Sus ojos eran dorados, los busco hace 25 años, todavía no los encuentro.

Otra sacudida, el avión resbala sobre las nubes, me agarro con fuerza y cierro los ojos, es el vuelo hacia la libertad, solo que entonces no sabía que cambiaba una cárcel por otra. Luego el avión descansa, yo también, sin embargo, el nudo en el estómago no afloja, no lo hará, se convertirá en una enfermedad crónica.

El rumor inmenso del gran aeropuerto me rodea, soy una brizna en medio de tanta confusión, todos corren, yo espero, encogido en medio de la multitud que arrastra sus maletas, solo tengo un pequeño bolso y 30 dólares, pero estoy colmado de asombro y de esperanza.

La enorme ciudad me engulle, su murmullo me aplasta por años como a un pequeño insecto, mantengo la boca cerrada, me da vergüenza abrirla como un tonto, la visión sublime de un Popo coronado de nieve, llorando a su Mujer Dormida, me abruma. Me siento pobre, insignificante, ahora sé que todos lo somos un poco, que todos somos un poco libres, que todos estamos algo presos, que sus ojos dorados no están en cualquier parte.

Lo peor siempre fueron las noches…también comer. En las noches la soledad me aplasta, me siento culpable, por haberlos dejado, por vernos tan poco, por dejarme en la isla, por traerme. Cuando como algo suculento, invariablemente pienso en ellos, no puedo borrar de mis recuerdos la añoranza de comidas profundas que nos marcó desde siempre, enredados en las carencias de la isla, en la cual solo sobran desde hace décadas las palabras y los eslóganes ideológicos, esos que ya no alimentan a nadie.

No, lo peor no son las noches, las comidas o el pago de cuentas. Es la identidad perdida, rota, sentirse extranjero en su propia tierra, extranjero en todas partes, como si se hubieran roto para siempre los lazos de pertenencia, a pesar de acumular pasaportes como trofeos, a pesar de los viajes, aferrado al asiento, intentando minimizar las sacudidas de mi mente, sin mirar a nadie, para que no noten el nudo crónico en mi estómago.

Lo mejor es la libertad, creer que no estoy amordazado, aunque lo esté un poco, aunque tiemble todavía por la sangre que dejé en la isla. La libertad es contagiosa, es un regalo costoso, tanto que me cuesta una vida, tanto que me costó la otra, pero al fin y al cabo es el mejor regalo, me enorgullece tenerla, me apena que ellos no la tengan todavía, pero aun sigo colmado de asombro y de esperanza, no hay mal que dure cien años…aunque sí sesenta.

Rehíce mis maletas, esta vez no era solo un bolso, llevaba un poco más de 30 dólares, dejé al Popo, fumando al lado de su eterna novia, unas veces tranquilo, otras agresivo, dejé el tejido contaminante de la vasta ciudad, los oscuros y temblorosos peligros que habitan el subsuelo, esta vez cargaba un poco más de mi sangre, en un pequeño paquete que ya se hizo grande, hasta una franja de tierra estrecha, más violenta en sus profundidades, que discurre entre desiertos, hielos y volcanes, cayéndose de bruces en las aguas de un océano belicoso aunque Pacífico.

Entre la bruma de una madrugada invernal, húmeda, extraña y cada vez más ajena, me esperaba un abrazo familiar, entonces creí que ya no estaba solo y me mareé de tanto amor, colmado de asombro y de esperanza, era un nuevo comienzo, otro, pero juntos, sangre con sangre, aunque fuera en el fin del mundo, tan lejos de aquella isla en donde nací y donde probablemente no muera.

Nada dura para siempre, excepto las cosas infinitas que no nos pertenecen. El amor muere, la gente muere, los lazos se deshacen, los hijos crecen y se van, algunas cosas quedan, los sueños por ejemplo, los recuerdos, buenos y malos, los secretos que nos queman por dentro, sus ojos dorados que sigo sin encontrar. El amor también renace, es lo que me pasa, menos mal, porque no me gusta la soledad, aunque sea en forma de anuncios, que sé que alguna vez se cumplirán, cuando los abrazos de familia se trasladen a otro lado más cálido y menos tembloroso, tan cerca de la isla que solo los separará un charco, que aunque parece chico nunca lo es.

El viaje no termina hasta que se acaba, solo quiero ser libre de verdad alguna vez. En la isla vivía rodeado de barrotes de agua, «la maldita circunstancia del agua por todas partes» dijo Virgilio Piñera. Ahora estoy rodeado por otras cosas, incluido los fantasmas, los deseos, los miedos y esa sangre que está viva y tan lejos, esa que tengo que liberar de la cárcel de agua, que me sigue como una cola pesada y entrañable. Quiero ver un poco más, vivir otra estrofa, subir otra cuesta lisa de mi calvicie, asirme a las canas del amor, quiero seguir colmado de asombro y de esperanza, como aquel primer día, rodeado de la enormidad, con un pequeño bolso y el bolsillo vacío.

Arrugas y canas me saludan desde el espejo, no me recuerdo hace 25 años, no quiero hacerlo, igual tengo pocas fotos, esas no sobraban en la isla. Lo dejé todo, exultante por el escape, un poco paranoico, creyendo en persecuciones nacidas en el surrealismo de mi isla caribeña, algunas fueron ficticias, otras no, esas todavía me acosan.

Estaba lleno de sueños, que fueron cambiando con el tiempo, comprendí que hay que sobrevivir a cualquier precio y eso hago, sobrevivo entre sismos, coronas e ilusiones, extrañando lo que ya no tendré, lo que no tuve, lo que perdí, añorando mi identidad rota, secuestrada por las promesas, como si la muerte no fuera la mayor certeza de la vida.

No encuentro sus ojos dorados, creí que lo había hecho, pero Bobby murió ahogado o eso dicen, era un perro fabuloso, aunque jamás tuvo sus ojos, esos, los de mi perra Kenni se marcharon un día de hambre de período especial…allá en la isla.

Tu puntuación:

URL de esta publicación:

OPINIONES Y COMENTARIOS