A nueve olas del secano.

A nueve olas del secano.

Agua

16/06/2017

Yo venía del este con los húmedos alientos de la costa pegados a la frente. Llegados al primer peaje todavía no se doblaba el corazón, alguna que otra larva en el estómago empezaba a despertar las mariposas. Quedaban nueve horas menos media de un calentamiento en decúbito sedens en lo que salía el sol.

Y quinta marcha y segundo pago, hasta Fraga dónde el atraco ya era inevitable y el viento maño levantaba una corriente que se tragaba la dirección del taxi de mi padre. Llegados a este kilómetro, y a partir del mismo, parece ser que el coche destellaba con el negro y amarillo una alerta de intrusismo. ¡Catalanes! Y que bendita dieta de expresiones faciales por el carril derecho. Entrecejos curiosos, entrecejos de odio, casi nunca; entrecejos, siempre. Aun deben sobrentender que soy un nómada. Tengo un ventrículo sobre la arena y el otro latiendo en la higuera. Si acaso el auge de la disputa tonta viene dentro de otras tres horas.

Aquí, en Zaragoza, Pina de Ebro, paramos siempre a dar un respiro en su oasis de aire. Cada verano un calco, no el mismo día pero sí la misma hora, justo cuando Agosto tiñe de butano las mañanas entre el fresco de la noche y el óleo del día. No ha cambiado la cafetería en veinte veranos. Ni siquiera a cambiado el olor, mas entiendo que el olor de la vida está en las fosas del que huele. Enfrente de donde hemos aparcado hay otras familias de copilotos con los ojos aún pegados además de expensas del pelo en la cara. Que cierzo el cabezón. No sabemos de dónde vienen pero ellos si de dónde venimos nosotros. Lo que no sabíamos ninguno era él «a dónde van». Me imaginaba si tal vez venían al pueblo y les quedaba poco más y les mordían también los nervios por llegar. De todas formas, a mi me quedaba todavía mucho para eso. Te subes de nuevo y empieza su segundo acto con los focos calentándose despacio.

Poco a poco nacen sombras de los montes y el primer vuelco que noto es cuando una de ellas es el Toro de Osborne. Parece que seguíamos el camino como antaño y me alivia verlo al tiempo que alborota mis ansias. Lo tengo grabado, pues solo me mira si voy a verlo de paso, camino del pueblo. De golpe una pasarela de gigantes electrónicos. Vamos bien, en nada el viento amaina y lo que queda nos lo empujan tus molinos a soplidos. ¿Que me sonaba también? A si, un muñeco gigante edulcorado de prudencia, asustando al personal, dejando pasar, con un bote de pintura a mano izquierda. Esto creo que es mucho antes… Qué mas; echarse una comba con Greenwich, alguna que otra catedral de estar por pueblo…

Me acuerdo del fuego en el coche, que no lo olvidemos; el amarillo los simboliza, el negro le va a juego o le da juego, pero pica. Nos arma un cocido con cinco garbanzos poco antes de parar a comer. Bueno, yo había comido antes, o durante o ni comía por los nervios.

Llegados al ecuador de la cursa: «Kilómetro 103», otra parada cabezona de mi madre, aunque en el fondo paraba mi padre. Tampoco, en veinte años, creo recordarla diferente. El rótulo, el sol ya puesto firme, el mismo olor a asfalto, las larvas ya crecidas… Un café, un croissant, una meadita y a despostillar rápido el óxido de las patas. Peinarse un poco por si las mozitas madrileñas. Pero aquí en cierto modo, en relación a su concreto kilómetro de carretera, todos veníamos o íbamos. Todo el área de servicio, como Jodorowski, de Extranja. Si hablas con lengua de carne te entendían, lo demás era política. Entre los vapores del suelo de llama y gasoil se percibía la misma pesadez de a saber que viaje de un mismo sacrificio.

En Madrid la morriña, el estomago lleno, las últimas zancadas y hasta ahora el peor de los fuegos. Las fauces de mariposa empezaban a sangrar. Veniros al tercer y último acto; es más entretenido ir cansado. Nos quedan tres horas.

Salimos con el áspero lamido del calor de capital en la frente. Ahora pega el sol sin paños calientes. Seco, demasiado austero para una piel Mediterránea. Nos vamos y caemos otra vez en la meseta. Deberían verse aquí los gigantes y molinos por tradición, pero nunca ha sido así, no desde el enfoque cultural de la DGT. Cerca vuelvo a ver otro de los toros metálicos. Será el cuarto. Digo cerca porque veo el detalle azul cielo del final del rabo, o el hueco, no lo sé nunca. Me habré fijado cien veces y pero no llego a estar convencido, mas puedo verificarlo, seguro que es por aquí.

Ahora las mariposas visten de piraña en cuanto a los lados de la calzada se asoman vacas, toros, cerdos, alzinas, charcas, barro, pienso, estiércol… Y no adoquines sino pisadas, veredas, peste, campo, oro verde y vida. Me arrancaba entonces la música de las orejas y las aireaba por la ventana alzando el cuello a la zona industrial de la fauna. A esto coincidía el cielo en siesta prestando treguas al conductor sin camino, se hace camino al conducir.

Entra, triunfal, el taxi avispa a Extremadura y el corazón pega tres vueltas de campana y un volantazo. Las larvas ya se han hecho adultas. Se enzarzan las pirañas con las mariposas y me devoran de arriba a abajo el estómago. Se tuerce el corcho casi a la altura de la señal dándose un pico. Se amansa aún más el horizonte intuyendo tapiar a lo lejos el camino, aquel que se hace involuntario, sabiendo que meramente queda conducir para que ella llegue a mi destino.

«Vía de la Plata». Las seis y media post meridiam de un improvisado mediodía. Vuelque a la izquierda y ceda el paso a los tractores. Las dos o tres carreterillas anteriores a la entrada de mi pueblo son de múltiple sentido.


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