El final del verano llegaba y mientras paseaba con la puesta de sol se notaba ya un aire más fresco.

Se llegó a la estación. Desde el andén casi se podía oír, se imaginaba, el silbato del tren a lo lejos, acercándose a toda velocidad.

Instintivamente miró siguiendo la dirección del andén esperando ver aparecer el tren. La estación misma parecía que lo esperaba.

Pero a aquella estación, a aquel andén, nunca había llegado ningún tren. Habían construido todas las plataformas, túneles, puentes y estaciones de la línea, únicamente faltaban por instalar las vías, pero nunca se colocaron.

Fue un sueño.

La estación yacía inútil, moribunda, consumiéndose con el tiempo. Y el pueblo, condenado al aislamiento, se consumía con ella. Acabaría por convertirse también en un sueño, desaparecería y de él sólo quedaría un recuerdo que poco a poco se diluye.

Fue un sueño que se marchó, como se iba el verano. Como su vida que acababa.

En el campo, agotado por el calor asfixiante del estío, se intuían los días grises del otoño que pronto llegaría.

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