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Probablemente toda la nostalgia de Juan gravitaba alrededor de aquella imagen. Acababan de comprar el coche y su tía Lourdes, siempre con la cámara encima, había querido fijar el instante. Mamá se había sentado al volante, temerosa de tocar algo indebido aunque con una ilusión infantil no disimulada, y él no había querido bajarse. Después fueron a dar una vuelta. Papá decía que el anterior dueño había cuidado bien el vehículo. Que el motor sonaba como nuevo. Que las marchas entraban suaves… Él se había quedado dormido de regreso a casa.

Habían pasado casi cincuenta años desde entonces y aquella instantánea guardaba ya poca relación con la realidad: sus padres habían muerto, sus tres hermanas pesaban más de ochenta kilos cada una… y el coche estaba desguazado. Sin embargo, Juan recordaba perfectamente el momento. Podía oír la insistencia de la pequeña por subir ella también; a papá, pidiéndole calma entre dientes; sentir la mano de mamá sobre la suya; y ver a su tía Lourdes volver hacia ellos diciendo que en cuanto revelara el carrete les daría la foto.

Juan, por supuesto, tampoco era el mismo. Aquel niño de la imagen, al que los rayos vespertinos del sol parecían insuflar vida, estaba ahora mismo al borde de la muerte. En efecto, se moría de pie en una acera, esperando un taxi y con aquella vieja foto en las manos, como quien aguarda aprisionado en el cepo de una guillotina a que descienda la afilada cuchilla empujada por sesenta kilos de lastre. Hacía más de tres semanas que el médico le había dado un mes de vida, y parecía que el muy listo iba a acertar.

Uno nunca sabe cómo va a reaccionar en estos casos. Cuando Juan recibió la «sentencia» estuvo mirándose las manos durante varios minutos, como si acabaran de brotarle, y luego abandonó la consulta despidiéndose amablemente. Pasó la tarde caminando sin rumbo. Y aquella noche no pegó ojo. Al amanecer tenía el cuerpo agotado y la mente a un paso del delirio. Pero había tomado una clara determinación: la de continuar a toda costa con su vida de siempre.                                                         Ahora, que la muerte estaba a punto de asaltarlo en plena calle, a altas horas de la noche y de vuelta del teatro, comprendía que lo había logrado.

Por fin llegó el taxi. Juan accedió al interior como pudo y se recostó plácidamente en el asiento. Pidió al conductor que fuera despacio.

Era un coche viejo, y la tapicería y el olor del habitáculo le resultaron extrañamente familiares. La ventanilla mostraba un cielo limpio y estrellado más allá del lento desfile de árboles pelados por el frío. Se dice que la vida entera pasa ante tus ojos en el último instante. En su caso solo circularon aquellos troncos en letargo y sus ramas sin hojas recortadas sobre un gélido cielo raso. Lo otro quizá lo imaginó. Fue una voz cálida y cercana. Su antigua voz de niño que exclamaba con ingenuo asombro: «¡La luna nos está siguiendo, papá!»                                                

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