Llevaba puestos los anteojos negros porque lloraba de corrido. En ese estado llegué a la oficina, pero una vez adentro tuve que sacármelos. Todos los compañeros de trabajo me miraban apesadumbrados, apenas los saludé. Dos de ellos ya me estaban esperando con una caja grande con tapa en la que tenía que poner las cosas, para llevármelas. Uno sostenía la caja abierta como ayudándome a que sea más liviano semejante momento. La otra solo miraba y quería decir algo, empezaba a mover los labios pero terminaba callando. Recuerdo que levantamos juntas los extremos del vidrio del escritorio principal para que yo pueda sacar las fotos que había debajo. Y ahí estábamos todos, en las fotos. Me vi, vi a mis hermanos y a nuestros hijos, todos sin lágrimas en la cara. Había poemas en letras de colores, en especial llamó mi atención uno que empezaba “si volviera a nacer…”
Puse todo en la caja, incluido un almanaque de madera con forma de cubos para cambiar el día y el mes manualmente, que quedó fijado en cinco días atrás. Abrimos un armario y encontramos expedientes y más expedientes. Trabajo puro. Eso se quedaba, lo iba a tener que hacer otra persona.
Descolgué los cuadros, y guardé para mí un block de hojas cuadraditas para notas color amarillo, que todavía conservo. En el escritorio menor que completaba la forma de ele del mobiliario, encontré el mate y el termo. No quise en principio ni tocarlos, por si estaban tibios todavía. Pero tuve que ponerlos en la caja, con un paquete de yerba por la mitad que había en un cajoncito.
Me apoderé de un portalápices que contenía lapiceras, gomas de borrar, clips. Era una lata de leche para niños, forrada con goma eva que tenía adherida una cara de payaso, con la boquita para arriba y los ojitos para abajo. Como las oficinas eran boxes vidriados, todos seguían mirándome. Hasta que terminé y salí con mi caja. Varios de ellos me acompañaron hasta afuera. Algunos sollozaban y ni anteojos tenían para esconderse. Puse la caja en el asiento trasero del auto. Y me fui.
Hoy, a casi ocho años de aquel día, me cuesta todavía transitar por esa calle y pasar por ese edificio. Aún tengo en la memoria aquella caja rectangular con textura y color madera, donde entraron todas las cosas pequeñitas que tenía mi padre en su escritorio. Siempre que veo ese lugar me pregunto, cuando yo muera, quien ira a buscar mis cosas.
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