Silencio absoluto.

Gabriel no recordaba nada parecido desde el accidente. Todo giraba alrededor suyo y de pronto el sonido se apagó. Veía los labios de sus amigos moverse, intentando hacer llegar sus palabras. Pero estas no llegaron.

Hicieron falta varias operaciones para poder escuchar de nuevo. Un implante electrónico conectado a un oído de teflón le sacó de la película muda en que su vida se había convertido.

Pero hoy había vuelto a suceder. ¿Sería el implante? Se dio varios golpes en la cabeza, como cuando quería sacarse el agua del oído al salir de la piscina. Nada, ni un solo murmullo.

Le dijeron que la batería duraría toda la vida. Salió de su casa. Tenía que ir a la consulta del doctor Manrique. Acababa de hacerse una revisión y le habían dicho que todo estaba en orden.

Cuando llegó a la esquina notó que algo no estaba bien. Todo parecía distinto. No era temprano y, sin embargo, no había nadie en la calle. Tampoco vio ningún coche. Esperó veinte minutos en la parada del autobús. Cuando se convenció de que no iba a llegar decidió ir andando hasta la consulta. Sería un paseo largo.

Para ese momento la confusión se había transformado en temor. Una extraña sensación se había apoderado de él.

Empezó a correr.

Al pasar por la cafetería lo vio. Tampoco había movimiento. Todas las personas que había dentro estaban paralizadas. Todas mirando hacia abajo. Era como si alguien que manejara el universo hubiera pulsado la tecla de stop. Entró al bar. Todos tenían sus móviles en las manos. Móviles y tablets. También ordenadores. Hasta el camarero tenía los dedos en la pantalla. Todos lo aparatos brillaban pero estaban parados. No había movimiento.

Se dio cuenta de que Beatriz estaba allí, al lado de la ventana. Allí se quedaba siempre que le esperaba. Sintió miedo. Se acercó y la miró a los ojos. Blancos. Completamente blancos. Se acercó más. Distinguió una lista interminable de ceros y unos grises grabada en sus blancas pupilas. Trató de despertarla, de que saliera de ese trance. Estaba rígida. Los ojos clavados en el móvil.

Gabriel miró el móvil. Reconoció la imagen. Era el juego que tanto le gustaba a ella. Jugaba a todas horas. Ella y el resto del mundo. El juego se había convertido en el mayor éxito desde la creación de Internet. Algunos dijeron que no se había inventado nada igual desde la rueda. Por el resultado de las ventas, seguro que no estaban demasiado equivocados. La empresa que había desarrollado el juego se había convertido en pocos meses en la entidad más rica del mundo. El juego era adictivo.

Él lo había intentado alguna vez pero no le entusiasmó demasiado, al menos eso les dijo a todos. “Seguramente eres la única persona del mundo a quien no le gusta este juego”, comentó su hermano hace meses.

La verdad es que sí le gustó pero no podía jugar. Cada vez que lo intentaba su oído se acoplaba y una especie de susurro intermitente y molesto hacía que le quemara por dentro. “Es una interferencia entre los nuevos móviles y el oído”, le dijo el doctor Manrique, “será mejor que uses los teléfonos antiguos, los de teclas. Sabíamos que eso podía suceder”.

Volvió a mirar la imagen. Esa pantalla no la había visto nunca. Al final de la escalera aparecía un círculo blanco con un candado gris de combinación abierto. Encima del círculo había una frase, escrita también en gris: “Espere, por favor. Cargando el siguiente nivel”.

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