Nada es para Siempre.

Nada es para Siempre.

Frances Antoun

27/04/2014

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En esta vida nada es para siempre.  Con este pensamiento trataba de consolarme mientras hojeaba el amarillento álbum de fotos que recién había descubierto roído casi por completo por el comején.  Con una mezcla de tristeza y rabia, inicié mi recorrido por las pocas fotos que quedaban sin daño.  Era el libro de recuerdos que con tanto esmero mi madre había elaborado desde mi nacimiento hasta mis quince años.  Mientras lo hojeaba, dolida aún por los caprichos del destino,  mi mirada se detuvo en una foto en la que mi padre me sostenía.  En la manera de cargarme se adivinaba una inexperiencia que contrastaba con la masculinidad de su joven figura en uniforme de softball.  Quizás era esto lo que había atraído a mi madre.  El, en cambio, había quedado deslumbrado por su figura, por la madurez que parecía emanar de esta trabajadora mujer, quince años mayor, que con un cigarrillo en boca parecía seducirlo con aires de mujer de mundo.  Nada más alejado de la verdad, pues era él, con sus pocos años, el que había vivido intensamente.  Acababa de salir de una relación con otra mujer mayor con la cual había concebido una hija siendo apenas un muchacho.  A pesar de esto, mi madre debió ver en él algo que nadie entendía.  Quizás adivinó su liderazgo, su vocación de triunfador o simplemente se dejó llevar de los cortejos y de la presión social de la época, en la cual,  una mujer luego de pasar los treinta y tantos, estaba únicamente destinada a vestir santos.  Así fue como comenzó mi historia.  La vida no era fácil por entonces.  Ambos trabajaban más de doce horas diarias para levantar el negocio que mi padre había emprendido.  Mi madre era costurera, contable, tesorera, ama de casa y amante.  Pero pronto el trabajo diario, las tensiones de una hija fuera del matrimonio, la diferencia de edad y las precariedades fueron caldo de cultivo para las discusiones y para la búsqueda de escapes por parte de mi padre.  Con mentiras piadosas se alejaba de nosotros para disfrutar de los placeres de una vida bohemia  en la que daba rienda suelta a sueños y pasiones, cosa que fue empeorando a medida que llegó la tan ansiada holgura económica.  El cigarrillo que antes le atraía ahora le causaba repulsión.  El tiempo y la rutina acabaron por ahondar la brecha de una relación que quizás siempre estuvo destinada al fracaso.  Para el fin, cualquier excusa parecía válida y luego de varios años de vidas paralelas, llenos de escrúpulos y sentimientos culposos, mi padre decidió poner fin ay emprender oficialmente un nuevo camino junto a la otra familia que había formado, esta vez con una mujer doce años menor que él, que se convertiría en la madre de mis otros tres hermanos.  

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