El tiempo viaja como un pasajero más. Cada mañana espera aquel tren que dejaría escapar penetrando la oscuridad subterránea.
Entre las pipas humeantes de los hombres que hormiguean sin prestar atención más que al reloj, entre las mujeres elegantes que sortean a personas como él, algo descuella ante sus desvalidos ojos: una niña de largo vestido floreado lo escruta curiosa y alegremente desde el otro lado de la vía. Encoge su corazón.
Pasa un tren como quien corre un telón teatral. La niña ha crecido. Sus pizpiretas trenzas han dado lugar a una larga melena. Su mochilita coloreada ahora es más discreta. Pero ella continúa observándolo desde el andén, en compensación al gentío que lo avasalla.
De nuevo otro tren lo ciega. Cuando se recupera, repara en una mujer de rostro familiar. Las paredes son de otro color, los focos brillan con renovada luz. Él es más pobre, el deceso, más cercano, pero ella permanece en el mismo andén. Ahora ya no lo advierte. Ahora ya no lo ve. Ahora ya es mayor.
El tiempo huye feroz por las vías que los distancian. El tiempo de un sueño infinito, un andén ficticio y una mujer onírica. Como un pasajero más.
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