Sentir. Es desolador cuando en una sola palabra cargamos tanto significado. Y es que es imposible que tal carga sea manifiesta en todos los escenarios. De ahí, que cada persona le dé un valor propio, y más finito, según los andares de la vida. Pero sentir hace referencia a algo mucho más grande. Es la primera imagen que crea nuestro cerebro cuando tocamos a la puerta de lo externo, nuestra visión.

Nada tiene de comparable a la percepción, que es la maquinaria que nos ofrece el cuerpo para captar cada átomo de lo que nos es permitido en esta tierra. Y esos átomos, con luz de energía, nos llegan con aroma a lluvia de diciembre. Otras veces son la caricia de una mano cercana. Los escuchamos como amor en forma de melodía y los saboreamos como fuente de tranquilidad. Y verlos, podemos ver su forma, infinitamente variada. ¿Qué hacemos con todo eso?¿Es real?.

Nada existe en sus inicios salvo el terreno que forma la tabula rasa que es nuestra mente al nacer. Terreno destinado a construirnos, a crear lo que somos: nuestro castillo. Y vamos creando habitaciones, unas enormes y otras no tanto. Cuartos pequeños para almacenar alimentos y otros para guardar productos que nos permitan limpiar cuando hace falta. Hay habitaciones ocultas, que desconocemos, algunas de ellas las descubrimos a lo largo de la vida y otras, no llegamos a conocerlas nunca. Son habitaciones que en su día construimos, pero algo ocurrió, que quisimos poner papel en la pared donde en su tiempo hubo una puerta y ahora queremos que no parezca nada. Hay grandes salones que intentan representar una imagen de lo que puede ser el resto del castillo. También hay jardines, algunos hasta con árboles frutales. Incluso hay castillos en los que se destruyen algunas torres y se rompen tabiques. Otros que construyen salas traseras y patios interiores. Y, por supuesto, todos tienen una fachada que los caracteriza a simple vista.

Cada vez que percibimos algo, llega al castillo. Todo llega y nada es en vano. Y nosotros intentamos aprovecharlo. A veces para bien, a veces para mal. A veces lo recordamos y otras veces lo olvidamos, pero ahí queda siempre, en el ala de lo inconsciente.

Si es necesario, nos sentamos en las habitaciones del pasado y nos planteamos cambiar un poco la disposición; adecuarlas al experimentado y más sabio presente, porque a veces el pasado deja de ser práctico y requiere adaptarlo para que así, siga siendo útil. También visitamos el ala del futuro y lo mezclamos con ese presente fresco, recién llegado. Creamos nuestro castillo, nuestra casa, nuestra realidad, el motor de nuestra fuerza. Percibimos. Sentimos. Es cuando sentimos cuando realmente baila nuestro alma para expulsar con fuerza aquello que quiere mostrar. Y puede que eso nos haga saltar, volar, correr y, a veces, retroceder. Pero en definitiva, es lo que nos mueve.

¿Por qué es bello el sol ponerse sobre el horizonte lejano?¿Por qué hay música con la que el mundo entero es capaz de vibrar?¿Por qué un abrazo puede cambiar nuestro estado de ánimo? Nada es por el objeto en sí. Es nuestra mente, nuestro propio castillo, lo que nos da el premio del placer, de sentirnos plenos. ¿Existe Dios si no lo podemos ver? Si lo hemos invitado a nuestros adentros, existe. Todo lo que podamos sentir existe. Y a diferencia de lo que podemos percibir, para sentir no hace falta exterior. Solo nos necesitamos a nosotros, siendo el mundo externo, un surtidor de tesoros. Tesoros que debemos ir cosechando con sabiduría, humildad y tesón.

Podemos compartir nuestro castillo, dejar a las personas pasar e incluso darles una habitación para que puedan quedarse siempre que lo necesiten. Si la desidia o el abandono derrumban nuestra entrada, podemos quedarnos en otro lugar. Hay otros castillos donde nos han regalado habitaciones, llenas de energía, listas para recuperarnos. Quizá, a veces, nos sintamos perdidos, sin identidad. Será el paso del tiempo el que siempre nos permitirá volver, construir de nuevo sobre aquel terreno con el que nacimos. El tiempo, fiel amigo del sentir.

Alimentos con veneno, maltrato animal, aire sucio, comunicación superflua, imagen, mentiras, plástico, odio. Parece que sólo abunda material para la fachada del castillo. Quizá por ello cuando entramos en él, el frío nos asola en invierno, no tenemos luz y nuestro único habitáculo es un salón oscuro de paredes resquebrajadas. Paredes que conectan con lo que en su día pudieron ser habitaciones que el descuido de la vida abandonó.

¿Quien es consciente de la construcción de su castillo, su identidad propia? Quizá exista un bombardeo de material allá fuera, grande en cantidad y bajo en calidad, que nos tiene demasiados distraídos. Quizá sea el ritmo de la vida, que está siendo muy rápido últimamente. Pero ésta es nuestra ciudad de castillos, preciosos por fuera, vacíos por dentro, sin fuerza. Y el exterior se agota, la percepción se va sesgando, la tenebrosidad de la codicia nos entorpece y nuestro sentir se vuelve pobre, débil.

Sin embargo, aún existen castillos admirables, mágicos, que nos pueden guiar. Castillos especiales. Y los que hay son más fuertes que nunca, capaz de mantenerse impunes al material que abunda ahí afuera. Han construido túneles subterráneos que conectan unos con otros, de forma que todo es compartido y aprovechado. Aún existe amor al conocimiento y a la sabiduría de la mente antigua. Aún existe interés por la esencia de la existencia humana. Pero qué difícil hacemos todo. Qué difícil está siendo todo.

Sentir nuestra casa, sentirnos conectados con el mundo, el tiempo y el espacio, todo en la misma matriz. Conocer la ley universal por la que todo es guiado: la naturaleza, el cosmos, la física, la música. Hay un patrón común y cualquiera puede sentirlo. Eso es sentir, es nuestro castillo. Y gracias a él ya la mente no será una tabula rasa, sino un terreno con una construcción propia y única, destinada al fín con el que hemos nacido.

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