En el preciso momento que recogió el telegrama un escalofrío eléctrico recorrió el cuerpo menudo y lunar de tía Candelaria. Antes de abrirlo, su sexto sentido predijo lo ocurrido. Cuando lo leyó sintió, en su interior, la voz desgarrada de su padre confirmando lo inevitable.

Cuando abandonó la ciudad dejó en ella su pasado, su vigente empleo en la fábrica textil, y sus sueños venideros. Sabía, perfectamente, que era un viaje sin retorno.

Horas más tarde entró en su casa. El cuerpo yacía presente. Las plañideras, sentadas en sillas de enea, susurraban el rosario. Su padre, enlutado y abatido, miraba sin ver a su difunta esposa. Ella se aproximo y le abrazó. Sus ojos humedecieron el rostro seco y curtido de él. Luego observó a su madre y acarició su semblante; al rato, subió a su cuarto y bajó oscura. Blusa negra, falda negra, medias negras y zapatos negros. Esa oscuridad blanqueó mas su tez, iluminó sus inmensos ojos verdes, y acentuó su cabello azabache. Se dirigió a la cocina y cubrió la mesa de aguardiente y café, dulces de manzana y frambuesa, vino propio, queso viejo de cabra, jamón de la sierra, lomo de orza, y hogazas de salvado. La noche del velorio fue penosa, cumplimentada y eterna.

Al día siguiente la trasladaron al pueblo. La misa del funeral fue breve, sobria y concurrida. La sepultaron en el segundo bloque, tercer piso, del enjalbegado, desordenado, y sucio cementerio atiborrado de flores de plástico de olores ausentes y de cruces oxidadas.

Esa tarde, Candelaria, tomó las riendas de la casa organizando la labor. Él cuidaba del ganado, sembraba, regaba y cosechaba la huerta. Se ocupaba de las colmenas y extraía la miel. Vendimiaba, estrujaba, prensaba la uva y la metía en tinajas para que fermentara. Ella cuidaba de la granja y ordeñaba las cabras. Preparaba el cuajado de la leche para sacar el queso fresco. Se preocupaba de vender en el mercado; de administrar el dinero; del horno moruno y del puchero.

Por las noches, refugiada en su cuarto, leía novelas románticas de amores perfectos. Historias idílicas de hombres detallistas, cariñosos y padres de familia protectores. Y, de cuando en cuando, se reconcomía en sus adentros, machacando lo que pudo haber sido y no fue: los amores que se apearon y los que no llegaron.

Bajo esa atmósfera de sueños irreales, de recuerdos y de servicios parentales, transcurrieron días eternos. Y también largos meses de guerras oídas en la lejanía, y años de paz perpetua. Y sucedieron tiempos, irrecuperables, con lágrimas guardadas en rincones ocultos. Y cuarenta años tuvieron que transcurrir para que su padre muriera sonriendo y sin saberlo.

Años después, en una noche de nieves que cubrió la aldea, tía Candelaria, agotada, decrépita y rodeada de soledad, entornó sus ojos alcanzando el silencio de la nada. En su funeral no existieron plañideras. En su entierro, copos algodonados e impolutos adecentaron el cementerio. Y frente a su lápida, cada año, tan solo mis padres recuerdan su desprendida abnegación.

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