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           Éramos una familia como tantas; padre, madre y tres hijos. En mi tarea como kinesióloga estaba acostumbrada a escuchar a mis pacientes con sus historias particulares. Una tarde, una señora me contó que, como docente, estaba a cargo de una escuela en un asilo de niños y que buscaban familias que  sacaran para las fiestas  de fin de año a los chicos abandonados. Consulté con mi familia y acordamos que recibiríamos  un niño.

  Esa misma tarde llegó Walter. Era la hora de la merienda y mis hijos, mientras compartían su taza de chocolate acosaban al niño con sus preguntas mientras él cargaba su taza con una y otra cucharada de azúcar hasta conseguir que en vez de leche chocolatada se transformara en azúcar con chocolate. Al rato Walter jugaba con mis hijos y el perro como si hubiera nacido en mi casa.

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Su gracia, su espontaneidad y su inocencia hicieron que, con el tiempo, decidiéramos adoptarlo y ponerle nuestro apellido. Ahora vive en Barcelona y trabaja como diseñador gráfico.

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Walter es moreno y yo siempre pensé que su color procedía  de los primeros habitantes de nuestra patria. Era un niño indisciplinado y rebelde pero lleno de gracia.

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Creo en el destino como hacedor de la existencia. En las largas charlas con mi hijo fui conociendo que con su mamá vivió en una humilde pensión enfrente de la casa que vivíamos cuando nuestros hijos eran pequeños. Luego nos mudamos y también lo hizo Walter con su madre y su hermana a una cuadra de nuestra casa. Para poder trabajar, su mamá lo llevaba a una guardería donde más adelante tuve mi consultorio. Su vida rondaba la nuestra.

  El niño fue creciendo, se fue a estudiar como mis otros hijos a Córdoba, una ciudad a mil kilómetros de la nuestra, y mientras mis hijos de panza traían sus calificaciones a fin de año, Walter en su primer año de estudio sólo trajo el profundo conocimiento de los “boliches” de la ciudad y sus calificaciones eran impresentables. Sin embargo terminó sus estudios.

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Hábil para los deportes; esquiaba muy bien y cuando terminó su carrera se fue a trabajar a Andorra en un Centro de Sky. Corría el año dos mil y nuestro país estaba con muchos problemas económicos y era España la posibilidad de tener trabajo. Se fue quedando. Se casó en Barcelona, armó su familia y una vez de paseo por el sur de España encontró que en la plaza de Almería había una estatua con su  apellido.

Un largo camino que lo llevó de regreso al lugar donde nació su abuelo, que posiblemente haya sido moro. Cuando hablo con él, noto que su forma de hablar es igual a la de los españoles. Se le ha olvidado el che y usa el tú, se le ha olvidado el ustedes y usa el vosotros. El destino y siempre el destino como  hacedor de la existencia, en este caso la de mi hijo de corazón que ha regresado a sus orígenes.

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