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Cayetana Consuelo del Mar era esclava de un fenómeno sobrenatural que la llevó justo al borde del precipicio en múltiples ocasiones. La última fue en un apagón…
Abría los ojos y sentía sus manos despertarse mientras sigilosamente emprendían, cada una, con vida propia, un viaje que le provocaba un éxtasis indescriptible. Sentía taquicardia cuando se iluminaba la pantalla. Corrían sus cálidos dedos por cada letra del abecedario, dándole poder y control mientras la acariciaba sutilmente. Cada tecla era un punto débil. Gemía con cada palabra que lograba mágicamente postrar en la pantalla y enroscado su cuerpo desnudo en sabanas sedosas, se desprendía un poco su alma pues cada vez que enviaba, sentía placer. Sabía que no era normal. Sabía que su vida era poco convencional, pero cada vez que recorría su cuerpo con sus manos, cada vez que acariciaba las pequeñas aberturas entre teclas, la sentía cerca. A ella que estaba a tantos kilómetros de distancia, la sentía cerca, la sentía a su lado. Sentía que la abrazaba, que la protegía. Sentía el calor de su cuerpo, y su aliento acariciando su rostro. Carolina sentía, como en su mundo ficticio, Sara se encontraba junto a ella.
Los días pasaban y el ritual de cada mañana continuaba. Carolina se despertaba, y le escribía. Sentía como cada palabra que emitía su cuerpo, plasmadas en la pantalla, le acariciaban el cuello, le besaban los labios. Como a través de sus firmes dedos sentía una energía que se transfería como corriente eléctrica entrando por sus manos, navegando por sus brazos, descansando sobre sus hombros. Le llegaba al cuello y reposaba en su espina dorsal enviando señales, emitiendo chasquidos eléctricos al resto de sus nervios, sentía placer.
Carolina la conoció hacía siete años atrás en un bar de una ciudad iluminada de California. Ambas se miraron, cada una con atuendos pegados al cuerpo, y se gustaron desde el primer momento. Sara no era como aquellas que había conocido antes. Tenía el cabello largo, color castaño, que le llegaba a las caderas con rizos naturales que la hacían verse eróticamente sensual. Carolina no se contuvo, le llevó un trago y comenzaron a hablar. Se contaron historias de cuando eran niñas, se contaron sus pasados amorosos, mientras bebían sorbos de margarita y, un poco más tarde, tragos de tequila. Se abrían cada vez más una a la otra. La energía que emitía cada cuerpo se entrelazaba cada vez con más fuerza sin que ninguna de las dos se diera cuenta. Hablaron, bebieron y coquetearon por muchas horas. Al final de la noche intercambiaron correos electrónicos y nunca más se volvieron a ver. Sara regresó a Nueva York, donde vivía desde niña, mientras Carolina regresó a España, a donde se había mudado hacía algunos meses atrás. Poco convencionales eran, que decidieron por tantos años mantener una relación que era compleja, complicada, muy a larga distancia. Era incomprensible para muchas personas mas, sin embargo para ellas era verdaderamente pura. Era una aventura creativa y especial. Una experiencia única que las unía más, aun estando los cuerpos a mares de distancia.
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Cada vez que Carolina enviaba sus palabras, que Sara recibía instantáneamente, saboreaba su cuerpo. Cada palabra instigaba una reacción efímera que no le permitía controlar los impulsos y rozar su cuerpo sobre sábanas de algodón. Sus manos navegaban por su ordenador como si lo que estuviera sintiendo fuera el cuerpo de Carolina. Cerraba los ojos, la imaginaba. Sus manos entonces recorrían su rostro, sus labios, sus orejas, se sumergían en sus cabellos largos rubios y contemplaban la posibilidad de una relación duradera. Respiraban fuertemente ambas, recostadas en sus camas acariciando las teclas del ordenador portátil, sintiendo cada una como el cuerpo de la otra se acercaba cada vez más. Abrían los ojos, leían. Cada palabra entraba por su columna vertebral, la electricidad rápidamente se apoderaba de su ser. No era sólo fricción sexual. Conocían cada secreto, cada detalle, cada amorío pasado, cada sentimiento presente, cada sueño futuro, cada meta imaginada. Cada vez que leían una palabra, cerraban los ojos con sutileza y sentían a su amada justo ahí, junto a ellas, mientras acariciaban placenteramente el ordenador.
Estaba a punto de guardar Cayetana, el manuscrito de su primera novela, cuando ocurrió el apagón que la dejó abatida, trastornada, y con deseos de destruir la pantalla oscura, y cada letra del abecedario sobre el teclado que le provocaba disgusto infinito. Este disgusto la llevó justo al borde del precipicio y recordó que si hubiera comprado la batería necesaria, su ordenador no se hubiera apagado con la falta de electricidad. Con todas sus fuerzas, lanzó el ordenador portátil hacia la pared y vio cómo se ahogaba en su soledad mientras cada letra volaba haciéndole recordar que ya nunca más sentiría placer.
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