¿Dónde lo conocí? Bueno, eso fue hace unos cuantos años…

Iniciaba mis estudios de diversificado en un colegio nuevo y, a través de una tercera persona que no vale la pena mencionar, lo conocí a él.

Al principio me pareció un poco infantil, y ¿cómo no iba a parecerme así? Estudiaba un par de años por debajo, sus juegos y comentarios, en fin. Todo acorde a su edad. O al menos, eso parecía…

Al empezar a crearse un poco de confianza pude darme cuenta del hecho de que mi primera impresión había sido, claramente, errónea. Sus juegos, sus comentarios, su forma de mirar, todo había cambiado.

Recuerdo horas de charla por mensajes de texto donde los temas de conversación eran todo menos importantes. Hablábamos de series, de juegos, de cosas sucedidas en el colegio, de vez en cuando tocaba hablar de algún problema más relevante y personal, y así, de a poquito, se convirtió en parte de mi día a día: un mensaje de «buenos días» a las 6 de la mañana, uno de «buenas noches» que generalmente enviábamos de madrugada, un intercambio de cartas (sí, cartas reales) en el receso, más mensajes durante las clases, ansiedad al saber que se acercaba el descanso y que lo vería… El niño había logrado hacerse un hueco en mi universo, en mi espacio/tiempo, al punto de volverse importante. Realmente importante.

¿Cómo puedo estar tan segura de que lo era? Porque realmente me afectó el habernos separado. Las razones: varias. ¿Fue mi culpa? Si y no. Aunque no se trata de buscar culpables. Las cosas debían ser así y así se desarrollaron.

Admito que en mis planes de vida no estaba contemplado, ni por error, el volver a saber de él. Muchísimo menos el volverle a ver. Es comprensible, por ende, mi sorpresa al recibir señales de vida de su parte.

Estaba realizando mi residencia foránea cuando una notificación suya en Facebook me dejó sin palabras, con un escalofrío recorriéndome el cuerpo, un revoltijo de recuerdos y emociones, y una pregunta retumbando en mi cabeza como una banda en pleno desfile: ¿Vas a responder?

Decidí que lo haría. No estaba segura del por qué. Recordaba todo lo que había sucedido en ese colegio y una lluvia de sentimientos encontrados se apoderaba de mi. Pero, habían pasado años, ¿no? Era una mujer mucho mayor, más madura, capaz de responder de forma más coherente y que podría manejar la situación si, de algún modo, se salía de control.

Ignoraba por qué me había escrito, cómo me había localizado, qué era lo que buscaba… En fin. No tenía nada. Sin embargo, siempre se puede averiguar si se sabe preguntar.

Al principio tome todo como una situación casual. Intercambiamos datos relevantes y nada más. Por varias semanas estuvo su conversación en mi teléfono móvil, sin cambios. No había nada que decir, nada que preguntar, nada que comentar. Hasta que, por cosas del destino ¿quizás?, mi móvil decidió que no estaba contento con nada, y borró todos los datos que pudo borrar.

En mi proceso de hacer memoria de cuáles contactos había perdido, lo recordé a él. De todas las cosas que compartimos, el número de móvil no fue una de ellas. Así que, por el simple hecho de evitar que pensara que lo había eliminado así, sin más, acudí al Facebook y le expliqué lo sucedido.

¿Por qué me importaba lo que él creyese? ¿Por qué esa sensación al darme cuenta de que no tenía su teléfono? ¿Por qué la necesidad de avisarle acerca de lo sucedido? No lo sabía. O quizás sí lo sabía y no quería admitirlo.

No mucho tiempo después de reaparecer como un contacto más en mi móvil, me percaté de una foto nueva en la que se le veía muy guapo. Debatí conmigo misma durante varios minutos acerca de hacerle o no un comentario al respecto. Al final decidí que no tenía nada que perder… Esa decisión fue el inicio de todo. Una vez más, había entrado en un juego en el que él estaba presente. Tenía tiempo, aún, de salir de todo eso si era lo que quería. Pero decidí seguir adelante. Mi curiosidad ganaba la partida y me incitaba a continuar.

El tiempo y las situaciones nos hacen cambiar, para bien o para mal. Forman carácter, dan rasgos a nuestra personalidad, nos enseñan a tomar decisiones, a reaccionar ante diversas situaciones. Guardan en nuestra base de datos una cantidad increíble de posibles escenarios ante cualquier evento. Pero no siempre son acertados. Puedes conocer bien a una persona pero el simple hecho de perder contacto, por las razones que sean, tiene como resultado el guardar en tu memoria un bosquejo, un archivo viejo de quién o cómo era. Pretender que todo seguirá igual después de años de distanciamiento, es un error común e imperdonable.

Allí estaba él. Luego de 6 años. Elocuente, como siempre. Atractivo, para mi, de una forma casi imposible de ignorar. Con su juego de palabras, su doble sentido, su risa, su tono al hablar… Sus notas de voz, cada vez más me frecuentes, taladraban mi cerebro con la inocente excusa de liberar endorfinas cada poco tiempo y con la firme convicción que quedarse almacenadas allí hasta que el tiempo se extinguiera.

Inteligente, hábil, seguro de sí, con una capacidad innata, envidiable y hasta cierto punto odiable, para poder «leerme» sin tenerme en frente. Sabía si sonreía, sabía qué efecto tendrían sus mensajes, qué tono de voz usar en sus notas para despertar en mi una reacción determinada… Él me leía como un libro abierto ante sus ojos.

Había momentos en los que me sentía impotente ante ese hecho, otros me causaba gracia, a veces me molestaba un poco. Pero tres cosas eran seguras: me divertía, me gustaba ese hecho y él lo sabía.

De los mensajes y las notas de voz pasamos, muy rápido, a algo más directo: videollamadas. ¿Nerviosa? ¡¡Cómo no iba a estarlo!! ¡Ese chiquillo lo estaba logrando de nuevo! De alguna manera había borrado cualquier resentimiento hacia él, se había colado en mis defensas y se había plantado, nuevamente, en ese sitio que siempre fue suyo… Ahora, con intención de quedarse.

Verlo a través de la cámara no era igual a verlo en persona, pero se asemejaba bastante. Pude empezar a asociar su risa con ciertos gestos, identificar sus miradas, conocerlo de nuevo desde cero y darme cuenta de que ese «algo» que antes tuvo y que fue lo que hizo que me gustase, seguía allí.

Hablábamos por horas de todo y de nada. Sus clases, sus evaluaciones, mis rotaciones, mis profesores, su familia, la mía, entre otros tópicos. Se volvió parte de mi día a día. Uno de ellos, sin más, me comunicó que iría a visitarme. Estaba nerviosa al punto de solicitar a una compañera que me acompañara.

Seis años mas tarde, luego de infinidad de mensajes, notas de voz y videollamadas, allí estaba él. Con su tono de voz, su sonrisa, su mirada… Por Dios, esa mirada… ¿Cómo podía ser capaz de dejarme sin palabras, paralizada, con tan solo una mirada? Ese día, por primera vez, pude probar sus labios. Mi corazón prometía no infartarse en el proceso, pero sí latir a tal velocidad que mi pecho doliese.

A ese conjunto embriagante de cosas se sumó un detalle que me marcaría de por vida: su perfume. Es indescriptible lo que me hacía sentir. Me atontaba, me mareaba, era parte de esa droga personal en la que él se había convertido. Me incitaba a estar peligrosamente cerca de él, muy cerca.

Durante el tiempo que estuvimos juntos perfeccionó su capacidad de predecir mis respuestas, de ahondar en los rincones más profundos de mi mente y de despertar en mi sensaciones que no había tenido antes. Lograba excitar cada célula de mi cuerpo, desde aquellas que formaban mi piel hasta cada una de mis neuronas. Era suya de mil formas diferentes y él lo sabía.

Nuestros continuos y diversos juegos eran el aderezo perfecto de nuestra relación. Nuestras «luchas de poder», mi capacidad de sonsacarlo, su facilidad para entrar en situación y responder, en fin, nos divertíamos a nuestra manera y eso nos hacía felices.

Pero nada de eso nos preparó para lo que vendría luego. Ambos vivimos diversas separaciones a lo largo de nuestras vidas pero esta fue, para mí, la más difícil de todas. Hacerle daño a la persona que amaba fue el golpe más duro que pude darme. Seguir adelante luego de ello, un verdadero suplicio.

En un mundo que se hace gigante para muchos e insuficiente para otros, es difícil adivinar cuántas veces en nuestra vida volveremos a caer en el mismo juego. Para mi, habría una tercera.

Dos años después de la última vez que lo vi, tendría lugar un nuevo encuentro, luego de sus respectivas conversaciones previas. Una vez más estaríamos frente a frente. Una situación en la que tendría que hacer uso de toda mi fuerza de voluntad para no dejarme afectar por nada de lo que hiciera o dijera.

Nuevamente, allí estaba él: impecable como siempre. Su peinado, un tanto particular, me causó mucha gracia. Situación perfecta para liberar mis nervios y tensiones a través de la risa. Tenía esa mirada tan particular capaz de desarmarme en cuestión de segundos, esa colonia que sabía que me volvía loca y esa actitud desafiante que me invitaba a seguirle el juego. Había venido con todas las armas que sabía que podía usar. Y allí estaba yo, debatiéndome entre jugar o no jugar aquel juego que ambos conocíamos muy bien.

Sabía que me observaba, que me analizaba, que me leía nuevamente como lo hizo la primera vez. Pero ahora no se la pondría tan fácil. Sabía que el podía anticipar mis respuestas, conocer mis risas, entender mis miradas pero yo sabía que tenía la fuerza para resistirme a él y a mis instintos traicioneros que me rogaban, me suplicaban, que me dejara llevar. Había encontrado otra manera de divertirme y sabía que él no tardaría en seguirme el juego.

Como buena adicta a él, quería más. Pero no me bastaba con lo que había tenido antes. Quería, necesitaba, algo más. Aunque eso implicara forzar mis límites (y los suyos) para conseguirlo. El juego empezaba nuevamente, pero ambos estábamos a otro nivel.

Ahora seguimos en el mismo juego. Detenido momentáneamente por cosas del destino. Ambos sabemos qué queremos, qué buscamos, qué ansiamosconseguir. De vez en cuanto lanzamos señales para recordarle al otro que seguimos allí, como leones enjaulados esperando que esa reja se abra para salir al acecho. Él, como el lobo depredador que es y yo, como una caperucita mucho menos inocente de lo que fui…

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