Camino con el perro. No le pierdo de vista; va y viene olisqueando algunas bolsas que algún cabrón ha tirado en la hierba. Me pregunto si no tiene bolsillos en los pantalones .Temo que no es cuestión de confección. Motivo: la psique y el no haber pasado por una adecuada sesión de catarsis. Sobrevuela una avefría por encima de mi cabeza y dejo de pensar en la basura. En cambio me viene a la memoria Awanjo. Costa de Marfil, septiembre del pasado año en un barrio calamitoso de Abiyán. Metido en agua, solo asomaba su cabeza dentro de un depósito de gasoil destartalado. En la inscripción se leía mal “TOTAL  ACS OIL”. Al rato salió una mujer, con su dentadura blanca que destacaba mucho y me saludó. Quedé jodido y pensé de inmediato en ningún Dios.

Más adelante, a horcajadas un hombre desparramaba basura sobre una manta. Lo único de valor, una palangana de plástico. Yo seguía en pie y el hombre me miraba la cámara. Awanjo aplaudía desde el depósito, mientras el hombre reía. Éste sólo presentaba  dos dientes en la mandíbula superior. Me acordaba del baño de mi hogar, del color blanco de los azulejos; incluso del aseo del “Mikasa”, donde éste hombre sería capaz de comer el fufu en un rincón, sin darle importancia al orín y a la pátina de mierda del retrete.

Tomé una instantánea de Awanjo, sorprendido ante el flash. La pareja se introdujo en un cuartucho franqueado por una jarapa. Al rato, salieron un manojo de niños que no paraban de moverse a mi alrededor. No los podía contar. Estiré los brazos y algo nervioso  les pedí calma, suplicándoles que se echaran un poco hacía atrás. Sin terminar de conseguirlo, un chorro de agua me mojó la cara. Awanjo me había escupido agua del depósito mientras sus hermanos reían descontrolados.

Me tiraron del chaleco, una me agarró la pierna y otro, el más alto me tocó el objetivo de la cámara. Pensé de improviso en regalarles todo lo que llevaba encima, pero reflexioné con detenimiento si serviría de algo. Podría quedarme desnudo, y seguir andando hasta el lugar convenido con mi guía. Éste preguntaría asombrado el porqué de mi aspecto,  respondiéndole  lleno de júbilo que aquel barrio ya no tendría más miseria. Al dejar atrás el arroyuelo que divide en dos la barriada, contemplaríamos como un sol refulgente caería sobre ella y en derredor crecerían una miríada de árboles y arbustos llenos de frutos maduros y los desechos ya no serían desechos, sino vilanos blancos y algodonosos que se perderían allá, sobre la cuenca del Ébrié.

Antes de irme, pregunté en francés por el nombre del pequeño. Otros vinieron a verme. Estuvieron a punto de hacerme caer, pero aguanté algo acojonado. De una pedazo de papel con la cara de un futbolista local, la mujer me escribió con la punta de un carboncillo su nombre. Levanté la mano y nos despedimos, mientras la turba volvía  a sus escondrijos.

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