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Observa expectante. Se entusiasma durante algunos segundos fantaseando con la posibilidad de conocer a alguien nuevo esta vez. Pero no, no hay suerte, cómo va a ser. Una vez más le devuelven la mirada las mismas caras.

Rostros que ha visto envejecer, llorar, reír, vibrar de emoción. Son tantos años los que ha pasado en ese lugar…

Parpadea de nuevo recordando el primer día, cuando Papá y Mamá la trajeron envuelta en su brillante envoltorio y con mimo la desarroparon para ofrecerle el mejor rincón de la casa, sin duda un lugar preferente. “Aquí estará bien”, dijeron casi al unísono para después se besaron con ternura. Se querían, se besaban todo el rato, todo era nuevo entonces. Mamá estaba embarazaba y veía con ella un montón de programas de cocina, solían escuchar música y por la noche, Papá llegaba a casa y cenaban con ella, veían películas abrazados y tras una sonrisa se iban a dormir. Unos meses geniales.

Parpadea de nuevo cuando la Pequeña, que ya no es tan pequeña, se levanta y se va. Recuerda entonces el día que Mamá y Papá llegaron con ella a casa, tras unos días de ausencia en los que se vio sola y asustada, sin saber de nadie o si volvería a ser de utilidad. Pero pronto comprendió la situación cuando les vio llegar sonrientes con la Pequeña en brazos y se sentaron frente a ella. Recuerda que a partir de aquel día se sintió más querida que nunca, que no pasaba ni un segundo del día en que no estuvieran juntos; en el desayuno, en la comida, en la cena, ¡incluso a altas horas de la madrugada!

Algunos años después llegó el Pequeño, que tampoco ya era Pequeño y que hoy ni siquiera estaba allí. Entonces sí que se sintió plena. Sintió que la vida jamás podría darle más. Siempre activa, siempre útil. Era feliz porque sentía que era una más.

Parpadea de nuevo y siente ganas de llorar, pero no puede, no debe. No le apetece seguir pensando, pero ya no le quedan otra cosa sino recuerdos, así que se vuelve a perder en su, por suerte o por desgracia, magnífica memoria fotográfica.

La Pequeña comenzó a crecer y cada vez pasaba menos tiempo con ellos, dedicándose a salir por ahí, a meter en casa a gente desconocida cuando los padres no estaban o a levantar muros a su al rededor. El Pequeño no tardó en aislarse del resto y sin más, desapareció. Ahora rara vez le ve y cuando lo hace, su cuadrado corazón se encoge y nieva.

Y Papá y Mamá… ellos ya no se quieren, ni se besan, ni se abrazan o ven películas juntos. Ya nada es nuevo. Tampoco dicen nada al unísono, ni sonríen antes de irse juntos a dormir.

Parpadea intermitente tres o cuatro veces y ahora sí. Llora. Porque puede, porque debe. Porque ya no forma parte de nada. Nunca más.

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