“Y vi a un ángel que estaba en pie en el sol, y clamó a gran voz, diciendo a todas las aves que vuelan en medio del cielo: Vengan, y congréguense a la gran cena de Dios, para que coman carnes de reyes y de capitanes, y carnes de fuertes, carnes de caballos y de sus jinetes, y carnes de todos, libres y esclavos, pequeños y grandes” (Apocalipsis 19:17-18).

Savia, sangre que nutre cada hoja por sus anegados poros; hojas, folios que dibujan destellos oxigenados en el aire; aire, reflejos de un sol que templa el mar eterno; mar, densidad inabarcable que baña el cielo de nubes; nubes, veletas que se rompen y esparcen sus gotas al espacio infinito;  gotas, oro que resbala por los tallos hasta acariciar la tierra abundante; tierra, mineral que se mezcla con las raíces de un árbol frondoso; árbol, vida que crea la savia que nutre cada hoja…

Un manto de esferas se encorva y ondea como un mar bravío, los plateados sonidos del atardecer se mezclan con la desesperanza de un ángel acabado. La brisa despeina su rostro y templa su mirada. La mirada perdida de un ángel abatido. Los últimos rayos contemplan vanidosos al ángel caído. El cielo parece cercano, tangible, como una sábana infinita. El aire rezuma un olor infecto, presagio de lo que está por venir. Sus heridas son innombrables, definitivas. La carne desgarrada en su espalda es solo un recuerdo del pasado, de un tiempo marcado por el poder de la justicia.

Noventa cicatrices se transparentan tras el velo de una piel dura y herida como una coraza quebrada. Noventa ciclos rotos, noventa estigmas que lo avalan. Para un ángel noventa ciclos son demasiados. Las purgas se vuelven injustas, la balanza se inclina al desastre, el caos pierde su orden y los hombres sucumben al mal. Cada sacrificio implica una herida perenne y sangrante, de un dolor inexplicable, infinito. La tristeza de un ángel hundido, que observa cómo su mundo se agrieta. Se atormenta y llora sangre, lágrimas que no aplacan nunca su pena.

Noventa condenas firmadas con su negra pluma. Noventa inocentes entregados al abrazo de la agonía eterna, almas arrancadas de sus cuerpos, tiernas como la carne viva, despojadas de la protección de la piel, vulnerables al más leve roce y sometidas a un fuego sangriento, hundidas en los infiernos más profundos, convertidas en savia para alimentar el equilibrio, sacrificadas para nutrir nuevos brotes. Y repetir el ciclo.

Cierra los ojos. Respira profundo. Mira al cielo y levanta los brazos. Casi lo toca y exhala su anhelo. La brisa se torna tormenta y el mar de esferas se agita con virulencia. Para un ángel, el fin es solo la calma, un nuevo principio en su ciclo eterno, la savia que nutre un árbol en primavera. Abre los ojos y mira hacia abajo. Los hombres apenas se aprecian desde lo alto de su torre. Sus pupilas se dilatan y su estómago se encoge. Los hombres no tienen alas. De nuevo, cierra los ojos. Pide a Dios que lo perdone, y da un paso adelante.

La fuerza del viento lo envuelve y golpea a oleadas la ropa, su corazón se acelera y el cuerpo reacciona agitando sus brazos y piernas. Un grito inhumano se pierde en el vacío, ahogado por las trazas de un viaje frenético. Abre los ojos. Los hombres se acercan con prisas y su mente por fin se rebela: decide que no es el momento, que aún es posible otro ciclo, que la muerte no sirve de nada si la vida se malgasta. Se arrepiente de su último paso. No asume que ya no haya tregua. Se aferra a una tenue esperanza. Su cuerpo se encoge y se blinda, dispuesto a resistir la caída.

Pero su cuerpo ahora solo es carne. Y su carne no es más que la de otros mortales. Un golpe seco. Su pecho revienta en el duro pavimento. Huesos astillados desgarran los músculos. Pulmones encharcados de sangre mezclada con trozos de órganos descarnados. Sus miembros, dislocados, adoptan posturas imposibles. Un espeso grumo amarillo se derrama de una fisura en el cráneo. El grito de un niño que observa la escena interrumpe el tráfico humano. Un círculo vivo rodea al caído. Curiosidad o perversión, gente atraída por el olor de la muerte. Espanto y emoción.

El ángel que toque la Tierra despertará la ira de Dios e iniciará el apocalipsis de los cielos. Todas las aves del mundo se reunirán en un ejército alado, armada que se alimentará de la gran cena de Dios. Toda la carne del mundo será el banquete celestial. Todas las almas quedarán liberadas de su encierro carnal y se unirán en un único núcleo bipolar que se condensará en una gota de savia. La semilla de un nuevo génesis, elemento vital para un nuevo Edén creado por un Dios aburrido de su viejo juguete, un juguete habitado por la corrupción, la pobreza, la desigualdad, podrido por el tiempo, víctima de su propia entropía.

 

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