El aisymnetes le pidió a su consejero y mejor amigo que le leyera la predicción de la pitonisa, a la que había consultado por su preocupación para devolver el orden a su patria:
– Dice así: En la libertad reside su éxito y su fracaso.
El aisymnetes le dijo, empezando su diálogo:
– Si la libertad entraña su fracaso, tal vez esa no sea la vía.
– Pero es también su éxito, así parece que lo importante es cómo gestionar dicha libertad, como ejercerla.
– En los imperios, el líder engrandece su libertad sobre el pueblo oprimido y son capaces de grandes hazañas en distintos campos.
– Entonces la libertad sería selectiva. ¿Y si fuera yo el libre y te oprimiera, te gustaría?
– Por supuesto que no, ¿Qué te haría a ti merecedor de dicho poder sobre mí? Sería muy fácil denunciar tus errores, pensando que yo sería más digno.
– Por lo tanto, ¿qué haría digna a una persona para poseer dicho poder?
– Pues en gran medida o el mérito otorgado por los dioses, o el ser conocedor de la idea de Bien propuesta por el ateniense sentenciado a suicidio y parte de sus seguidores, intentando actuar en consecuencia a dicha idea para que ningún ciudadano se sintiera más merecedor que él.
– ¿Y no sería fácilmente corrompible?
-Entonces no dejemos que este solo. Necesitamos un grupo de sabios, conocedores de las entrañas de la vida, de lo bueno y de lo justo, que se autorregule.
– ¿Y quién se encargaría de decidir quién posee dichos conocimientos?
– Lo más preferible parece que sería que el propio pueblo del que serán soberanos.
– Un razonamiento muy loable. Pero dime, ¿cómo un pueblo que no conoce dichos conocimientos ni las virtudes que les acompañan, podría dilucidar quién verdaderamente sabe sobre ello? Entonces necesitaríamos a alguien superior para decidir los candidatos y luego a alguien que escoja a quién escoge los candidatos, y así hasta el infinito.
– Muy cierto. Aunque si se formara un consejo de sabios, que se identificaran como tales entre ellos, y determinaran unos códigos de conducta virtuosos que fueran universales, se podría acercar el bien a todos; facilitando incluso las discrepancias culturales.
– Pero si las propias culturan difieren entre sí, ¿por qué iban a aceptar ciertas conductas que les pudieran ser contrarias?
– Sabiendo que el télos de dicho código sería el bien común, ¿qué necio no lo aceptaría?
– Cualquiera que crea que su razón, y la de sus semejantes, es superior. ¿Cómo pueden unos simples mortales definir las leyes inmutables sobre otros mortales? Esa labor solo podría ser digna del propio Olimpo.
– ¡Entonces proclamemos que dichas leyes fueron dictadas por las divinidades!
-Pero dicha afirmación sería rotundamente falsa. No puedes basar la realización del Bien en una mentira, sería contradictorio, reduciendo todo al absurdo.
– Pero lo que nos atañe es el propio fin. Si llegásemos a esa meta, la gente se sentiría feliz de agradar a los dioses como fin de sus acciones, proporcionándoles consuelo y felicidad.
– Al estar la razón superior más presente en estos sabios, ¿qué pasaría con los que vendrían después? ¿Si estos creyeran en algún momento que el sistema está obsoleto por los cambios de las eras?
– Dicho consejo deberá proseguir en el tiempo, actualizándose.
– ¿Y, no es posible que, pasadas unas generaciones, estas ya no compartan el mismo fin al que se subordinaron los primeros, perdiendo su carácter original?
– Si el fin es la divinidad, no. Si esta se presenta con recompensas deseables para el sujeto, ¿Por qué variarlo? Es más, ¿si dicha entidad fuera vengativa cuando no se le presta la debida atención, ¿quién en su sano juicio dejaría de venerarla?
– Cualquiera que crea que sus dioses son más poderosos a este.
– En ese caso crearemos una fuerza única, más fuerte que Zeus, más fuerte que todos juntos, más rencorosa, y a su vez más bondadosa y comprensiva, que tienda a la purificación, como los seguidores de Orfeo.
– ¿Cómo harás que culturas con milenios de antigüedad se adapten a estas costumbres, olvidando sus ritos y herencias?
– Nuestro código reunirá parte de otras, que se consideren aceptables, para facilitar la adaptación.
– Entonces, tenemos un código que delimita las costumbres, presentado por unos sabios conocedores del Bien que proclamarían su autoría al cielo y que se adaptaría a toda cultura conocida. Todo ello con el objetivo del bien común en las relaciones humanas. Ahora bien, ¿el Bien sería justo si se aplicara de esta forma?
– Que quieres decir?
– La libertad que nos da la razón, y que es el rasgo característico de nuestra especie, no sería necesario si unas reglas nos son dictadas, sin darnos a elegir la posibilidad de ejercer la justicia que todo hombre debería conocer.
– Entonces, ¿estas proponiendo rechazar toda autoridad, como los kínicos que discuten en el gimnasio?
– Propongo dar la autoridad al pueblo. No de votar, tampoco de ser representados, sino tener un moralista dentro de cada ciudadano. Ellos mismos serán los que conozcan lo justo, que lo apliquen en el bien, y que denuncien y reaccionen contra el mal, todos juntos; sin necesidad de un liderazgo.
– Pero cada individuo, dentro de su círculo de confianza, puede evolucionar hacía valores distintos a los de otros. No creo que los conflictos deban ser un daño colateral de la satisfacción de la libertad.
– Tampoco yo. El objetivo sería, desde la educación, mostrar las causas y consecuencias de nuestros actos, para entender el porqué del código ético que se les enseña a todos indistintamente en base a las experiencias. De este modo podría ser cambiante, para adaptarse a los tiempos, razonable y universalizable; permitiendo la igualdad y la mutua confianza entre todos.
– Pero serían propicios de caer en la veneración de falsos ídolos.
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