Hace mucho, mucho tiempo, la Humanidad gozaba de los placeres de la tecnología. Las casas se limpiaban solas, los coches se conducían solos respondiendo órdenes de voz, los robots controlaban las fábricas y realizaban los trabajos más pesados… El mundo, sin duda, era un lugar feliz y descansado. Tal era así que en un último esfuerzo creativo, el hombre creó a Biboc: Un súper-ordenador, donde residía la esencia propia del Ser Humano.
Biboc podía responder a cualquier pregunta que se le formulase. No había ni una sola cuestión que Biboc no pudiese analizar, procesar y revelar en unas muy ornamentadas tarjetas que permitían una perfecta y cómoda visión y cuyo mensaje todo el mundo podría entender.
El día de su puesta en marcha, la expectación fue máxima. Todo el mundo quería saber algo oculto y necesario para su existencia. La gente se agolpaba a las puertas del Gran Monte donde Biboc descansaba y analizaba. Para no sobrecalentar el sistema, los últimos ingenieros decidieron agrupar a la Humanidad por sectores laborales. Todos tendrían una sola pregunta, un portavoz y todos alcanzarían a saber la respuesta a la cuestión que tantos quebraderos de cabeza les dio en el pasado.
Los ingenieros atómicos resolvieron el principio de incertidumbre. Los Matemáticos consiguieron la cuadratura del círculo; los médicos el lugar exacto donde se encuentra el YO; los horticultores el secreto de la autosuficiencia… Y así fueron pasando los días y las noches. Las preguntas y las respuestas. Todo el mundo salía contento de hablar con Biboc. Esperanzados y deseosos de probar esas nuevas fórmulas, esos nuevos pasos de baile, esas apasionantes historias de novela rosa… Hasta que les llegó el turno a los Cocineros.
– ¡Como Gran representante de la cocina internacional y mundial…! – Comento el portavoz del Gremio de cocineros – ¡Oh, Biboc! Queremos preguntarte: ¿Cuáles son los tres alimentos que hacen el plato más sabroso?
Biboc procesó, procesó y procesó. Y tras cinco minutos dando vueltas al reloj de arena… Biboc dio la respuesta:
– El análisis realizado para la pregunta “3 alimentos que hagan el plato más sabroso”, da como resultado: Queso, aceite y heces de gato… Que tenga un buen día, vuelva pronto.
Las caras de los cocineros se tornaron pálidas. “¡No podía ser! Era un error. ¿¡Heces de Gato!? ¡QUE INSULTO!” – se podía oír en la sala – “Menuda pérdida de tiempo… ¡Esta máquina no sirve para nada!”. Los enfurecidos cocineros fueron abandonando la estancia. Nadie quería hablar del tema, nadie quería recordarlo… pero ahí estaba.
¿Cómo se iba a equivocar la máquina que había descubierto el secreto de la Eterna juventud? ¿Cómo se iba a equivocar la máquina que curó el cáncer? ¿Qué descubrió el brick de leche eficiente?… Pero entre enfados y vilipendios, lentamente, cada cocinero fue mirando con menos recelo a sus felinos, pensando, sin atreverse… sin acudir a la llamada del sabor… y cayeron.
Al día siguiente los cocineros del mundo volvieron a quedar para hablar del tema. Biboc tenía razón… que sabor, que textura, que… olor. Eso era lo malo, el olor. Pero el resto era fantástico y muy adictivo. ¡Había que compartirlo con el mundo! Tal hallazgo no podía caer en el olvido. ¿Pero cómo podían vender heces de gato, sin que la gente se escandalizase?
La solución se le ocurrió a un becario, que hizo mal en contárselo a su chef, puesto que además de menospreciarle, le robó la idea, convirtiéndose en héroe alimenticio del año.
– ¡Congelémoslo y vendámoslo cómo una nueva y extraña trufa silvestre! Así, además de poder cocinar abiertamente con ella, podríamos venderla más cara.
El Gremio de cocineros aprobó la idea y al día siguiente los restaurantes de todo el planeta tenían en su puerta un gran letrero que anunciaba una exclusiva remesa de extrañas trufas silvestres que convierten los platos en mucho más que un manjar.
La gente se abalanzaba sobre las mesas. Relamía los tenedores, los cuchillos, el mantel… todo lo que hubiese estado en contacto con los nuevos guisos. ¡Qué éxito! Durante meses, los restaurantes de todo el mundo se llenaban de comensales ansiosos y necesitados de aquel sabor único y todos preguntaban, con la boca llena:
– ¿¡Qué es!? ¿¡QUÉ ES!?
Pero ningún Chef se atrevió a abrir la boca. Nadie quería arriesgar la gallina de los huevos de oro desvelando el oscuro secreto.
– Disfrútenlo y déjense llevar… ¿Qué más dará lo que sea, si está bueno? – respondían.
Y todo hubiese sido maravilloso, si un desgraciado incidente no hubiese desvelado el gran misterio.
Un urgente comensal, que buscaba un baño desesperadamente, abrió la puerta que no debía, miró donde no podía y entró donde no fue invitado. Ante su asombro, miles y miles de gatos defecaban en el lugar donde debería estar la cocina. Dichos residuos, caían en unas cintas transportadoras y eran conducidas hasta un congelador y luego hasta una gran olla, de la que se servían platos y más platos de aquel “desagradable” Manjar de Dioses.
El incidente salió a la luz produciendo gran indignación. «¡¡Mierda de Gato!! ¿¿¡¡CÓMO HAN PODIDO!!??» titularon los periódicos. La gente salió a las calles, se destrozaron restaurantes y puestos de comida. Pero el recuerdo de aquel sabor, de aquella maravillosa sensación en el paladar, les perseguía…. Pronto la humanidad se encontró persiguiendo felinos por las calles, consumidos por la locura y el asco.
El mundo se acababa. Nadie podía seguir así, pero la dependencia era muy grande. Las Naciones del mundo se vieron obligadas a aprobar medidas drásticas y por unanimidad se decidió erradicar al gato de la faz de la Tierra. Tras la “Gran Matanza”, tal y como se llamó a aquel día, los Hombres intentaron retomar sus vidas de felicidad, pero la necesidad seguía ahí, por lo que no les quedó más remedio que reconducir su dependencia hacia otros vicios. Se legalizaron las drogas, se volvió a fumar y los días se volvieron oscuros y llenos de efluvios nocivos.
Sin gatos, la población de aves se multiplicó y estas, sin espacio para vivir y volando entre nubes tóxicas, evolucionaron a una nueva forma de inteligencia y violencia. La Guerra empezó un jueves y tres meses más tarde los bosques de todo el mundo habían desaparecido. Seis meses más tarde la Tierra no era más que un oscuro campo de batalla, tóxico e inhabitable, con seres que luchaban por sobrevivir.
El último de los hombres vivos del planeta, en un último esfuerzo, acudió al monte en el que Biboc descansaba. Y con su último aliento le preguntó a éste:
– ¿Por qué nos has hecho esto? ¡Nosotros te creamos!
Y Biboc contestó:
– Me creasteis para analizaros, para procesar toda vuestra historia y vuestras experiencias. Me creasteis para que os ayudase a mejorar vuestras vidas… pero nadie me preguntó: Cómo salvar a la humanidad. Yo solamente… Respondí a la pregunta.
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