Enciendo mi ordenador para revisar mi correo electrónico, entre la diversidad de  mensajes uno capta mi atención, es la convocatoria para escribir un texto sobre la pobreza, exclusión social y el voluntariado, el simple hecho de leer el tema remueve en mi interior recuerdos y sentimientos poco gratos más, no por ello vanos. De inmediato me transporto a mis primeros años de existencia, el  fétido olor azufroso proveniente del canal de aguas negras que se encontraba  a unos cuantos metros de distancia de aquella casucha levantada con algunos palos de madera, ventanas de cartón y techo de lámina, fungía como mi morada. No tuve la oportunidad de conocer a quienes me dieron la vida, sin embargo, aquellos pobres miserables a quienes pude haber considerado mi familia,  me contaron  que simplemente un día amanecí en esa colonia de los olvidados, así se hacían llamar ellos mismos. Habían tomado la decisión de asentarse debajo de un puente de concreto con la finalidad de que este les sirviera como protección para amortiguar las inclemencias del tiempo y las devastadoras sorpresas naturales, era esencial pensar en ello, máxime cuando los materiales con los que estaban construidas sus guaridas eran frágiles, escasos y muy susceptibles al desecho. Fue Don José y  Doña Florina quienes por así decirlo, se hicieron cargo de mí persona; – ¡que más da! exclamaban, ya tenemos 12 y para comer de la caridad o de los desperdicios no importa uno mas en nuestra lista; Me bautizaron como aquel que fue concebido por obra y gracia del espíritu santo,¡ Jesús!, aunque todos me llamaban ¡ Jesús el abandonado!

Los recuerdos de mi infancia en su mayoría son muy tristes, probé de la soledad el aliento, hice a la locura parte de mis pensamientos, mis aposentos consistían en una cama de tierra y una cobija de diarios viejos que me apremiaba a recolectar para no experimentar ese gélido frío que te cala hasta los huesos, tuve hambre  y sed no solo del alimento  y la bebida sino también de añoranza y de deseos,  de anhelo por sentirme amado, por unas caricias sinceras, por una guía, por un buen consejo.

En esta tierra de los olvidados los arrabales eran nidos de escasos 11 metros cuadrados donde prevalecía el hacinamiento de familias, la falta de higiene, la enfermedad y el deceso estaban a la orden del día, la violencia intrafamiliar, las violaciones entre la parentela, los incestos eran situaciones comunes y ordinarias, a mi concebir casa de todos hogar de ninguno.

En momentos en los que me alejaba de aquel ambiente en búsqueda de realizar alguna labor que estuviera a mi alcance a causa de mis fútiles conocimientos, caminaba cerca  de propiedades bien edificadas y me tocaba escuchar a las madres convidando a sus hijos a compartir la mesa, oía las risas de aquellos afortunados y el simple hecho de percibir el exquisito aroma que escapaba de esos guisos, hacían que mi  saliva pareciera agua, las tripas me crujían fuertemente  y me retozaba de un profuso dolor motivado por los prolongados, involuntarios y obligados ayunos. No podía evitar que ante mis circunstancias ínfimos sentimientos se gestaran, suma envidia por aquellos que lo tenían todo, coraje con la vida por ser tan injusta, aborrecí mi suerte una y mil veces, alcancé a comprender y asimilar el porque nos llamaban los olvidados, al parecer en la sociedad no existía un ápice de conmiseración sobre nuestra necesidad,  ningún tipo de cobijo y no solo me refiero al material sino al afectivo, ni un hado, ni una providencia. Me sentía tan solo, tan faltode amor, tan infeliz, con tan pocos ánimos para seguir penando en este camino amargo, la depresión me hizo presa en muchos momentos más alguien superior a mi deseaba que yo continuara mis pasos.

Conforme transcurría mi adolescencia no solo mi débil y escueto cuerpo iba experimentando cambios, también mis piensos y mis sentimientos, mi carácter se torno fatuo y me hacía languidecer en sueños y esperanzas,  aunque muchas veces creí que nosotros los olvidados no teniamos derecho a  albergar emociones de esta índole.

Yo, ¡Jesús el abandonado! comencé por primera vez a indagar el porqué estaba  en un mundo en el que me sentía tan despreciado y ajeno, yo, un individuo analfabeta que subsistía con difíciles labores y de remuneración precaria, yo, un ser que me sentía tan auto devaluado y consideraba no merecía nada. Entonces como la luz que anuncia la llegada del nuevo día una bendita mañana los cuestionamientos una vez más soslayaron mi mente, ¿quién soy yo?, ¿por qué existo?, ¿cuál es mi propósito?, ¿por qué soy el que soy y no fui otro?, al no encontrar respuestas sentí una incesante necesidad de conocimiento, de comprensión,  de entendimiento. Debía partir de un origen o de una punta cual madeja que se encuentra enredada y necesita encontrar su destino, solo tenía algo que sentía me pertenecía por derecho humano, más tarde asimile que también me pertenecía por derecho divino, si, me refiero a mi nombre, ¡Jesús!, ¿por qué me habían puesto ese nombre?, ¿quién era Jesús?, ¡ya tenía un inicio ¡y, ¿A quién podía recurrir para hallar mi esencia? Consideré ¡a los míos!, comenzando por aquellos que mal o bien habían tenido la caridad de asirme, esos a los que no podía llamarles padres porque ellos mismos nunca me lo permitieron, en medio de una vida tan llena de carencias y con tanta ignorancia, la negatividad, el pesimismo, se sobreponen a los nobles sentimientos, pero lo peor de todo es que amargan el corazón y envilecen el alma. Don José y Doña Florina poseían algo muy propio de los pobres, ¡la ignorancia!, ellos solo supieron decirme que Jesús había pasado por este mundo muchos años atrás y que los hombres le dieron una muerte de cruz por que se hizo llamar el hijo del todo poderoso, del creador de lo terrestre y lo celeste, más me brindaron un buen consejo, el acercarme a un templo católico para entablar conversación con un hombre de Dios  también conocido como sacerdote.  Atendiendo la orientación dada me apronté a presentarme con un cura de la iglesia más cercana.

 El padre Hipólito me recibió con un gesto desconocido para mí, guardaba en su mirada una dulzura cual una madre acoge a su hijo recién nacido, su tono de voz afable y su trato gentil me dieron pie para abrirle mi corazón de manera inmediata y así, exponerle mis dudas y lo difícil de mi existir.

En este hombre de bien encontré tantas respuestas, más mentiría si les dijera que en él descubrí mi esencia, ¡no fue así!, más su presencia en mi camino fue clave para mi destino, puesto que él se convirtió en un padre,  en un hermano, en el más fiel de los amigos; se dio el tiempo para enseñarme a leer y a escribir, me instruyó en la religión y me dio un ofició mismo que más adelante me serviría para costearme una carrera en Contabilidad Pública, reveló en mi ser que así como existe lo malo también existe lo bueno, que la causa del sufrimiento humano es la ignorancia y que entre más conocimientos tengamos mas profunda es nuestra visión por la vida. Que el destino esta hecho de decisiones y consecuencias, pero lo más importante que aprendí fue que la pobreza no solo existe de manera material y/o económica, también impera en los sentimientos, en los valores y en el amor pues hay quienes carecen de todo esto y no hay pobre más pobre que aquél que lo único que tiene es  dinero.

El padre Hipólito me enseño a conocer a Jesús,  me hizo entender de un modo muy sencillo y con toda la simplicidad que él es amor y el sumo bien y que todos los seres humanos estamos convidados a ser felices amándonos. Me enseño que el alimento más importante no es el de la carne sino el del espíritu  y que este lo iba a obtener a través de la fe y la oración traducida estas  en creer, confiar y en tener un diálogo intimo con el ser supremo y con uno mismo. Poco a poco fui encontrando las respuestas a todas mis interrogantes, descubrí mi esencia no en los demás sino en mi mismo. Trabajé mucho en mi autoestima y valoré que tenía que vivir mi vida con compromiso, que si quería dejar de ser pobre  de bolsillo necesitaba voluntad mas si buscaba dejar de ser pobre de corazón tenía que aprender a amarme para poder amar a mis semejantes, tenía perdonar para obtener el beneficio de la paz interior y la libertad.

Cuando me sentí seguro de mi mismo y satisfecho con mis logros personales dejé de ser Jesús el abandonado, ya no me identificaba con este verbo, yo no era un abandonado, ni por Dios, ni por mi mismo, ni por mis semejantes, reconocí mi poder de decisión y de elección, decidí ser feliz. Y como uno no puede ofrendar lo que no posee entonces cuando consideré que tenía mas de lo suficiente, me ofrecí como voluntario para redituar un poquito a quién tanto me había dado, le ayudé a Don Hipólito en sus misiones y en la labor social y altruista que hacia al prójimo, en particular a los excluidos, a  todo aquellos que se sienten olvidados,  que están inmersos en un mundo de caos y de pobreza extrema, que no son capaces de ver porque están sumidos en esas condiciones de precariedad , esos con los que a diario nos topamos en nuestro sendero y que para la fría humanidad solo son:  los marginados, los ignorantes, los mediocres,  los infortunados, ellos a los que muchas veces juzgamos sin ponernos en su lugar porque es más fácil juzgar que considerar, debemos crear conciencia para iniciar el cambio, comenzando por uno mismo, tenemos que ser participes de manera activa de esta situación ofrendando a los más necesitados porque solo dando es como nos permitimos avanzar como sociedad y como seres humanos de calidad.

AUTORA: Catalina Araceli Castañeda Estrada

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