La sostengo en mis manos. Una nota manufacturada por mi letra deforme. La necesidad estaba ausente.
Un parásito de tela asimila mi cara. Esquivé el desayuno. Nevera vacía. Dinero en el banco. No compré nada. Antes de adherirme la mascarilla blanca tomé un trago de un vodka de legalidad subrepticia, el cristal que la retenía no valía menos de la mitad del salario mínimo.
Debo ir a trabajar. Llevé lo que quedaba de la botella en la mochila.
Fases y más fases. Suena a enfermedad terminal. Conocemos la canción. Tu casa es una celda; el gobierno quiere que seas un mueble más. Abandona la conciencia. Las cosas sin conciencia no se mueven.
Todos los países son cárceles. Las casas serán los nuevos países.
Nos extendieron el horario una hora y nos quitaron el día de descanso.
Se decretaron maldiciones entre murmullos y escupitajos que los jefes no vieron, pero alcanzaron a oler. Más que el afán de apegarse al autoritarismo o a simple malicia rastreara, el miedo azota sus sienes. Menos dinero. Todos compran por internet. Nadie va a faltar. Todos vendrán. Los quiero aquí a las ocho de la mañana.
Debería estar en mi casa… tomando vodka barato y rezando por que la continuidad de las fases sucumba. Ponte un tapabocas. Eso mata el virus. Las calles están mermadas. Sólo existen las miradas, pero no los gestos.
No voy a renunciar. No van a despedirme. Me quitaron mis vacaciones, me quitaron el quince por ciento de mi sueldo para ahorrar. Si demandas te quito la liquidación. No demandaré. No trabajaré.
Abro las puertas. Saludo al vigilante. Todos tienen las caras partidas por los tapabocas. Todos están trabajando en sus computadoras. El jefe me dice que por qué llegué dos horas tarde. Me quité el tapabocas y saqué el vodka. Hay mucho tráfico, jefe. Se vacío en mis labios la botella. Comienzo a toser. La garganta casi se me despedaza. Él me miró horrorizado.
Le escupí el vodka en la cara. Se va corriendo.
La tos hace de su dominio mi garganta.
Creo que tengo fiebre.
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