Nunca dejamos de brillar

Nunca dejamos de brillar

Melina Cereceda

07/05/2017

Había una vez un Ángel vestido de negro, corrompido por el veneno que emanaba de su corazón cuyo único motor era la pasión. Pasaba los días llenando los huecos de almas ajenas.

Sentía que si completaba aquellas vidas que para el Ángel estaban vacías cumpliría con su función en esta existencia. A unas almas solo las seguía hasta su cama, las desnudaba y se alimentaba de sus interminables gemidos. Con la gran mayoría solo intercambiaba una sonrisa, lo que ya le saciaba para todo el día, o eso se decía antes de acostarse el Ángel apresado por el miedo mientras se fumaba un cigarrillo. Muchas otras almas le ofrecían una buena discusión o una mala conversación. El ángel lo aprovechaba para aprender un poquito más de la vida y apreciaba cada idea por poco que la compartiera.

A las mejores, las abrazaba, las cuidaba, las quería. Estas almas sí poseían pasión. Con cada sonrisa el Ángel se sentía mucho más acogido, comprendido. Junto a aquellas almas terminaba por comprender aquello a lo que los mortales denominaban «felicidad»; pero seguía sintiendo un gran vacío incomprensible que iba haciéndose notar resquebrajándole las alas. Aquellas espléndidas alas que al Ángel acababan pesándole a la espalda. Él sabía que era su mayor virtud, que sin ellas sería igual o más corriente que el resto de terrestres, sin embargo cada día las aborrecía más y más. Jamás las lucía con orgullo, las consideraba un estigma, un recuerdo de todo aquello que no era pero debía ser, un lugar más allá de su conciencia donde encerrar todos su miedos y complejos, tantos vicios, tantos prejuicios… Tanta perversión que al final corrompía y rompía al Ángel en pedazos.

Había una vez un Demonio que siempre vestía del color de la pasión. Paseaba con arrogancia y todas las personas le admiraban, en muchas otras causaba mera envidia, pero a todas terminaba por ganárselas. Él carecía de alma. Vivía consciente de su supremacía, sabía que sus aptitudes estaban muy por encima ante las del resto de almas que le rodeaban. Su retórica dejaba sin aliento y era lo que seducía a tantas de sus presas e ingenuas amantes, porque no era solo su sensual físico aquello que le determinaba, ni aquel rojo enigmático que desprendía. Aquel rojo que ni él comprendía,tan brillante, tan ardiente que le quemaba por dentro y hacía cenizas de su pecho. Porque lo cierto es que sí, el Demonio no tenía de qué quejarse, conseguía siempre mucho más de lo que pretendía, hacía magia con todo lo que tocaba, pero solo soñaba con dejar de soñar. No podía apreciar la realidad con nitidez, no comprendía la mediocridad que le rodeaba, el conformismo, la mera vulgaridad. Era como si faltase luz en su conciencia, algún destello que le permitiera verlo todo con claridad. El Demonio estaba ahogándose en su multitudinaria soledad.

Debía ser invierno cuando el Ángel y el Demonio se conocieron, pero solo ellos saben como pasó. Muchos cuentan que al Demonio en una madrugada oscura un destello en el cielo le cegó, fascinado por aquel resplandor, suscitado probablemente por algún tipo de estupefaciente no pudo dejar de caminar hasta alcanzarle. Ese destello pertenecía al Ángel, pues si algo le caracterizaba era esa luz propia que emanaba de su demacrado cuerpo.

Otros afirman que fue el Ángel quien fue a buscar al Demonio, que también en una fría noche, un chillido roto y ensordecedor alarmó al Ángel, y, turbado por su sonido fue lo más rápido que pudo para descubrir al abatido Demonio gritando.

Sea como fuere lo que sí se sabe es que ambos quedaron cautivados. Pasaban días a solas encerrados en un cuarto donde hacían algo más que charlar. No necesitaban adaptarse el uno al otro, encajaban a la perfección.

El Ángel no entendía como aquel precioso y desalmado ser le completaba tanto, admiraba la seguridad que tenía en sí mismo, su determinación, o lo fácil que le hacía el sonreír.

El Demonio por primera vez sentía lo que era quedarse sin palabras por cada cosa que el Ángel soltaba, lo hacía todo incomprensiblemente comprensible. Le desnudaba y le pedía que desplegara sus alas, contemplando cada detalle del cuerpo de aquel espíritu resplandeciente. El Ángel acariciaba la piel tersa de su compañero y amante recorriendo con sus manos cada parte de su figura, excitado le correspondía estallando, haciéndose fuego y juntos se convertían en el astro más ardiente y brillante de todo el universo.

Así fueron pasando los días, los meses y las estaciones. El mundo entero parecía equilibrado. Pero toda ardiente llama se acaba consumiendo. El Ángel no podía amar más a su Demonio, le había dotado de su libertad para volar sin miedo, sin embargo ahora era demasiado consciente de que el amor propio iba primero, por lo que querer tanto al Demonio le aterrorizaba hasta tal punto que terminaba odiándole.

El Demonio cada vez era más consciente de que juntos eran imparables, pero él siempre había sido un ser independiente. Se miraba al espejo y solo veía como su rojo iba extinguiéndose, el fruto de la pasión de la que el Ángel se había alimentado todo aquel tiempo se le estaba agotando. Asustado solo quería escapar, observar al Ángel, cuya luz era cada vez más oscuridad, solo empeoraba las cosas. No podían seguir juntos, se estaban asfixiando y la imagen de ellos separados era aún más siniestra, pero debían reaprender a vivir por separado.

A día de hoy nadie sabe que ha sido de estas dos sorprendentes criaturas, lo que sí se sabe es que siguieron caminos distintos, distintos pero no opuestos, puesto que el Ángel siempre necesitó a su motivo por el que brillar hasta en los días más tenebrosos y así mismo el Demonio requería de su luz para poder ver el mundo con claridad.

Tu puntuación:

URL de esta publicación:

OPINIONES Y COMENTARIOS