Sin más, decidió su partida. Desde el Andén, tomó su último tren. Aquel que lo llevaría a un destino sin retorno. Se fue llevándose consigo, sus secretos, sus temores, sus motivaciones. Dejó tras de sí, abandonados para siempre, sus anhelos, sus sueños, sus proyectos.

Lágrimas profusamente vertidas rodearon su partida. Dolor desgarrador extendiéndose como mancha de tinta en los corazones filiales. Desconcierto y cuestionamientos impregnados en los coloquios y en los pensamientos.

Pero más allá de una partida, de un viaje sin retorno; Más allá del dolor de la pérdida, de la fatalidad de lo imprevisible. Más allá de todo lo humanamente soportable, está lo infantilmente sufrible.

Queda el espacio, la ausencia de aquella persona insustituible. Brincos, juegos y risas, de vez en vez truncados por la inocente pregunta: ¿Cuando vendrá mi papito?

Y el lastimero llamado, evocado como reproche ante la injusticia de la vida, por perder los únicos y verdaderamente amantes brazos masculinos, que la sostendrían en la vida:

Ven Abuelita, acuéstate aquí, junto a mí. No me dejes. Porque mi Papito ya se murió, y ya no va venir.  Acompáñame Abuelita, no me dejes por favor, que mi Papito, ya nunca mas me va a besar.

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