Las vecinas la llamaban Doña Anita, un diminutivo poco adecuado a la estructura maciza y la altura de mi abuela. En la foto de su dormitorio, en largo vestido nupcial y la cara cubierta por el tul, se veía que había sido tan o más alta que su marido. Recuerdo que tenía el pelo largo, teñido de negro noche y enroscado en el rodete más prolijo que haya visto en mi vida. La nariz afilada, los ojos negros, la piel tostada por el sol de su jardín y un andar seguro hasta el final. Lo que no recuerdo es su sonrisa.
Era canaria, eso lo sé porque mi abuelo me había traído una muñeca de casi un metro de las islas en honor a ella. Y sus hijos, en tono burlón, le decían la africana. Anita se enfurecía: “soy argentina como se lee en mi documento y basta”.
Se había casado muy joven con un encantador. Mi abuelo Lorenzo, a pesar de su limitada educación formal, había sabido encontrar en los libros las palabras para expresarse, los relatos para hechizar, y el orgullo del autodidacta. Discutía horas sobre fútbol y política con su bulliciosa familia, me enseñó ajedrez y su versión de la historia argentina. “Dudá siempre de lo que te enseñen”, me decía, “la historia la escriben los vencedores”.
A su sombra, en silencio, mi abuela había criado a sus cuatro hijos, limpiaba la casa, regaba su huerta y cuidaba sus gallinas. Amasaba pasta casera para su marido toscano y se había habituado al aperitivo. Se ganaba sus pesitos con el traqueteo monótono de la Singer, lo que le permitió comprar el piano de pared para las mujeres. Pero ellas optaron por la universidad y los títulos, en el fondo, no querían ser solo madres y esposas. Anita, de alguna manera, les había plantado esa semilla. A pesar de las discrepancias familiares, había creado un pequeño altar para Evita. Estaba en el pasillo, junto al teléfono negro, con disco y cable enroscado. Recuerdo que nunca le faltaba una flor. “Gracias a ella tenemos esta casa”, afirmaba, “aunque me digan que no es cierto”. Tenían una casa de techo de tejas, en un barrio de trabajadores en el gran Buenos Aires. Rosas y jazmines eran sus únicos lujos.
Cuando yo estaba enferma y no podía ir al colegio, la abuela venía a cuidarme a casa, porque mamá tenía que trabajar. Siempre me traía una torta con ese olorcito a hecho en casa. Después de compartir unos mates, me dejaba sola con mis libros e historietas, y se ponía a limpiar o cocinar para que estuviera todo listo para cuando volviera la familia. No sabía jugar con los niños Anita. Solo se divertía con el solfeo de los naipes.
La familia se solía reunir los domingos a la tardecita. Pizza casera y póker. Ponían un mantel verde y sacaban el maletín mágico de madera y cuero con las fichas de nácar. Prohibido a los niños que solo podíamos escuchar y admirar su brillo engreído. Los diez adultos se preparaban para ganar o perder un puñado de monedas. Las voces que se superponían, el eco de las risas y el humo de los cigarrillos se filtraban en el cuarto de los abuelos donde jugábamos nosotros, los nietos. ¡Cómo deseaba ser grande para divertirme tanto como ellos! Se hacía tarde, me quedaba dormida sobre la almohada de Anita, sintiendo su olor a colonia y mi papa me llevaba a upa al auto.
Pero los años pasan, mi abuelo poco a poco dejó de ir a la panadería o a la carnicería. El hechizo de su luz empezó a opacarse. Necesitaba ayuda para desplazarse, vestirse y comer. La osamenta firme de Anita logró sostener, bañar y alimentar a otro niño en su vejez. Murió en su cama, entre los suyos. No creo que se pueda pedir nada más a la vida. No hacía mucho, había bailado conmigo en la fiesta de mi egreso del secundario. En un perfecto traje gris oscuro: ¡era tan lindo!
Anita vivió muchos años en soledad serenamente. Pero incorporó nuevos hábitos: empezó a ir a misa y pasaba más tiempo charlando con las vecinas, algo que mi abuelo había siempre considerado promiscuo. Incluso apareció una prima de Quilmes que nunca había visto. Venía seguido a visitarla y se quedaba unos días con ella. Charlaban y tomaban mate bajo el alero del fondo, junto al rojo violento de la estrella federal. Sí, se reían. ¿De qué hablarían? ¿Qué recuerdos compartían?
También se liberó de las reuniones cada vez más pobladas de los domingos. Ahora se hacían en casa, se canjeó pizza por asado de mediodía y póker por canasta de mujeres. En pocas palabras, las mujeres tomaron la posta. Los hombres aburridos, dormían profundas siestas antes de que empezara el fútbol. Les regaló las medallitas de bautismo a los tres bisnietos que llegó a conocer y los acunó en sus robustos brazos.
En los últimos meses de su vida, los hijos se reunieron y se acordó que mi tío solterón fuese a vivir con ella. Y él nos contó que esa tarde le dijo que no se sentía bien, que la acompañara al médico y que se iba a duchar. Se puso ropa interior y enaguas nuevas, las que conservaba para ir al doctor. Se sentó en el sillón frente a la tele y le ordenó al hijo: “Vos también andá a bañarte. Ah y afeitate.” Cuando el tío salió perfumado del vapor del baño, Anita ya había partido, tranquila, bien vestida, en su sillón. En la mesa de luz, las hijas encontraron el sobre con el dinero necesario para el funeral y entierro. Nunca había sido una carga y no lo sería al final.
Por más que rebusco en mi memoria, no encuentro ni rastros de su pasado. Anita, para nosotros, había nacido de un repollo o bajado de un barco.
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