Día 1:

En ésta, como en todas las grandes ciudades, si gritas nadie te escucha y si padeces nadie te mira, pero he aquí que si silbas o canturreas, la gente se admira. Sin rumbo ni pretensión, con las manos en los bolsillos, desemboco en una pequeña y recogida plaza, rodeada de copas que clarean por el efecto de una alopecia inexorable. Me siento en un banco frente a una estatua. Detrás de ella hay otro banco, y uno más a cada lado. A mi derecha, debajo de un gigantesco arce, una fuente de piedra ameniza la mañana con su constante derrochar; cierro los ojos, un sol otoñal se enreda en mi pelo mientras un extraño cosquilleo, como un espontáneo orgasmo en el que no interviene la piel, provoca mi risa. Una voz, áspera y desafiante, me devuelve a la tierra:

─¿Tienes un pitillo?

Enmarcada por una densa y desaliñada barba, una sonrisa desdentada me pide tabaco. Pestañeo, asiento con la cabeza, palpo mis bolsillos y saco la cajetilla:

— Se está bien al sol –me dice el mal aparecido-, ¿verdad que sí?

Notables destellos de ironía manan de sus ojos.  

— Pues sí –respondo-, y que se joda el que no pueda.

Mi interlocutor arquea ostensiblemente las cejas, echa hacia atrás la cabeza, pone, sin emitir sonido alguno, cara de carcajada, y finalmente se ríe:  

— El cigarro es para un porro. Si quieres, estamos ahí.

Señala el banco dónde otros dos callejeros están sentados. Al verles su propia expresión cambia; parece caer en la cuenta de que entre su banco y el mío existe una distancia que tal vez yo no quiera recorrer.

— Si no… bueno, yo te lo traigo… si no te molesto.

Regresa al cabo de unos minutos. Doy la primera calada y toso. Me dice que se llama J. Le respondo que yo también:

— ¿Te llamas J.?

— Josh.

— ¡Ah! Pues encantado, tocayo.

Me extiende su mano y reparo en ella: hinchada, amoratada, repleta de recientes cicatrices. La violencia que denota no concuerda con la cordialidad de sus gestos, con el respeto de su mirada, con su uso de la palabra. Ojo con este tipo, me digo.  

— Si no te molesto, ¿me puedo sentar contigo?

Eso no me lo esperaba. A modo de invitación señalo el sitio que queda a mi lado. J. se sienta. Posa sus manos sobre las rodillas en actitud de monaguillo y tal imagen me recuerda la de un niño soldado con un fusil humeante en su regazo.

— No sé qué tipo de persona serás tú -me dice- pero -su brazo, como para mostrarme un mundo oculto, hace el gesto de descorrer una invisible cortina- me gusta la gente que sabe apreciar esto.

Hablamos, compitiendo en perspicacia, hasta que desde el banco de enfrente uno de los compañeros de J. nos pide el porro. J. le ignora pero yo me pongo en pie:

— Vayamos con ellos.  

Algo incrédulo se levanta, sonríe y nos ponemos en marcha. Me fijo en los otros dos. Uno está liando un porro: es joven, de tez morena; árabe. El otro está sentado con una guitarra en la mano. Tiene un pie escayolado y las muletas junto a él.

— Son buena gente. Ya verás…

Entro en casa. La gata va corriendo a su plato, se sienta delante y maúlla desconsoladamente:

— No me regañes, Magda, que me han liado.

Día 2:

Ayer volví a casa borracho y muy fumado. En ningún momento preguntaron por mi vida. Les da igual quién sea, de dónde venga y lo que haga. Yo tampoco he preguntado por ellos pero siento mucha curiosidad. ¿Qué les ha llevado a vivir en la calle? Sabino pasa de largo de los cuarenta, lleva un tatuaje indescifrable en el antebrazo, varios pendientes y su exceso de peso no le ayuda en nada a recuperar el tobillo partido. Tocó la guitarra casi toda la tarde, parando sólo para fumar, beber y participar en la conservación. En una de esas paradas pude ver cómo sacó algo de la funda de su guitarra, lo guardó en su puño, se lo pasó a J. y éste se lo metió en la boca. No conseguí distinguirlo, pero desde luego no era un smint. Mohammed dice que primero es rifeño y después de Marruecos. Tiene una barba incipiente y mirada de listo. A lo largo de la tarde cuatro o cinco personas se acercaron a él, llamándole por su nombre y llevándoselo aparte: vende hachís. Admito que hubo momentos en los que me pregunté qué estaba yo haciendo allí, pero me sentía cómodo, fue divertido, interesante, ¿por qué no? Haciendo uso de mi recién estrenada libertad, fui a parar a un parque, a la una de la tarde, sin más tarea que la de conocer gente nueva. Tiempo para gilipolleces: creo que podré acostumbrarme.  

Día 3:

En la plaza están J. y Mohammed. Mohammed me ofrece liarme un porro. J. rebusca en una mochila que hay bajo el banco y saca una botella de vino.

— ¿Un trago?

Cuando el vino se acaba sugiere comprar unos litros de cerveza. Mohammed dice que no va a por ello, que está trabajando:

— Uy, sí, los camellos tenéis un horario tan apretado…

J. no se atreve a pedírmelo a mí. Más allá de los márgenes de la plazoleta hay unos cartones debajo de un árbol. Yo de niño siempre quise encontrar una caja tan grande que pudiera ser mi casa. Allí una persona está sentada, con la espalda apoyada contra el árbol.

— ¡Eh, Bambi! ¡Ven!

— No llames a Bambi –dice Mohammed- que es muy pesado

— Coño, que vaya él a por las birras, ¿no?  

Eso parece convencerlo. Mohammed saca un billete de cinco y se lo da al tal Bambi.

— ¿Y para mi qué?

El nuevo lleva una gorra que le tapa la mitad de la cara. También parece marroquí. De entre las monedas de la palma de su mano, Mohammed saca un euro y veinte céntimos y se los da.

— Compra un cartón de vino para ti.

Bambi sonríe y se marcha.

Día 4:

Regresó casi una hora más tarde, borracho, gritando a todo el mundo. Mohammed le regañó en varias ocasiones porque sabía lo que iba a pasar: que la policía vendría. Y así fue. Le pidieron a Bambi los papeles, no los tenía y se lo llevaron. Le pregunté a Mohammed qué pasaría con él. En un par de días le soltarían:

— No le quieren en la cárcel porque está loco. No le quieren en el sitio ése de los locos porque hay demasiados. Una vez le deportaron a Marruecos y en Marruecos dijeron que allí no le querían, que no era marroquí.  

Ni Sabino ni Mohammed viven en la plaza. Mohammed comparte piso con otros cinco marroquíes; se queja del ambiente, va allí sólo para dormir y no siempre. Sé que Sabino vive en un piso pero no sé en qué condiciones. J. duerme en la plaza y cuando llueve o hace mucho frío, en la puerta de la iglesia. Dice que está más resguardado pero que el cura se enfada y le echa de allí muy temprano.

Día 5:

Me siento con J. Enfrente hay un grupo de callejeros. De entre ellos sólo reconozco a Bambi -no han tardado mucho en soltarle-. Diviso también a Mohammed, hablando por teléfono junto a la fuente. Cuando termina se acerca y se sienta con nosotros. De repente Bambi se planta en mitad de la plaza y le grita al cielo que se vaya a su país. No contento con eso, a los paseantes también:

— Éste no aprende –comenta Mohammed.

Se dirige a él en árabe pero Bambi le ignora y sigue gritando.

— Bambi, ¡que te calles! –Mohammed insiste notablemente cabreado.

Bambi se calla y se gira. Se acerca con paso firme; la cabeza agachada como un toro a punto de mochar. Se detiene cara a cara frente a Mohammed. Por fin le veo el rostro. Tiene el ojo morado y el lado izquierdo de la cara destrozado. Se acerca a escasos centímetros de Mohammed. Le reta.  

— Yo no me callo, ¿vale? Tú también quieres pegarme, ¿eh?, ¿tú también?

Mohammed cambia instantáneamente de actitud. Le habla en árabe. No entiendo lo que dice pero se lo dice suave, con gestos apaciguadores. Da la impresión de que no le tiene miedo sino cariño.  

— Bambi, échate un trago.

J. tiene servido un vaso para él. Se calma y se queda con nosotros un rato. No me recuerda del otro día. Pregunta quién soy y Mohammed le dice que un amigo.

— Hola, amigo, por favor, ¿me das un cigarro?

Entre el rostro amoratado y la gorra no distingo bien sus facciones. Sus recalcados buenos modales me parecen una provocación. Me suenan a un: tú que tanto tienes, ¿tendrías a bien darle un cigarro a un sin papeles? Parece a punto de estallar. Lo acepta y me da la gracias con una reverencia.

— Yo no soy de aquí, ¿sabes? Soy moro, sí, moro, y mañana también tengo que vivir.

— Bambi, deja a nuestro amigo –interviene J., amable pero cortante.

— ¿Es vuestro amigo? ¿Sí? Qué suerte. Yo no tengo ningún amigo aquí. Yo sólo soy un moro. ¡Vete a tu país, moro! ¿Tú tienes un amigo moro? No, nadie tiene un amigo moro. Nadie quiere un amigo moro. ¿Tú quieres ser mi amigo? –me mira desafiante.

— Cómo que no tienes amigos, Bambi –J. quiere cambiar el rumbo de la conversación-, eso no lo digas, y yo, ¿eh?, ¿yo que soy?

— Sí, tú sí, J., tú español bueno, pero tú no cuentas.

— ¿Cómo que yo no cuento?

Bambi se ríe y brinda con J. Me mira con su único ojo abierto.

— Vale, pues si tú eres amigo, diles a tus amigos que yo no soy moro. Tengo cara de moro, ¿eh? ¿A qué si? Pues yo no soy moro. Yo no soy de Marruecos. Marruecos no me quiere. Yo no me puedo ir a mi país porque no tengo país. Éste -dice, señalando el suelo- es mi país. Vivo aquí, ¡aquí!

— ¡Ah! Entonces -le digo- tu país es ésta plaza, ¿no?

Se ríe.

— Me gusta vuestro amigo. Hola, yo soy Bambi.

Me extiende la mano. En la suya no hay señal alguna de violencia. Él no ha pegado a nadie. Quiero averiguar qué le ha pasado y le pregunto. Me observa detenidamente:

— Me caí.

Vuelve al centro de la plaza y grita que nos vayamos todos a nuestro país. Regresa al otro grupo sin dejar de gritar. Cuando se aleja, J. me pone una mano en el hombro y se acerca a mi oreja:

— Un consejo, amigo. Aquí no se hacen preguntas. Se espera a que te lo cuenten.  

Día 6:

Para poder comer algo tendría que fregar el montón de cacharros que abarrota la cocina. Debería darme un ducha. Hace días que no me afeito. No sé dónde está Magda. Anda escondida, enfadada conmigo. Dejo la comida en su plato y me calzo.

Llueve como sin ganas. En la plaza sólo está J. Me doy cuenta de que su ausencia me hubiera turbado. Charlamos un rato. Se lleva la mano al vientre y le pregunto qué le ocurre. Me mira mientras evalúa las posibles respuestas. Duda de si es una intromisión o si de verdad me intereso por su salud.

— Tú, ¿qué quieres de nosotros?

Me descoloca por un momento pero enseguida recupero mi sentido de la situación. Sonrío.

— Nada. Tú viniste a mí, ¿recuerdas?

— Sí, pero, ¿por qué vienes tanto? Tú no eres como nosotros.

— Soy periodista –le digo.

— ¿Lo ves? Ya lo sabía yo. ¿Y a qué vienes aquí?  

— A charlar contigo.

— Vale, eso vale, pero no serás tú un cabrón de esos que van de colega y luego te la clavan, ¿verdad? Una vez leí un artículo de un tipo que hablaba sobre Barranquillas. Yo le conocía, le había visto por allí alguna vez. No me gustó nada lo que decía de nosotros.

— ¿Qué fue lo que te ofendió?

— No me ofendió, pero es de cabrones. Hay cosas que no se dicen –hace una pausa-; hay mejores cosas que contar.  

— ¿Y crees que eso es lo que voy a hacer yo? ¿Hablar de vosotros sin piedad alguna?

Me mira muy sorprendido, casi parece asustado. Por un momento creo que me va a mandar a la mierda. No sabe qué decir y la expresión de su rostro varía por segundos, como si tampoco supiera qué sentir.

— Lo que pasa es que aunque vivamos así, tenemos dignidad

Asiento con la cabeza y ambos guardamos silencio durante unos instantes.

— No sé qué quieres de nosotros pero confío en ti. No nos jodas luego. Y ya sabes lo que te dije ayer. No se hacen preguntas.

Se ríe. Se desabrocha el abrigo, se levanta el jersey y me enseña la barriga. Una horrible cicatriz ocupa el lado izquierdo del vientre.

— ¿Ves ésto? –hace una pausa estudiada-. Fue un disparo.

Oscurece. Vuelvo a casa y me quito la ropa. Siento los huesos empapados. En mi estómago sólo hay humo y cerveza. La gata no ha probado su comida, ¿dónde se habrá metido? Abro todos los armarios de la cocina hasta que distingo una lata de fabada. Algo es algo. No hay un cazo limpio, ni un plato. Da igual: me lo como frío. Sentado en el sofá como de la lata con una cucharita de postre. Doy al play de la grabadora. Busco el track de la confesión de J. Suelto la fabada, ¡qué puto asco! No tengo hambre. Me dejo caer sobre el sofá mientras la pausada voz de J. me lo cuenta de nuevo:

Fue el otro, Señoría. Hizo bien, porque si no me pega un tiro le mato. Por un compañero yo también… Sí, señor Juez, volvería a hacerlo, y usted, usted también lo haría, porque a una madre no se la nombra. 

Una mañana de marzo, imagino la manta de J. cubierta de escarcha, alguien dio una patada a su banco. Pero eso ya había pasado antes; eso no era un problema. J. soñaba que estaba frente a un grupo de niños y que todos iban armados menos él: uno de ellos dispara, bajo porque no puede levantar el fusil, le da a J. en la pierna, le revienta la tibia y le mandan a casa. J. sigue durmiendo. El que dio la primera patada da una segunda. El otro, el más cobarde, le grita desde un poco más lejos:

— Pero mírate, hombre, ¿qué diría tu madre si te viera?

De la manta sale un oso enfurecido; la escarcha, teñida de rojo, se esparce por el suelo y un sonido, repentino y definitivo, detiene la escena.

Día 7:

No sé cuál fue su decisivo error, ni si podrá repararlo. Trato de imaginar a un J. sin su chaqueta roja ni su gorro de lana, sin drogas ni alcohol, sin barba ni sabañones. A un J. inverso, un padre amado, un compañero de trabajo. Hoy sólo hay un sitio para él: una plaza pública en el centro de Madrid, dónde las madres hacen fotos a sus hijos cuando espantan una paloma, persiguen una ardilla o chutan un balón. Sin una cama, ni una ducha, ni una dirección para las cartas del juzgado. Un lugar donde la comida se gana como se puede y el respeto a hostias; donde el pasado es una puta doblegada por la fantasía y el futuro un fracaso del que no se habla. Amigos para todo, menos para las deudas. Compañeros para todo, menos para la última micra. Esclavos del reto de ver atardecer tres veces en un día; condenado a perpetua libertad, J. tiene un cielo  desde donde se ve las nubes pasar.

J. no pide. Ninguno de los callejeros de la plaza lo hace, excepto cigarros:

— Yo no sé cómo consiguen los demás las cosas; yo sólo espero.

¿A qué? A veces habla como si tuviera un plan secreto, cómo si conociera una salida, como si supiera que ése no es su destino y aguardara a aquél que de verdad le corresponde, y mientras tal destino no llega, él, sin moverse, se aleja. Una oportunidad, algo de apoyo. ¿No es éso lo que todos esperamos? ¿Acaso no es por éso por lo que los seres humanos vivimos en colectivos, para apoyarnos en la supervivencia? ¿Y no es una sociedad un grupo de personas? Entonces, ¿dónde están las personas de este mundo? Yo creo que se reúnen en la plaza porque los demás somos maniquíes articulados en un escaparate, con manos que no ayudan, bocas que no dicen y pieles que no sienten.  

No sé qué puedo hacer por J.

Días 8-20:

J. no está.

Día 21:

He perdido la prestación por desempleo por presentar los papeles fuera de plazo. Ni siquiera me importa.

Día 30:

He visto a Magda en la plaza. La he llamado y me ha mirado pero ha seguido su camino. No he tratado de alcanzarla, ¿para qué?

Tu puntuación:

URL de esta publicación:

OPINIONES Y COMENTARIOS

comments powered by Disqus