La mujer cerró la puerta del cuarto, y él abrió los ojos.
Se preguntó si su asistenta era consciente de que cada día, al pronunciar el «buenas noches», el cordón que unía su vida con La Vida, era seccionado, convirtiéndolo en un hombre a solas con su propio mundo.
Afuera, la realidad seguía su curso sin él.
Miró en torno. Aún en la penumbra, podía reconocer los detalles del cuarto que cada noche se convertía en el útero que lo contenía desde hacía ¿cuántos años? ¿Ocho? ¿Dieciocho? ¿Veintiocho?
«Ocho», pronunció en voz alta, “El infinito en pie”
Así se sentía, sumergido en un recorrido interminable que unía las horas del día con las de la noche, para tocarse en ese punto en el que se quedaba a solas, en un cuarto en el que a diario se vivían las mismas rutinas: la higiene, las curas, las comidas, los cuidados. Sus necesidades.
¿Era realmente así? ¿Eran sus necesidades? ¿Eran cuidados? ¿Tendría cura?
En ese cuarto, al irse su cuidadora, Theo sentía que se expandía, como una masa que crece al impulso de una levadura. Al hacerlo, tocaba el techo, el suelo, la ventana, los marcos de los cuadros, las imágenes, en todos los sentidos posibles y al mismo tiempo.
Cuando se quedaba a solas respiraba nubes de pensamientos.
Era libre de elegir, pudiendo dirimir entre la vida y la muerte, repasar las calles por las que había caminado, las vacaciones de invierno y de verano que había vivido, enumerar sin prisa ninguna los lugares que ya no podría visitar e, incluso, jugar a morir dejando de respirar.
Inspiró y al soltar el aire, se detuvo. Se dio cuenta que no recordaba que apariencia tenía su gesto. Hacía mucho tiempo que no se miraba en un espejo. Exactamente, desde el día que Laura dejó de venir a verle.
Intentó recordar -una vez más- cómo era su rostro. Uno no es conciente de su apariencia si no se mira en un espejo. Cerró los ojos y trató de ver reflejados los gestos cotidianos: revisar el largo de la barba para evitar afeitarse, ver a través de la nada mientras se cepillaba los dientes, o quedarse mirando a su mujer en el ritual de cada noche al acostarse, abandonando su propio rostro en el espejo para perderse en el rostro amado, presentido en la penumbra de la habitación matrimonial.
En el lugar de los recuerdos, un bloque gris le vedaba las imágenes. Podía pensarlas, intelectualizar cada gesto, describirlo. Pero no lograba verlo. ¿Se puede mirar sin ver, recordar sin ver, ver sin ver? No podía escapar, era conciente de haberse convertido en un peso muerto, pero renegadamente vivo, cubierto con una sábana y una manta liviana, en una cama ortopédica, rodeado de medicinas, fotos y unas flores espantosas en unas cortinas demasiado tupidas.
Cerró los ojos e intentó pronunciar el nombre de su pensamiento recurrente: Laura. La voz sonó pegajosa, adherida a la garganta como él a su empecinamiento. Desde que ella había dejado de venir, Theo había decidido no hablar.
Estaba vivo pero en silencio y sentía que si no hablaba, era igual que un muerto.
¿Qué es la muerte sino un cambio de estado de conciencia? ¿Qué, sino un largo silencio que separaba a un hombre de otros seres que configuraban su contexto?
Y qué la vida, esa apariencia en la que la gente continúa respirando mientras corre de un lado a otro, intentando alcanzar solo Dios sabe qué expectativas.
Y Dios… ¿quién era Dios? se dijo. Pronunció ese nombre de manera automática mas, si se detenía a pensarlo, se daba cuenta de su ignorancia.
La asistenta entró al cuarto para controlar que todo estuviese en orden, entonces cerró los ojos. Creyéndolo dormido, salió sigilosamente para irse a descansar.
Theo inspiró y espiró, dejando que sus ojos vagasen por la oscuridad hasta centrarse en un punto y, desde allí, comenzar el viaje hacia su interior, donde podía encontrar, intacta, su necesidad de Laura. No hubo medicamento capaz de calmar el dolor que, como finísimas agujas, se clavaba en su entraña y le quitaba el aire.
Una nebulosa fue ocupando todo el cuarto y sintió que la muerte lo invitaba, de nuevo, a su morada. O esa era la sensación que lo invadía cada noche, cuando los psicofármacos hacían efecto.
Morir, pensó. Dejar que la vida se escurra entre las fauces de la oscuridad, hasta convertirse en una mota más de negrura. Morir en esa imagen que lo ocupaba todo.
Vivir no tenía sentido sin Laura.
El rostro de mujer ocupó todo el espacio de sus pensamientos y dejó de respirar. Sin más.
«Buenos días, Theo, cómo ha pasado la noche?, ¡mire quién ha venido a verlo!»
El chirriar de una puerta al abrirse lo había despertado. Miró el techo, descubriéndose vivo. La muerte había sido un sueño. ¿O lo era la vida? ¿Cuándo acabaría?
Giró la cabeza. Una mujer de cabello gris le sonreía.
«Hola amor, ¿cómo has pasado la noche? »
En una fracción de segundo se preguntó quién sería esa mujer que lo llamaba amor, quién la otra, con su uniforme blanco.
Las preguntas desfilaban en el recorrido infinito, una vez más: quién, qué, cómo, cuándo, dónde. Quiénes eran, qué querían, cómo pensaban que podían engañarlo, cuándo regresaría Laura, dónde estaba la puerta de salida de esa pesadilla.
«No la recuerda, Laura, los médicos ya lo han comprobado » decía la voz.
Miró a esa mujer que lo llamaba amor y sintió ira. La otra, de uniforme blanco, le daba consuelo. Deseó que desaparecieran, por lo que suspiró y cerró los ojos. Sintió un sabor salobre y la humedad en el rostro. Una sola lágrima corrió desde su ojo derecho a la comisura de la boca. Las dos salieron y aliviado, se dispuso a buscarla. Un rostro de mujer seguía allí, en sus pensamientos. Esa era su Laura. «Otro día sin tí», le dijo.
Un día más en una vida que seguía su curso. La de Theo, ¿era vida?
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