EN VERDE

Aunque vendo bastantes libros, me considero  un escritor del montón. De esos medianitos, vamos. Como soy conocido en parte voy a adoptar el seudónimo de Juan Ortega, por lo que pueda pasar y a fin de evitar malentendidos. A raíz de lo que me pasó hace unos meses, mis expectativas literarias han cambiado en buena medida. Mi propósito es que el que lea esto se dé cuenta de que la literatura puede tener una importancia mayor de la que uno pueda esperar.

Estaba bien entrado el mes de Julio y hacía ya un calor espantoso por el sur. A las tres de la tarde no se podía estar en la calle. Insoportable. El sudor, a chorros.  Yo llevaba tiempo que estaba muy mal. Mi novia después de quince años me había dejado porque decía: “Me tienes ya aburrida. ¿Cuándo nos vamos a casar?”. Aunque era guapa y la quería yo no estaba por la labor, así que me abandonó. Entré en depresión y me puse a comer como un cerdo hasta que me puse como tal animal. Encima no se me ocurría nada para mi próxima novela. Siempre que hablaba con Ángela, mi editora, me excusaba diciéndole: “Perdona por este retraso pero estoy más hueco que un tambor. A ver si encuentro inspiración” Así iban pasando los días y las semanas y Ángela metiéndome bulla.

Dicen que el amor cuanto más lo buscas peor y la inspiración yo creo que dos cuartos de lo mismo.

Fue precisamente un lunes de Julio a las tres de la tarde aproximadamente cuando lo conocí. El semáforo se había puesto en rojo y de repente se me acercó. Era africano, con una sonrisa que intuyo nació ya con ella. Llevaba una gorra roja y una chaqueta blanca, supongo que para resguardarse más del calor. Portaba varios paquetes de pañuelos en su mano derecha. Simplemente me dijo “Hola” y yo le contesté con otro “Hola”. No quería pañuelos y cuando la luz cambió a verde me fui. Era la primera vez que lo veía en aquella esquina pero no la última. A partir de ese día me lo volvía a encontrar diariamente. Con su sonrisa gratuita y generosa. Fuerte para soportar cualquier atropello. Con su gorra, siempre roja. Pidiendo tan sólo unas monedas. “Para comer”, siempre me decía. “Muchas gracias”, me dijo la primera vez que le día algo suelto que llevaba y sonreía, siempre sonreía. “¿Cómo te llamas?”, le pregunte en una ocasión cuando el semáforo estaba en rojo. “Robert”, me dijo, entonces la luz cambió y me marché. “¿De qué país eres?”, le pregunté otro día  estando en rojo. “De Camerún”, me respondió Robert.

Robert era fuerte a pesar de las circunstancias y su sonrisa más aún. Era inamovible. Así un día y otro y otro. Poco a poco y como si fuera ladrillo a ladrillo igual que se construye una casa, fui construyendo la historia de su vida. Que su mujer y su hija de seis años estaban  allí y que no podía verlas. Que vivían en una casa abandonada pero no por las ratas que la habían inundado. Que buscaba y buscaba trabajo pero no encontraba. Por la mañana a veces, estando solo en casa, me acordaba de él y poco a poco el deseo de verlo de nuevo empezó apoderarse de mí. Necesitaba verlo y saludarlo y darle alguna pequeña ayuda. Empezó a convertirse en un anhelo que me hacía preguntarme su razón pues era algo que no me había pasado anteriormente.

Fue una noche. Me iba a la cama cuando de pronto surgió la idea: Una novela sobre Robert y el título en principio sería: Blanco y negro. Reconozco que no  es muy original pero en principio serviría para referirme a ella. La ví clara. Contaría toda su vida en Camerún y aquí e intentaría mostrar de una forma realista las vivencias de Robert en ambos países y sus dificultades. Evitando los sentimentalismos e intentando no ponerme al lado de nadie. Para ello adoptaría la primera persona y haría un esfuerzo, tremendo creo, para ponerme de lleno en su pellejo. Ya lo tenía. La deseada inspiración me vino al fin. Ahora necesitaba información a ser posible detallada de su vida. Estos datos me los fue dando Robert a golpe de semáforo y monedas que le iba dando contribuyendo como pudiera a ayudarlo. Cada semáforo en rojo era un microrrelato. Unos crudos y otros menos. “Echo mucho de menos mi país y mi familia”, me decía con la mano izquierda en su corazón y saltándosele las lágrimas. O “hablo con mi hijo cuando puedo porque no tengo dinero para teléfono y mi mujer me dice que cada día que pasa aprende algo nuevo y que le pregunta mucho que si voy a tardar mucho en volver”, me dice con los ojos mojados y su sonrisa de oreja a oreja. U otro día me cuenta que en la casa abandonada donde vive, no tienen ni agua siquiera y cuanto menos luz y que las ratas se le pasean por el cuerpo aprovechando que están dormidos, él y sus compañeros.

Y conforme me iba contando todo esto yo decidí que mi novela estaría llena de todas sus vivencias pero dándoles la vuelta. Es decir. Lo que contaría sería una historia alegre y no triste. Real pero sin penas. Así pues en mi novela, Robert, no viene solo sino que se trae a su mujer y a su hijo. No  viven en una casa abandonada sin lo más necesario, porque al estar aquí unos meses encuentran trabajo los dos y pueden vivir dignamente y con el paso del tiempo consiguen estar cada vez mejor y hasta consigue traerse a su madre, que es mayor y está enferma, para cuidarla. Mi novela pues se convierte en una canción alegre. Ahora viene lo enigmático de todo lo que estoy contando y que hace que algunas noches me desvele y no pueda coger el sueño. Conforme la iba escribiendo, seguía charlando con él entre semáforo en rojo y semáforo en rojo y mi vello cada vez se ponía más de punta comprobando que todo lo que yo contaba él me decía que le estaba sucediendo: Que por fin estaban los tres juntos. Que ella había encontrado un buen trabajo. Que él iba a dejar la calle porque le habían ofrecido un contrato como soldador y también lo de su madre enferma. Así, parada a parada y palada a palada íbamos construyendo. Yo, mi novela y él su vida.

No estoy mintiendo. Es la pura verdad. Por eso ya no creo en la máxima de Oscar Wilde y sus amigos del arte por el arte, sino del arte, o algo que se parezca al menos para salvar a los que están naufragando. Esa debe ser su misión. Eso es lo que yo creo ¿De qué sirve el esteticismo ante un relato que se puede hacer carne en una persona concreta? Me atrevo a decir que de muy poco.

Anoche tuve una  pesadilla extraña y me desperté de madrugada sudando. Era  de noche y estaba solo en mi coche parado con el semáforo en rojo de la rotonda. No había nadie. Robert no estaba por ningún lado. El semáforo tardaba en cambiar. Tardaba mucho. Yo lo miraba fijamente con el deseo de que por fin se pusiera verde, pero nada. Seguía en rojo. Entonces la luz empezó a hacerse cada vez más grande y más grande y cambiaba la forma. En lugar de redonda empezaba a parecerse a un corazón. Latiendo fuerte. Cada vez más fuerte. Y conforme lo hacía se acercaba a mí. Bum, bum, bum. Enorme. Y destilaba líquido rojo. Empecé a asustarme y ponerme cada vez más nervioso.  Entonces vi su sonrisa. Sólo su sonrisa. Y de pronto cambió a verde y me vi a mí mismo. Solo. Sin sonreír. Inmaduro frente a su madurez y aún en verde. Robert en rojo y yo en verde.

 

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