro, tras el avance hasta el Mediterráneo del ejército insurgente.

Mi padre fue reclutado casi al final de la guerra, con apenas diez días de instrucción, sin pertrechos adecuados, sin años para entender por qué se mata. Bajo un sol inmisericorde o un frío cruel en su indiferencia, con hambre, con miedo, enviaron niños a luchar al frente. Tenía diecisiete años, formaba parte de la leva del 38, la llamada Quinta del biberón.

Destinados intencionalmente a tareas auxiliares, la trágica y continua merma de efectivos pronto les llevó a empuñar las armas. Pasaron meses cavando burdas trincheras rematadas con sacos terreros, que se inundaban con la lluvia y se desmoronaban; matando al azar, avanzando y retrocediendo, siempre con el sabor en la boca del barro y la sangre, siempre con el olor de la pólvora; comidos por piojos, sin otro vestigio de vida: ni una sola rata, ni un solo pájaro; abrigados con uniformes desgastados, de una lana basta y rasposa, abatanada a fuerza de mojarse, secarse y volverse a mojar. Pero lo peor fue el hambre. El hambre como dolor que emerge de lo más hondo.

De los pocos que sobrevivieron, algunos desertaron, otros aprovecharon la complicidad de la noche para pasarse al otro bando. Muchos fueron detenidos y fusilados.

Aquel día de finales de diciembre de 1938, en algún lugar al sur de la provincia de Teruel, del que mi padre nunca llegó a saber el nombre, los restos de su menguada y dispersa patrulla fueron rodeados y apresados tras una escaramuza desigual. Contaban además con la desventaja que les impuso el terreno, al fondo de una majada que había vivido tiempos mejores, dando abrigo por las noches a un ganado del que ya no quedaba ni el recuerdo.

Eran siete. Morirían al alba. Fueron confinados en el cercado que antaño había dado cobijo a las ovejas. Temblando de miedo y frío, difícil calcular en qué proporciones, por su mente pasaron recuerdos y añoranzas: el olor a pan del horno de su madre, la primera vez que abatió una perdiz bajo el cuidado y la supervisión de su padre, el sol en el trigo, la siega, la vendimia, pisar la uva destinada al vino áspero y rasposo de su tierra. Y en mi madre, sobre todo en mi madre, con la que ya llevaba tres años en conversaciones, sintiendo en la piel el dolor de su ausencia, recreando el olor de su pelo, oscuro y ondulado. En todos los proyectos esbozados, en los hijos que ya no tendrían.

Cuando el cielo previo al amanecer empezó a mostrar el color gris pavonado del cañón de los fusiles, con la fuerza de la desesperación, mi padre empezó a chillar hasta que vino un soldado de guardia. Sin temor al arma amartillada, pues ya poco tenían que perder, entre todos le inmovilizaron, le taponaron la boca y con una fuerza que nunca se habría imaginado, se aferró al cuello del guardián, apretándole la garganta, porque no podían alertar al resto disparando. Mientras el muchacho que había vivido en mi padre robaba con sus manos una vida, se vio reflejado en los ojos de su víctima, de otro niño aterrado, sobre el fondo de un amanecer ya para siempre rojo.

Corrió sin rumbo, sin orientación, sin más sentido que el contrario, cayendo y levantándose, tropezando con arbustos, resbalándose en el limo o en la escarcha. Corrió con la garganta seca, con el corazón luchando por salir del pecho, con aristas de hielo lacerando sus pulmones. Con sabor metálico en la boca. Con heridas en las piernas, en las manos y en la cara. Corrió hasta que el sol estuvo alto en el cielo.

La primera vez que mi padre volvió a su pueblo, lo hizo caminando de noche, durmiendo de día al abrigo de la maleza, de las peñas, de casas derruidas, de establos abandonados. Sabiéndose enemigo para unos y desertor para otros.

Sin más patria que su casa, ni más destino que mi madre, avanzó con la ropa desgarrada, atándose con trapos las puntas de las botas por las que asomaban amoratados sus dedos, como dientes de bocas grotescas. Avanzó comiendo hierbas, cuanto más altas y más oscuras, más amargas, venciendo la repulsión al masticar insectos o la náusea al tragar babosas. Avanzó bebiendo en los charcos, orinándose los pies y las manos cuando amenazaban con congelarse, vomitando bilis, sintiendo las cuchilladas del hambre.

Tardó dos meses en llegar al pueblo. Entró de noche, arropado por el manto de la Luna nueva, como un fantasma demacrado, un recuerdo lastimoso de su sombra. Vivió escondido en su casa hasta el final de la guerra. Fuera, no lo supo ni mi madre.

Estallada la paz, de su dispersa quinta, los destinados al norte del Ebro cruzaron mayoritariamente la frontera, quedando confinados en los campos de concentración del sur de Francia. Otros cumplieron trabajos forzados en diversas zonas y los restantes pasaron por procesos de depuración. Mi padre estuvo en un batallón de trabajo, después hizo un largo servicio militar en Zaragoza.

El tiempo nos fue dosificando la información contada o intuida. Tras su muerte supimos por mi madre la totalidad de la historia, desvelada en angustiosas noches de insomnio, siempre de espaldas al amanecer, abrazado a su esposa.

Finalmente, como otros muchos, superó su proceso de depuración: no se le conocieron delitos de sangre.

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