Según consta en el acta de matrimonio, Juan era: «carretieri».

No sé muy bien qué significaba ese oficio en la Italia de fines del 
XIX.

Solo tengo claro que mi nono, vino a principios de siglo, a 
trabajar de peón en el campo de los Koller, y que juntó peso y 
moneda durante casi dos años, para traer a América a su mujer y
su hija.

Mi padre me regaló esta imagen, que impresionó con dolor y 
con ternura mi memoria:

El mediodía en que se re encontraron, Juan estaba en sus 
labores y no tenía derecho a suspenderlas.

Desde lejos solo se miraron: Catalina, su hija y los baúles en el 
suelo, Juan con una horquilla arriba de la parva. Ellas vestían de 
negro. Los botines cubiertos de polvo. Eran dos oscuras sombras 
recortadas.

La mujer no sonreía. Tenía los ojos con lágrimas. Su puño 
apretaba el atadito guardado en el bolsillo: era un rosario protegido, 
envuelto en el pañuelo.

La niña, parada quieta, murmuró: il mío padre. Juntó dedos en 
los labios y el beso corno un gorrión subió arriba de los trigos.

Él saludó con el brazo en alto. En la mano le temblaba el alma. 
Tuvo que pasar tiempo, que supongo interminable, hasta que 
finalizó la jornada y pudieron abrazarse. Mas de dos años e infinitas 
horas para poder tocarse.

Sufrimiento y rito de sostén: allá en Italia durante todo ese 
tiempo, mi nona había colocado, en los almuerzos y cenas de cada 
día, un plato vacío en la mesa, que resguardaba el sitio del amado
esposo ausente. 

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