Alguien me dio un codazo en las costillas, no recuerdo quién, solo que entonces fui capaz de percibir como un lóbrego silencio lo colmaba todo. Noté sus miradas clavadas en mí. Sabía lo que tenía que hacer. Por desgracia, pensamiento y acción no van siempre acompañados. Mi hermana, sentada en el banco de atrás, posó un mano en mi hombro y lo apretó con ternura. De alguna manera, ella siempre conseguía estar allí cuando la necesitaba.

Armándome de valor, me acerqué al atril. Allí las sensaciones se intensificaron. Posé la vista en los altos techos y coloridas cristaleras, como me habían recomendado que hiciera si me ponía nervioso. El problema es que no eran los nervios lo que me oprimían el pecho, sino algo bien distinto.

Empecé por lo fácil:

  • -Cuando discutes con alguien de cualquier tema, sabes que hay una serie de recursos que puedes emplear para, digamos, ganar puntos. Todos sabemos que quien usa la coletilla “y lo sabes”, marca un tanto. Lo mismo ocurre al parafrasear a grandes autores o utilizar datos históricos –hice una pausa para darle énfasis al discurso-. Sin embargo, nada se puede comparar a soltar una frase grandilocuente. Cuanto más complejas, enrevesadas y embellecidas sean tus argumentaciones, mejor, porque lo verdaderamente interesante es aquello que solo pueden llegar a entender unos pocos, ¿cierto?

Un vistazo bastó para saber que nadie tenía ni puñetera idea de qué estaba hablando. No pude evitar una media sonrisa, la cual se borró al dirigir la mirada al altar, donde descansaba el féretro cerrado. Sin poderlo evitar, me aproximé a él y rocé con los dedos la fría y muerta madera.

  • -Él no pensaba igual. Durante los muchos años que estuvimos juntos nunca le dio por maquillar sus palabras. Aún más, siempre que yo lo hacía, él citaba la reforma en la ópera de Gluck, o la simplicidad que subyace en la verdad que predicaba Pärt. Ya sabéis cómo era, le encantaba el pensamiento musical, sobre todo aquel que se alejaba de las grandes pretensiones. Lo mismo le sucedía con las palabras.

Quienes conocían su historia, su vida y muerte, comenzaron a comprender.

  • -¿Por qué esa noche me llamó a mí y no a emergencias? Sinceramente, no podría decirlo –un sollozo amenazó con subirme por la garganta, pero lo contuve. Aun así, tuve que parar un momento a coger aire-. Ellos ya se habían ido, pero todavía… Todavía se escuchaban a lo lejos gritos de “maricón” y “pedazo de mierda”. Escuché su respiración tan débil, que solo pude decirle que se calmase, que me dijese dónde estaba y que enseguida iría una ambulancia a buscarle. El rio y me dijo que cerrase el pico ¿Os lo podéis creer?

Su padre, sentado frente a mí, rompió en un silencioso llanto. Su mujer, a su derecha, le abrazó con suma delicadeza.

  • -Intenté hacerle entrar en razón, pero una tos espesa, líquida, me dejó mudo. Él aprovechó para hablar. Únicamente dijo dos cosas: “Que les jodan” y “te quiero”.

Llegados a este punto casi me vi incapaz de continuar. Todavía veo el teléfono con su nombre en la pantalla y escuchó los últimos resquicios de su vida, que no tuvieron nada de dignos ni de agradables.

  • -Podría decir que su último aliento se escurrió a través del auricular, y que su alma, hermosa, pura y liviana, se fugó del mundo llevándose consigo toda la luz que esta triste existencia kafkiana es capaz de contener. Pero no, diré simplemente que me lo arrebataron, y también diré que nos amábamos, porque… Porque estas palabras, francas y concisas como él, son más reales que otras cualesquiera.

Tu puntuación:

URL de esta publicación:

OPINIONES Y COMENTARIOS