La verdad es que odio mi trabajo. Llevo diez años encerrado en el mismo edificio, en el mismo despacho, en el mismo puesto… No hay opciones de ascenso, ni interés por mi parte. Ni siquiera sé por qué estoy aquí. Cuando empecé a estudiar programación no era esto lo que imaginaba. Soñaba con crear software que ayudase a la gente, participar en el desarrollo de videojuegos, o incluso montar mi propio negocio de reparación de tostadoras. Pero aquí estoy, encerrado en un edificio del gobierno, encargándome de la seguridad de sus miles de documentos digitales cargados de mierda política como fraudes, malversación y demás basura.

También odio a todos mis compañeros de trabajo. No hablo con ninguno. Son todos unos imbéciles incorregibles. No hay esperanza para ellos, para ninguno de ellos. Los que no son imbéciles, son gilipollas. No se salva ni uno. Siempre creyéndose mejores que cualquiera, pensando que están haciendo algo bueno, o fardando de sus teléfonos caros, su ropa de marca, y sus coches del valor de mi casa.

Odio tanto este trabajo que a veces pienso en piratear los servidores y publicar todos esos archivos confidenciales. Siempre que tengo ese pensamiento salgo a tomar un poco el aire. Por suerte, coincide justamente con la hora del almuerzo, así que puedo seguir siendo un empleado ejemplar sin dejar de odiar mi trabajo.

Siempre voy a comer al mismo parque. Es el único momento de paz en mi jornada laboral. Es un parque muy bonito y cuidado. El césped siempre está verde, y los arboles bien podados. También hay un pequeño estanque con patos rodeado por unas bonitas flores.

Pero lo que más me llamaba la atención de ese parque era una extraña chica que veía allí a veces. Bueno, no era simplemente extraña. La definiría como excéntrica, enigmática, desaliñada, despreocupada, atrevida… Todo ese conjunto de cosas generaba algo en ella, una belleza extraña.

Recuerdo la primera vez que la vi. Pensé que estaba un poco mal de la cabeza, sinceramente. Llevaba el pelo despeinado, un pantalón un par de tallas más grandes, y una camiseta de rayas horizontales. Se acercó a un árbol, sacó un libro de su bolso, se quitó los zapatos y se tumbó en el césped apoyando los pies en el árbol. Cada vez que leía una página de ese libro, se lo apoyaba en la cara, extendía los brazos en el césped y se quedaba así un par de minutos. Luego volvía a leer otra página y hacía exactamente lo mismo.

Ese día estuve observándola durante una hora y media. Estaba como hipnotizado. Volví tarde al trabajo aquél día, pero el resto de horas que estuve allí encerrado no las pasé mal. Solo pensaba en ella, en esa forma de actuar. Quería volver a verla y sentir esa paz y esa inquietud a la vez.

A partir de ese día siempre que volvía al parque deseaba encontrarla de nuevo. Casi siempre lo conseguía. Empecé a ir incluso los fines de semana. Seis de cada siete días la veía. Solo faltaba los jueves. Durante tres meses estuve yendo cada día solo para verla. Tres meses observando sus rarezas. Incluso cuando llovía estaba allí, despreocupada totalmente por la lluvia. Uno de esos días lluviosos estaba allí, tumbada en el césped, con los pies apoyados en un árbol, sin paraguas, con los brazos extendidos, y riendo. Se la veía feliz. Ese fue el día en que reuní el valor de acercarme a ella. —Oye, te estás empapando. ¿Quieres mi paraguas? —le pregunté. Ella negó con la cabeza. —No te preocupes, estoy bien —Me dijo mientras sonreía—. La lluvia es bonita, hay que disfrutarla.

En ese momento me quedé sin palabras. Literalmente. No sabía como continuar aquella conversación, pero quería estar allí, así que sin pensarlo, cerré el paraguas y me tumbé en el césped, me quité los zapatos, y apoyé mis pies en el árbol mientras extendía los brazos en el húmedo césped. Ella me miró un poco sorprendida, y luego sonrió. Acto seguido volvió a mirar hacia el cielo, sonriente. Yo hice exactamente lo mismo, y en ese momento lo vi. Vi lo bonita que era la lluvia, y me sentí realmente bien.

Después de ese día, siempre que la veía me acercaba a ella. Ella parecía contenta. Charlábamos de cualquier cosa. Yo le preguntaba por qué hacía esas cosas. Siempre sonreía antes de responderme. Y luego conseguía que entendiese el por qué de cada acción. Me dijo que después de leer una página de un libro, se lo dejaba caer en la cara unos minutos, para sentir lo que el escritor quería transmitir, para intentar averiguar que se escondía tras cada palabra. También me dijo que tumbarse en el césped y apoyar los pies en el tronco de un árbol, la hacía sentirse cerca de la naturaleza. Me hizo ver que había paz, tranquilidad y belleza en cualquier parte, solo tenía que mirar con simpleza todo lo que me rodeaba.

Así empecé a ver el mundo con otros ojos. Empecé a saborear el café, cuando antes solo lo tomaba para mantenerme despierto. Empecé a escuchar los pájaros, el agua, el sonido de las ramas y hojas de los árboles, cuando antes solo escuchaba los cláxones y ruidos de la ciudad.

Hablábamos mucho. Siempre de cosas simples, que conseguían una gran profundidad al terminar de hablar. A veces nos quedábamos en silencio durante un buen rato. También era algo bonito. Estar en un silencio absoluto, y no sentirnos incómodos, ni forzados. Había paz en aquellos momentos.

Cuando llegaba la hora de despedirnos, ella se ponía en pie, estiraba los brazos, respiraba profundamente y acto seguido me miraba sonriente y hacía una pequeña reverencia. —Hasta la próxima, amable desconocido —solía decir. —Hasta la próxima, chica extraña —le contestaba yo.

Nunca nos presentamos oficialmente. Nunca supimos el nombre del otro. Según ella, los nombres solo importan cuando no recuerdas a una persona. Decía que no le importaba mi nombre, que ella me recordaba por los momentos que compartíamos. Siempre quise saber su nombre, pero entendía a la perfección lo que decía. Y había algo bonito en llamarla «chica extraña».

Recuerdo que al preguntarle por qué no venía los jueves, por unos segundos, perdió la sonrisa que la caracterizaba. La recuperó rápidamente, y me dijo que algunos días simplemente no podía venir. Ella seguramente pensó que no me había dado cuenta, pero ese par de segundos en los que su expresión cambió, me hicieron pensar bastante. ¿Por qué no vendría los jueves? ¿Por qué perdió la sonrisa cuando se lo pregunté? ¿Por qué no me dijo la verdad?

Seguíamos viéndonos seis de cada siete días. Seguíamos teniendo esos momentos de paz. Seguíamos siendo un amable desconocido, y una chica extraña. Pero en el fondo sentía preocupación.

Unos meses más tarde, me comentó que también dejaría de venir los lunes y los viernes. Mi preocupación aumentó. Le volví a preguntar el por qué, y esta vez, sin perder la sonrisa ni un segundo, me dijo que simplemente no podría venir esos días.

Aunque solo nos viésemos cuatro de cada siete días, los sábados y los domingos, estábamos el doble de tiempo en aquel parque. Ella fue quien lo propuso. Quería compensar el tiempo perdido, me dijo. Siempre con esa sonrisa en su cara. Aunque estuviese preocupado, esa sonrisa siempre me transmitía paz.

Un sábado llegó con una cesta con comida, un mantel de cuadros y esa bonita sonrisa. Quería que comiésemos juntos, y que pasásemos todo el día allí. Y era algo que no iba a dejar pasar. Sin embargo, no fue para nada lo que más me llamó la atención. Ella estaba diferente. Se había cortado el pelo, muy corto. Le pregunté el por qué y me comentó que en algunas culturas, cortarse el pelo implica un cambio en tu vida, ya sea emocional, físico o laboral.

Ese día estuvimos hasta muy tarde en aquél parque. Hablamos de muchísimas cosas. Mirando al cielo nocturno, tumbados en aquél mantel de cuadros, me preguntó que pasaría si no pudiésemos vernos más. Yo me giré y la miré a los ojos. En ese momento supe lo que pasaba. Estaba enferma. Estaba muriéndose. Una enorme tristeza me inundó en aquél momento. —No quiero que eso pase —le contesté. —Pero esas cosas pasan —contestó ella sonriendo. —Estaría muy triste —le dije—. No sabría que hacer. Ella volvió a sonreír. —Siempre puedes venir aquí, tumbarte en el césped, poner los pies en el tronco de un árbol y sentirte bien —me respondió con voz tranquila.

A partir de ese día iba con miedo al parque. ¿Y si no volvía a verla? Pero los martes, miércoles, sábados y domingos siempre la veía. Aunque sentía que el día menos pensado podría dejar de verla, cuando estábamos allí me sentía bien.

Todo transcurrió con relativa normalidad unos meses. Hasta que un día, ella no apareció. Pensé que no se encontraría bien, pero que volvería a verla al día siguiente. Tampoco fue así. Estuve yendo toda la semana, pero nunca apareció.

Pero hoy, mientras estaba tumbado en el césped con los pies en el tronco de aquél árbol, pensando en ella, en que nunca más volvería a verla, a oír su voz, ver aquella preciosa sonrisa, una señora mayor se me acercó. —Debes ser tú. Tú eres el amable desconocido ¿No es así? —preguntó con la voz rota de pena. En ese momento supe quién era esa señora, y a qué había venido. —Mi hija me pidió que te diera esto —dijo mientras sacaba una carta y un libro de su bolso—. Me dijo que te encontraría aquí, tumbado en el césped. Cogí la carta, la abrí inmediatamente y la leí.

«Hola, amable desconocido. Siento no haber ido estos últimos días al parque, pero me gustaría que supieras que lo intenté. Por desgracia el doctor que me ha estado tratando estos meses, me ha pedido que repose. Y mi familia quiere estar conmigo. Ojalá pudiese verte una vez más para tumbarnos en el césped y estar en ese cómodo y reconfortante silencio. Me has alegrado mucho todo este tiempo, y espero que tú también hayas estado alegre conmigo.

No quiero que estés triste, no quiero que me eches de menos. No quiero que olvides los momentos divertidos, ni lo que te hacía sonreír. Debes sonreír siempre. Incluso cuando llueva y no tengas paraguas. Sigue viendo el mundo de una forma simple y natural.

Nunca te agradecí que te acercases a mi aquél día de lluvia. Soy consciente de que la gente me miraba raro. Algunos pensarían que estaba loca, pero tú te acercaste amablemente. Y gracias a eso, he pasado los meses más agradables de mi vida.

Supiste de mi enfermedad hace tiempo, pero eso no te impidió ser el mismo. Aunque te notaba triste algunas veces, siempre conseguía verte alegre.

Ahora me arrepiento de no haberte abrazado la última vez que nos vimos, pero no quería que te dieses cuenta de que sería la última. No quería verte triste. Espero que me perdones.

Le he pedido a mi madre que te dé este libro. Es el que estaba leyendo el día que nos conocimos. El día que me ofreciste tu paraguas. Está algo arrugado por la lluvia, pero aún se puede leer. Recuerda ponértelo en la cara durante unos minutos después de cada página. E intenta descifrar que quería transmitir el escritor.

Adiós, amable desconocido.»

Tardé un rato en recuperarme. Estaba muy triste. No podía dejar de llorar. No volvería a verla nunca más. Esta era la prueba definitiva de que la chica extraña se había ido para siempre. Me incorporé y le dí el pésame a su madre. —Nunca supe el nombre de su hija, decía que no era necesario saberlo, pero me gustaría conocerlo —le dije mirándola a los ojos. —Ella me dijo que dirías algo parecido —comentó con una sonrisa—. Me pidió que no te lo dijera, que la recuerdes siempre como la chica extraña.

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