–¿Has leído mi artículo? –preguntó F. con interés.

–Sí, claro. –respondió ágilmente y casi por costumbre una voz adolescente.

En realidad, nunca leía sus artículos. Pero consideraba que responder afirmativamente era lo más apropiado. Era una forma de hacerlo feliz –o eso pensaba él–, cuando lo cierto es que su padre no tenía un pelo de tonto, aunque asintiese con cordialidad.

Lo que sí le resultaba muy divertido era añadir alguna palabra al escrito original de F., que transcribía del papel a la plantilla digital. Algo imperceptible, pero que se tornaba en huella propia, como quien realiza un pequeño grafiti en algún lugar público: está ahí, aunque no se le preste demasiada atención.

A pesar de aquellas inmensas lentes, la vista de F. había empeorado, y era él quien le socorría en trasladar el artículo –escrito a mano– al programa informático del que se servía. Nunca habría llegado a intuir que tras la muerte de F. heredaría su amor por la escritura. Una pasión que no compartía en aquel momento.

F. había emprendido el camino finalmente tras una dura enfermedad terminal, pero también había dejado una huella en aquel joven travieso que aplicaba alguna pincelada que otra a sus artículos. Y es que la casa estaba plagada de libros, los cuales parecían contener algo de F. en su interior. Su afición por la lectura nació para –tal vez– dar una y otra vez con su padre: En cada párrafo, en cada historia, en cada uno de aquellos tomos en definitiva.

–¿Qué tal estás? –pareció interrogar F. a su hijo desde algún lugar.

–Son tantas las preguntas que me gustaría hacerte. –respondió una voz algo afectada y en suspenso.

–Solo permíteme una pequeña licencia. –rogó F.

–Lo que desees. –devolvió solícito el hijo.

–Que pueda igualmente revisar tus escritos; yo también quiero divertirme. –espetó socarrón.


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