Me fui.

Sin querer y sin entender,

me fui.

No tardó la profesora en presentarme como un niño de otro lado.

Y yo ahí, parado frente a un curso que desconocía

sin entender lo lejano de mi “tierra querida”.

Sólo sabía que mis abuelos ya no vendrían por mí a la tarde.

En los juegos no entendí lo que era tirarme de guatita,

ya no existía la barriga,

el aguacate se llamó palta

y jugar fútbol se volvió jugar a la pelota.

Por la palabra diferente no faltó quien me tratara de boliviano o peruano.

Al principio gasté saliva diciendo que era colombiano,

después entendí que no había confusión:

se trataba de ofenderme.

Por fortuna en mi cabeza la identidad personal nunca fue un insulto.

Alguien me sacó del juego por extranjero:

Vete a jugar a tu país”.

¿Cuántas veces la misma idea de esa frase?

¿Cuántas personas no me mandaron de vuelta?

Me lo volvieron a enrostrar

en el plebiscito por no más AFP:

una señora se me acercó para decirme

que yo no era chileno,

que me fuera para mi país.

Me quedé ahí parado y pensé:

Patria Grande.

Seguí juntando firmas.

A los 6 años el racismo es una enfermedad social profunda:

lo entiendo ahora.

Los viejos me decían

que los colombianos le poníamos conejos

a las pelotas para que saltaran,

o que éramos simios.

Hay tanta vaina que le dicen a uno….

Pero la más reiterada es la idea de que traemos algo,

haciendo gestos con la mano en la nariz.

A los 6 años ya cargamos en el ADN

con el peso de una guerra

que no entendemos, pese a que

nacemos con los papeles manchados,

llevando siempre una cruz en la frente,

encendiendo las alarmas del prejuicio

en aduanas y fronteras.

(Seguramente sea cierto: en “las puertas del cielo”,

por ser colombianos,

van a revisar el triple nuestro equipaje).

Mi acento era distinto y con los años se volvió doble;

en los partidos iba siempre por el colombiano

y mi música era fiesta de la diferencia,

ya que nunca me fui del todo.

Mi casa era una trinchera cultural de resistencia;

embajada de los embajadores sin diplomacia ni burocracia:

trabajadores que salieron un día

buscando el pan cotidiano que en su tierra se les negó,

y en la lejanía formaron una especie de familia

que les permitió pilotear el desarraigo

y la nostalgia del hogar:

así extrañaron menos lo que alguna vez dejaron.

Yo conocí Chile, su pueblo y su historia

cuando conocí la calle.

Antes, mi ambiente era una embajada futbolera,

ambiente colombiano donde el chileno seguía siendo el diferente.

Conocí a quienes se vieron interesados,

a los que no me juzgaron

por el pecado simbólico de ser migrante,

sino que en el distinto vieron a un igual.

Tuve a mis amigos de pinta y juego,

de probar cosas desconocidas sin manual ni ayuda,

amigos con los que vi el mundo un rato

con sus contradicciones,

su mierda y su belleza.

Siempre en defensa de la integración y el aprendizaje

conocí la magia de nuestros pueblos.

Para un trabajo de colegio un amigo bautizó a nuestro grupo con el nombre de Chilombia:

éramos la semilla de una identidad colectiva;

en ese momento no nos dimos cuenta.

Los años pasaron con sus normales asuntos

y yo no era de ninguna parte.

Gracias a una tía dejé de sentirme un apátrida

y pasé a tener dos mundos.

Así, un trovador de fantasía y revolución

me regaló su disco

y en la firma se leyó:

con cariño para el Chilombiano”.

La política me permitió entender

que los pueblos oprimidos somos lo mismo;

que no debemos odiarnos,

porque eso es servir a los poderosos

que no tienen patria ni pueblo.

La consciencia bolivariana me permitió

no solamente no sentirme ofendido cuando me dijera peruano

algún chilenito con ansias de europeo

que escupe ante un espejo,

sino que, orgulloso paso a responder:

si,

cholo soy.

Y ahora que viajo a Chile

¿me voy o regreso?

creo que hago ambos recorridos.

Soy arepa y sopaipilla:

¿debo elegir?

Si estando lejos extraño la Matria ausente

y el mote con huesillo me hace agua la boca igual que la aguaepanela,

¿de dónde soy?

Soy de donde hay un río,

soy de un hogar con amor y fortaleza,

soy de donde la poesía es un cuento diario.

Jugar es aprender y la vida es de colores:

soy de un pueblo trabajador y con verraquera,

donde los sueños viven así crean los oligarcas

que matan a los soñadores,

soy de donde la alegría es insensata,

de la cordillera en tres y unificada,

soy de donde nace y muere el día,

soy de donde hay un río.

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