La riqueza de dos patrias

La riqueza de dos patrias

Con los ojos clavados en el firmamento, Enrique parecía buscar en la oscuridad de la noche invernal, alguna estrella fugaz a la cual pedirle el deseo que lo hiciera despertar de la pesadilla que estaba viviendo.

Isabel, su esposa, yacía sentada en la cama conteniendo las lágrimas, mientras observaba a ese hombre de tez morena, mediana estatura y rostro añejado por la opacidad del exceso de trabajo. Se fijaba en sus manos, que habían perdido la suavidad de la piel y parecían cubiertas con un áspero manto tejido por la rudeza de los días de dura labor bajo el sol o la bruma. Con delicadeza, se acercó a esas manos para fijar en ellas un tierno beso con el que buscaba sosiego a un tiempo en el que el mundo parecía haberles dado la espalda.

Era la primera vez, desde que se convirtieron en padres, que habían tenido qué ver cómo el sueño calmaba lentamente los ruegos de sus hijos por algo de cenar. El frío inclemente golpeaba con fuerza los cristales de las ventanas y para combatirlo habían decidido dormir junto a sus hijos en la misma habitación. El calor de los cuerpos unidos unos a otros reemplazaba la calefacción que no podían encender hacía meses por falta de dinero para pagar la factura de la luz.

El piso en el que vivían era suyo, o al menos eso creían hasta que la hipoteca los asfixió lentamente hundiéndolos en el fango de la morosidad. Con varios meses de atraso en el pago de su obligación bancaria habían recibido ya el aviso de tener que desalojar el que había sido su hogar durante los últimos 5 años.

A primera hora de la mañana, una comitiva encabezada por empleados bancarios y varios policías llegaría para sacarlos de su casa. Sin importar el dinero que ya habían pagado después de decenas de cuotas olvidadas, los obligarían a salir a buscar un refugio en cualquier parte. ¿Adónde? Tal vez al interior de un cajero automático, tal vez a la casa de algún buen amigo suyo que les pudiera brindar ayuda.

Desafortunadamente casi todos sus conocidos atravesaban situaciones apremiantes. Españoles o inmigrantes habían tenido que afrontar, en los últimos días, difíciles condiciones. Algunos llenos de deudas y sin empleo, subsistían con el dinero del paro o con los auxilios que la ley les brindaba, pero que corrían el riesgo de perder en cualquier momento y por cualquier razón. Otros, habían decidido emigrar a Suiza, Alemania o Inglaterra, mientras que, los que como Enrique y su familia, no contaban con ningún auxilio, habían decidido regresar a sus países de origen, con las cabezas vencidas sobre pechos adoloridos y con los corazones compungidos ante la desgracia de tener que dejar el país que ya consideraban su hogar.

Las raíces que ya habían echado en las fantásticas ciudades del viejo mundo, ahora tenían que ser removidas de nuevo, desclavadas una vez más como ocurrió años atrás, cuando huyendo de la pobreza y con la firme esperanza de una vida mejor, habían tomado la decisión de emprender aquel viaje hacia Europa, dejando atrás la tierra que los vio nacer. La amenaza de la miseria que los llevó a tomar aquella decisión, se repetía nuevamente ahora, pero las circunstancias y las emociones eran completamente diferentes. La primera vez que tomaron rumbo hacia la lejana Madre Patria, sus corazones estaban henchidos de esperanzas, la sonrisa no se desdibujaba de sus rostros más que unos minutos cuando con tristeza se despedían de padres y hermanos, pero volvían a recobrar la alegría con solo pensar en que viajaban hacia el llamado primer mundo. En aquellos momentos llenos de anhelos y juventud sus mentes solo se trazaban caminos victoriosos colmados de logros. Ahora por el contrario el viaje de vuelta era sinónimo de derrota, el símbolo de los sueños despedazados. Volver a su país de origen, más viejos, sin ilusiones y sin conseguir lo que habían salido a buscar, era para ellos el culmen de la humillación y del fracaso.

Ni siquiera en los tiempos en que Enrique y su esposa vivían en ese pequeño rancho de paredes levantadas con palos, habían sentido tanta desesperanza. En aquellos días mientras la lluvia golpeaba ensordecedora contra las tejas de lata, la pareja se abrazaba recostada en su pequeña cama y creaban juntos mundos fantásticos donde todas sus ilusiones se hacían realidad. Ahora ni el más fuerte abrazo podría devolverles la imaginación quimérica de aquella época llena de esperanza.

La noche transcurría aprisa a pesar del desvelo. La hora del desahucio se acercaba y con ella la desesperación.

–  ¿Qué vamos a hacer? No tenemos a donde ir, ni qué comer. Es que aunque pensáramos en volver a Colombia no tendríamos ni el dinero para el viaje – murmuró Enrique con la voz entrecortada.

–  Yo le puedo pedir a mis hermanos que entre todos nos presten la plata para los pasajes- replicó la esposa esforzándose por esconder su profunda tristeza.

–  ¿Tus hermanos? Si apenas trabajan para subsistir.

–  Si, pero podríamos entre todos hacer una rifa. Así también recogeríamos algo de dinero.

–  ¿Y mientras reunimos la plata, dónde vamos a vivir y qué vamos a comer?

–  Existen albergues para los sin techo- Dijo ella buscando aferra cualquier solución.

–  Qué horror mujer. Somos y hemos convertido a nuestros hijos en mendigos.

–  Si mijo, pero será por poco tiempo. Cuando regresemos a Colombia las cosas van a cambiar.

–  Si claro van a cambiar, pero para volver a ser como eran antes. Antes de que viniéramos a España, antes de que yo pudiera soñar con tener una casita propia. Antes de que pudiera salir de esos cafetales en los que crecí. Va a volver a ser una vida de pobreza.

–  Pero será pobreza con dignidad. Pobreza material pero lejos del hambre que nos empieza a matar aquí. Nos faltarán las comodidades, pero al menos no mendigaremos nada-

–  Puedes tener razón Isabel, pero me resisto a volver a ser el mismo que era antes de venir aquí. Cuando salí del pueblo siempre pensé que volvería siendo un triunfador y no un fracasado. Ahora no solo volveríamos derrotados, sino también diez años más viejos y más cansados. Yo ya no tengo las mismas fuerzas para empezar otra vez de cero.

–  Lo sé mi amor, pero no tenemos otra opción- sentenció Isabel.

Por un largo rato volvieron a quedarse en silencio y vieron pasar los minutos hasta que llegó la mañana y los pocos rayos de sol atravesaron las ventanas. Los niños se despertaron más hambrientos que antes e Isabel empezó a entretenerlos contándoles cuentos y jugando con ellos, distrayendo su atención para que olvidaran el hambre que sentían.

Mientras tanto Enrique, sin alejarse de la ventana, vio venir a lo lejos a varios de sus amigos del bar donde solía ir a ver el fútbol. También vio salir una gran cantidad de vecinos del edificio de enfrente, quienes retaban el frío invernal de aquella mañana. Segundos después oyó que tocaban afanosamente a su puerta. Estupefacto esperó a que Isabel abriera, para ver con asombro a través del vano las miradas vivaces de muchos de los vecinos de su edificio.

No entendía Enrique y tampoco Isabel qué hacían aquellas personas allí. La pareja se había esforzado en mantener su triste condición en secreto. Con el ánimo de no perder su orgullo y viendo su desgracia como una afrenta a su dignidad, habían hecho todo lo posible porque nadie se enterara de sus vicisitudes. Aún así, los vecinos se habían enterado de la situación y se habían acercado para apoyarlos en ese momento tan difícil.

Aquellas personas habían escuchado sobre el desahucio de boca de una de las profesoras del pequeño Kevin, la cual un día preguntando al niño por sus padres, lo escuchó decir inocentemente: -Mi papá ha dicho que unos señores malos de un banco nos van a echar de la casa-. Con el ánimo de hacer algo por aquellas buenas personas que conocía hacía años y a quienes les había tomado cariño por su humildad, la profesora decidió averiguar por medio de un amigo, que tenía en la policía, para cuándo se tenía previsto algún desahucio en su barrio.  Fue así como se enteró de la fecha y hora en que esta familia perdería su casa. Resolvió entonces regar la voz entre los vecinos y todos estuvieron de acuerdo con la idea de apoyar a aquella familia y conformar un grupo de ciudadanos para hacer frente al desalojo.

La pareja enmudeció al ver lo que sucedía. Sus amigos y vecinos se mezclaban con personas que incluso no conocían, pero que se solidarizaban con su desdicha. Jamás creyeron encontrar una muestra tan grande de solidaridad proveniente de personas de tan distintas razas, culturas, religiones y nacionalidades. Allí estaban los senegaleses del 4-A, con quienes solo habían compartido algún saludo en el ascensor. También estaban doña Rosario y don Manolo, los jubilados que en la navidad pasada le habían regalado una muñeca a su hija más pequeña.

Al salir de su piso, las caras de todas aquellas personas les brindaban fuerzas para no desfallecer. Cuando llegaron a la calle encontraron un río humano que crecía a cada segundo. Entre la multitud estaba don Andrés, el portugués dueño del bar de la esquina; también estaba Ainhoa, la madre del mejor amiguito de Kevin; Igualmente Santiago, un ex compañero de labores de Enrique, quien también estaba en el paro hacía meses; e incluso los chinos a los que Isabel nunca pudo llamar por sus nombres, pues se le hacían muy complicados, y que además tenían una tienda en el bajo del mismo edificio donde vivían. Hasta doña Teresa había hecho a un lado sus diferencias y los apoyaba de corazón, luego de que un mes antes hubieran tenido una discusión porque a la señora le disgustaba que los niños corrieran por el rellano.

La esperanza volvía a alumbrar en los corazones de aquella pareja, que no podía contener las lágrimas ante tal muestra de afecto. Fortalecidos así por las decenas de personas que ahora se convertían en sus más grandes amigos, vieron llegar la comitiva del desalojo.

En medio de abucheos los funcionarios intentaron ingresar al edificio, pero una barrera humana se los impidió. Con algo de furia intentaron quebrantar la fortaleza de aquellas almas unidas. Minutos de tensión, rabia y desespero se vivieron en aquel lugar, hasta que los miembros de la comitiva, vencidos por aquella unión vecinal, decidieron suspender la acción.

Se sentaron a dialogar con la pareja y al final les concedieron algunos días de prórroga. En ese tiempo deberían pagar las cuotas atrasadas o encontrar un nuevo hogar. Solo eran tres semanas más, pero al menos era un respiro para la familia.

La pareja, visiblemente conmovida, agradeció mil veces a cada persona que los acompañó y con un leve alivio regresó a su piso, sintiendo ahora la amenaza del hambre.

Antes de entrar en la vivienda la pequeña Samanta con mirada enternecedora expresó a sus padres que tenía mucha hambre. La queja triste de aquella niña fue escuchada por Ana, la vecina del piso de enfrente, que casi ahogada por el llanto, les ofreció desayunar en su casa.

La vergüenza cubrió el rostro de Enrique que agachó su cabeza para ocultarla, pero Ana le tomó de la mano y lo haló junto a su esposa al interior de la vivienda, no sin antes aclararle que tener hambre no era motivo de vergüenza.

Así empezaron a pasar los días. Los vecinos se repartían las comidas. El desayuno del martes le correspondía al 2-A, la comida al 2-C y la cena al 2-B, el miércoles era el turno de los pisos de la tercera planta y así sucesivamente hasta que cada vecino les tuvo como invitados a su mesa.

Mientras tanto Enrique comenzó a reconocer que no importaba la derrota si en ella había dignidad y no importaba el fracaso si había aun fuerzas para levantarse. Tarde o temprano tendría qué dejar su casa y no podría seguir viviendo de la caridad. Fue así como tomó la difícil decisión de llamar a Colombia. -Si en España me han apoyado tanto, ¿por qué no van a hacer lo mismo mis familiares y amigos de juventud?- pensó.

Con fe en su gente empezó a llamar y a pedir ayuda para regresar. Les explicó a sus amigos las circunstancias, y con emociones encontradas vio abrirse cada una de las puertas que tocó. Así, entre los más allegados a él y a su esposa empezaron a recoger, con rifas y ventas de tamales y empanadas, el dinero suficiente para los pasajes de toda la familia.

El dueño de la finca donde trabajó una década atrás recolectando café, le ofreció vivienda a cambio de que administrara el predio. Además le pagaría un salario decente. Aquel hombre sabía de la honradez y entrega de Enrique en su trabajo y no dudó en brindarle ayuda.

Así pasaron los días hasta que llegó la noche víspera al desalojo. Durante los días previos Enrique invitó a sus vecinos para que esa noche se acercaran al portal de su edificio y una vez cumplida la cita por todos los invitados, se paró sobre una silla y expresó:

–  Vecinos y amigos. He decidido regresar a mi tierra. Será un nuevo comienzo difícil, pero estoy dispuesto a enfrentarlo gracias a la fuerza que ustedes me han dado. Mi corazón está lleno de agradecimientos y ni en cien vidas podría pagarles todo lo que hicieron por mí y por mi familia. No podré olvidar jamás su maravilloso gesto de bondad. 

Hoy, mi corazón y los de mi familia se parten al tener que alejarnos de unas almas tan extraordinarias, pero nos llevamos un pedacito de cada uno de ustedes y de ese cariño que nos han brindado.

Nuestro viaje será en pocos días y mientras llega, espero compartir con ustedes los momentos que aún nos quedan en este país incomparable, lleno de gente buena y echada pa’lante como decimos en mi tierra.

Esta nación, que estoy seguro saldrá adelante, será por siempre tan mía como lo es mi país natal. Y espero regresar algún día para devolverles un poco del inmenso cariño que nos han otorgado.

Mañana el banco será nuevamente el único dueño de nuestro piso, pero no estoy triste porque ustedes me han devuelto la esperanza.

Los días que nos quedan los pasaremos en casa de doña Teresa, que nos acogerá en su hogar hasta el día de nuestro viaje. Gracias infinitas a ella, a quien ya no le importa ver a los niños corriendo, no solo en el rellano, sino también en su casa. Ellos ya incluso la llaman yaya.

Gracias amigos. No me queda más que decirles que continúen con esos corazones tan llenos de bondad, que la vida los recompensará, así como nos recompensó a nosotros permitiéndonos vivir rodeados de gente tan buena.

Hasta pronto y quedan todos invitados a visitarme en Colombia. Mi casa será de ustedes también.-

Un aplauso ensordecedor se mezcló con lágrimas y todos quisieron darle la mano a aquel hombre que se despedía de ellos.

Al día siguiente Enrique recibió con una sonrisa a la comitiva del banco. Les entregó las llaves del piso y le apretó la mano a cada uno de los miembros del séquito. Les agradeció por el plazo que le habían dado y les deseó, con la bondad de su corazón, toda la dicha que ahora él estaba sintiendo.

Dos semanas después, en el aeropuerto, un convoy de vecinos se despedía con nostalgia, pero con tranquilidad, de aquella familia que no encontró la riqueza material en España, pero sí la riqueza espiritual y la alegría de tener amigos irreemplazables.

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