El polvo cubría sus malas intenciones. Al sol, gentes muy buenas. El niño en primer plano ahora es viudo –su mujer contrajo venéreo cáncer- y adquirió un moreno ahora más intenso . La niña en brazos nació con el corazón tan grande que cuando se enamoró ya más no le cupo en el cuerpo y murió cumplidos los 21. Chelito Grande, se llamaba. La de luto era infértil en disonancia con esa tierra fuego que la vio nacer. La que mira virgen desde el marco de la puerta, otra madre estéril que los crió a todos ellos que fueron huérfanos a causa de la tuberculosis. María Cilia, adoptante mamá cuervo, un día se quebró porque sus huesos siempre fueron de sal y su alma de un néctar lunar pecaminoso cuyo sabor nunca se sabrá. Carmela, la fisgona, perenne señorita que pereció endulzada por la soledad y bajo el escombro de un amargo secreto nunca develado. Y aquél que se divisa desde lejos, por llegar, la mitad de mi semilla. Semilla derramada por los secos vientos de un desierto indígena en las postrimerías de un México conquistado por la necedad. Sangres mestizas que renegaron siempre del maíz mexica que tragaban en tortilla y que remojaban sus pesares en la fermentada vid castiza. Son mi propio génesis. Nací hecho polvo.
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