Llevo toda la mañana haciendo maletas. Las he hecho y rehecho muchas veces y en cada ocasión descubro algo superfluo. <?xml:namespace prefix = o ns = «urn:schemas-microsoft-com:office:office» />
Llega la hora, y contemplo con satisfacción la pequeña mochila en que se ha convertido todo el barullo de cosas que en principio constituían mi equipaje. Me siento satisfecha porque por fin he conseguido llevarme sólo lo esencial.
Acabo de llegar a la estación y decido deshacerme también del móvil, así que, desde el andén, lo lanzo con fuerza a las vías, en el instante en que la locomotora aparece silbando por el túnel. Ya no lo necesitaré más.
El tren para justo delante de mi y a través de las ventanillas observo que va lleno, incluso muchos son conocidos míos que me ayudan a subir cuando se abren las puertas del vagón. Nos sentimos muy felices por un reencuentro que hace tiempo esperábamos y por el nuevo viaje que voy a emprender con ellos.
Al iniciar la marcha, miro hacia atrás. Enredado entre mis cosas, arrugado y un poco desmadejado queda mi cuerpo. Es como un traje viejo, inservible. Decido olvidarlo y mirar hacia adelante, hacia la Luz.
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