A la abuela Ana le encantaba leer, siempre andaba con un libro nuevo que a menudo trataba o se ambientaba en la Grecia clásica. Cada tarde yo recorría el pueblo de esquina a esquina para sentarme en el suelo alrededor de La Ana, junto mí otros niños y niñas esperaban a que la Ana nos sumergiera en otra de sus historias. Ella ceremonialmente nos repartía una bolsa con tres caramelos a cada uno de nosotros. Se acomodaba en su antigua silla de madera y cuerda, tosía de manera exagerada a modo de ritual y se disponía a comenzar uno de sus clásicos relatos. Relatos de grandes sucesos históricos, historias y leyendas sobre antiguos dioses y sus favoritos, obras teatrales.

La mayoría del pueblo había crecido escuchando a La Ana y viendo como se coloreaban sus grises ojos cuando relataba “Las suplicantes”, que era sin duda su obra favorita, aquella que rara vez contaba. La vida en aquel lugar era especialmente rutinaria, no había muchas oportunidades para escuchar a La Ana contar con ímpetu “Las suplicantes” más que cuando la vida cotidiana se veía sesgada por la muerte de algún vecino o vecina. Era entonces cuando sonaban las campanas del pueblo. Yo siempre soñaba con escuchar aquella historia de nuevo, de hecho salía de clase con la ilusión de que alguien hubiera muerto para ver si La Ana se animaba a contarla. Era el único de sus relatos que no me sabía de memoria.

Cuando escuchaba desde una de mis clases la melodía del campanario sabía que mis plegarias habían obtenido una respuesta e inmediatamente buscaba alguna excusa para escaparme del colegio. Alcanzaba mi bicicleta, pedaleaba sin pausa hasta la casa de La Ana, pasaba por delante de los mesones más concurridos donde tediosos ancianos echaban su mañana jugando al dominó o al mus. Cuando pasaba por su lado con mi bicicleta azul les escuchaba decir algo similar a: “Ya va la bicha pa’ casa de La Ana, alguien la ha palmao”. Yo era “la bicha” de las malas noticias.

Al llegar a la deteriorada casa de La Ana me quedaba mirando la fachada de dos plantas y la veía a través de la ventana preparando uno de sus horribles estofados. Era malísima cocinando. Por el pueblo entre partidas de mus y cervezas se comentaba que “No sabe cocinar y por eso no ha encontrao marido y ya tiene casi setenta”, aunque pero yo estaba convencida de que si no tenía marido era porque nadie del pueblo era tan fabulosa como ella. Miraba como cocinaba su estofado sin atreverme a tocar la puerta, permanecía quieto hasta que sus ojos grises se percataban de mi presencia, colocaba sus enclenques brazos en jarras y gesticulaba con la cabeza, de lado a lado, indicando que pasara al interior.

La casa de La Ana por dentro era un absoluto desorden, había una mesa de madera desgastada, tres sillas de madera y cuerda al fondo del salón, un diminuto baño sin espejo y una cocina con escasos utensilios. Unas escaleras que crujían en exceso componiendo una armoniosa melodía y conducían a una habitación en la que solo había una cama junto a un pequeño armario. Toda la casa estaba aderezada por libros, desde la encimera de la cocina hasta el suelo del baño; yo contaba más de quinientos libros distribuidos aleatoriamente. Todos los elementos de la casa estaban recubiertos por una película de polvo de un grosor considerable que animaba a mantener por seguridad las manos en los bolsillos.

Era entonces cuando La Ana, con su acaramelada voz, me pedía desde la cocina que por favor sacara una de las sillas de madera y cuerda a la puerta, yo obedecía sin rechistar. Al volver a entrar en la casa me percaté que sobre la mesa ya estaban colocadas escrupulosamente media docena de bolsas con caramelos para los niños y niñas, que como yo, acudirían a escuchar a La Ana. Después de sacar la silla me acercaba a la cocina y soportando el impactante hedor del estofado hacía siempre la misma pregunta: “¡Ana, Ana!, ¿Hoy que cuento nos contarás? ¿Verdad que hoy toca ‘Las suplicantes’?” ella me apuntaba con su nariz ganchuda y se reía, pero nunca me confesaba que obra narraría ese día.

Aunque La Ana siempre insistía encarecidamente en que comiera de su estofado, yo prefería mi bocadillo de embutido, de hecho estaba segura de que a La Ana tampoco le gustaba su estofado. La Ana comía de una manera muy cautelosa mientras que yo devoraba mi bocadillo con entusiasmo. Ella me preguntaba sobre mi día a día en el colegio mientras masticaba con la boca llena. Yo que ya había terminado mi bocadillo la miraba con admiración y respondía.

Al caer la tarde ya se podía adivinar si de verdad leería “Las suplicantes”. Ya no eran solo los críos y crías del pueblo quienes se arremolinaban alrededor de la silla de madera y cuerda. Adultos y ancianos traían sus propias sillas e incluso los trabajadores durante su jornada laboral se acercaban con sus saquitos de piedras a la espalda para escuchar a La Ana. La mayoría de los adultos y ancianos del pueblo eran analfabetos, La Ana era la representación de la cultura del pueblo y la única opción para muchos de escuchar relatos, de evadirse de su rutina. Cuando La Ana se veía rodeada de la multitud procedía a iniciar un rezo, a continuación se levantaba de la silla para ponerse en pie ella, pues con su escasa estura y tanta gente alrededor no había otra manera de ser visible a los ojos de todos. Antes de iniciar y después de alcanzar un cierto equilibrio se acariciaba sus canas detrás de ambas orejas, tosía efusivamente e iniciaba a la obra.

Representaba ella misma todos los papeles, sus ojos grises parecían cambiar de tono con cada personaje que interpretaba. Hacía el coro con su hilo de voz, era capaz de que no quedara ninguna duda de que personaje interpretaba en cada momento. Mientras la obra tenía lugar, sobre el pueblo se cernía un silencio sepulcral, solo algunos sollozos entre la multitud quebraban el silencio. Todos permanecían atentos, no querían perderse ni el más mínimo detalle.

Siempre había pensado que La Ana se sentía muy identificada con esta obra, que por eso ella no tenía marido, como las cincuenta hijas de Dánae que aparecían en la obra. Ella era una suplicante más, también sentía apego por su virginidad, rechazaba el matrimonio y a la perpetuación de la vida. Quizás por eso interpretaba tan bien ese papel, ella se sentía otra más de las hijas de Dánae. Mientras yo pensaba todas estas cosas la obra sucedía y se me pasaba, de nuevo, la oportunidad de memorizar cada uno de los diálogos de la obra. Era la última de las interpretaciones de La Ana que me falta por memorizar.

Antes de que pudiera zafarme de los pensamientos que Las suplicantes’ me provocaba ya había terminado la obra y un aluvión de aplausos, lágrimas y gritos de emoción inundaban el ambiente. La Ana, con ayuda de los niños más próximos, se bajaba de la vieja silla de madera y cuerda entre crujidos. Con una sonrisa se sentaba a esperar a que todos y todas los presentes se volverían para sus casas. Cuando todo el mundo ya se había ido le preguntaba sobre aquellos detalles de la obra que me había perdido. Ella fiel a sus costumbres, me respondía; “tendrás que estar más atenta la próxima vez si quieres obtener respuestas”. Haciendo caso a su recomendación le daba un fuerte beso en la mejilla, me volvía en la bicicleta y pensaba en cuando sería la próxima vez que La Ana decidiría representar “Las suplicantes”.

El día de mi decimotercer cumpleaños se ha quedado grabado en mi memoria. La tarde anterior La Ana había interpretado “Las suplicantes”, las dudas que esa obra me generaba no me habían permitido dormir en toda la noche. Durante la primera hora de clase las campanas retumbaron entre los muros la escuela. En un pueblo de tan pocos habitantes no era costumbre que dos personas fallecieran en días consecutivos, aquello me embargo de dicha. Con la excusa de una necesidad imperiosa de mear, logré zafarme de clase y alcancé la decolorada bicicleta, ya ligeramente oxidada, para poner rumbo hacía la casa de La Ana.

Atravesé el centro del pueblo y zigzagueando entre las terrazas de los mesones típicos del pueblo, donde descansaban un puñado de ancianos bebiendo whisky y cervezas. Alguno de ellos profirió “Mira la bicha pa’ casa de La Ana, habrá entierro”.

Conforme se iba dibujando la silueta de la peculiar casa de La Ana vi la silla, ahora vacía, de la noche anterior. En ese instante dos hombres sacaron en volandas el cuerpo sin vida de la vivienda, sus brazos caídos sin vida casi alcanzaban el suelo. Colocaron el cuerpo en un ataúd de madera de pino. La Ana nos había dejado y se había llevado mi ilusión con ella. Un grueso goteo de lágrimas descendía por mi nariz, mis manos tapaban el color rojizo de mi rostro en aquellos instantes. Entre jadeos me acerqué a ver por última vez la carita de ángel de La Ana. Lucía una piel pálida que parecía imitar el tono de su cabello, sus párpados cubrían sus ojos grises y su nariz ganchuda parecía estar más erguida que nunca. Aunque arrugada seguía siendo joven y transmitía paz hasta estando físicamente muerta.

El ataúd de La Ana ya iba en dirección al entierro, atravesé la puerta para darle un último vistazo a la humilde casa. Sobre la mesa del salón descansaban los caramelos que La Ana había preparado para los niños. Parecía que las escaleras ya no crujían con la misma voluntad, los crujidos habían dejado de ser melodiosos. Sobre la cama se hallaba “Las suplicantes”, parecía colocado con total meticulosidad.

No pude evitar coger el libro, era mi oportunidad para descubrir todo lo que aquella obra albergaba. En la portadilla encontré la más bella dedicatoria escrita, para “la bicha” de “La Ana”. Dicha dedicatoria ocupaba toda la portadilla con su peculiar caligrafía. Mis lágrimas se sucedían sobre la portadilla. Después de recomponerme inicié la lectura. Quedé hechizado ante aquella maravilla, la obra estaba manuscrita con consejos de interpretación. La Ana lo había preparado para mi decimotercer cumpleaños.

Ya había caído el sol, ni siquiera había comido, me rugían las tripas. “Las suplicantes” me había atrapado como le ocurrió a La Ana y no había forma de escapar. Cogí el libro dispuesta a llevármelo a casa para continuar leyendo toda la noche. Bajé las escaleras ignorando los crujidos, guardé los caramelos en mi mochila y me lavé la cara dispuesta a buscar algo que llevarme a la boca.

Al atravesar la puerta de casa de La Ana quedé atónita ante la multitud de gente. Se habían concentrado alrededor de la desgastada silla de madera y cuerda. Eran incluso más que el día anterior, todos querían dar un último adiós a la Ana y recordar sus cuentos. Me vieron salir abrazando el libro, me temblaban las piernas. Repartí los caramelos entre los niños y niñas de la multitud. Me hice un hueco entre la multitud y me subí a la silla, cientos de ojos me apuntaban. Tras unos segundos de incertidumbre tosí de manera exagerada, me rasqué detrás de ambas orejas y me dispuse a comenzar “Las suplicantes”.

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