Iba caminando tan rápido como podía. El campo estaba teñido con colores alegres. El paisaje era precioso, pero no podía avanzar con rapidez. El cielo estaba cubierto por una espesa nube y no paraba de llover. Iba buscando algún lugar donde refugiarse de la lluvia, que la impedía ver con claridad el paisaje y la dificultaba la audición: si se acercaba alguien, no lo oiría hasta que fuera demasiado tarde.

Corrió hacia el cobijo que había en la piedra del Risco, se quedaría allí hasta que acampara. Era abril y las lluvias torrenciales eran frecuentes, pero solían ser cortas. Se acomodó en la piedra y se lió un cigarrillo mientras dejaba vagar su mente. No podía permitirse el lujo de quedarse allí demasiado tiempo, le habían puesto sobre aviso de que alguien de su grupo estaba filtrando información de los republicanos a los nacionales. Tenía que descubrir quién era.

Se despertó una hora después, cuando el Sol ya se estaba poniendo. El cielo estaba tiznado de colores rosas y azules. Se levantó de un salto y se dirigió al refugio. Al pasar junto al Castillo de las Dos Hermanas, escuchó voces. Allí no había ningún lugar seguro donde esconderse. Se tiró sobre la hierba, apartándose, tanto como le dio tiempo, del camino, y rezó para que la semioscuridad que impregnaba el lugar le escondiera de la vista de aquellos guardias civiles. Aguzó el oído, una de esas voces le resultaba extrañamente familiar. Le escuchó a uno de los guardias referirse a él como Juan. Pero ¿Juan?, ¿qué Juan?, era imposible que fuera su fiel amigo de la infancia. No podía ser Juan «el Canas». No, eso era inconcebible. Imposible. Tenía que haber algún tipo de error. ¿Había más de un Juan y, quizás, no lo sabía? Se dio cuenta de que se había erguido y que se había puesto en posición de ataque. Volvió a tirarse al suelo. Esperaba que no le hubieran visto.

La mujer de Juan se había quedado embarazada. Bueno, en realidad, no era su mujer, puesto que no estaban casados, en los tiempos que corrían, las bodas eran un lujo que pocos podían permitirse y menos aún aquellos que se habían echado a los montes para intentar hacer frente a Franco y sus seguidores. Rosario, como se llamaba, se había quedado embarazada. Como otras muchas mujeres, había decidido dar a luz en el monte.

Sin embargo, cuando Juan volvió una fría mañana de una expedición que hicieron por el pueblo más cercano, Navahermosa, en busca de provisiones, se la encontró con fiebre. Tras debatirlo mucho, decidieron arriesgarse y llevar a Rosario a algún médico del pueblo. Al volver, les contó que, al final, habían acordado que ella se quedaría en el pueblo, en la casa de unos familiares, hasta que diera a luz. Una vez tuviera al bebé, volvería a los montes. Eso lo había decidido Rosario, por supuesto, quien estaba decidida a luchar.

Jimena se quedó de piedra, no podía creer lo que escuchaba. Tenía que ser una pesadilla. Por la discusión que estaban teniendo Juan «el Canas» y los guardias civiles, dedujo que habían encarcelado a Rosario. El mes que viene saldría de cuentas y, si no la soltaban, daría a luz entre rejas. Juan estaba dando voces en ese momento, clamando al cielo y a Dios, por justicia, mientras los guardias reían y amenazaban a Juan con la vida de la persona a la que más quería y con su futuro hijo. Su voz estaba cargada de desesperación y angustia.

Ahora lo comprendía todo. Ya sabía quién les estaba traicionando y por qué: Juan. No sabía cómo tenía que enfrentarse a esta situación. ¿Se lo contaría a los demás? ¿Se callaría, arriesgando así la vida de todos los que estaban refugiados en la montaña? ¿Intentaría dialogar con él?…. Su mente se quedó en blanco y su cuerpo paralizado. ¿Qué era lo que se suponía que tenía que hacer ahora?

Vio como Juan iba camino de la Hoz del Carbonero, mientras los guardias volvían al pueblo por aquel camino de tierra clara. La animada conversación de los guardias se fue disolviendo poco a poco, confundiéndose con el rumor del viento, que mecía las hojas de los árboles, el sonido el arroyo, que fluía a lo lejos, y el ruido de los animales, hasta que sus voces desaparecieron del todo. Se levantó despacio, le pareció estar en una nube, que se precipitaba al suelo, y que no podía parar. Retomó el camino hacia la Hoz. Sus pasos eran pausados. Mientras caminaba, intentó asimilar todo lo acaecido.

Escuchó un silbido. Sacudió la cabeza y miró a su alrededor. La luz de la luna se reflejaba sobre la pequeña cascada. Desvió la mirada hacia la entrada y distinguió una figura en lo alto. Dijo la contraseña, entró y se sentó junto al fuego. Cerró los ojos y se quedó absorta en sus pensamientos. Todavía no había decidido qué hacer con Juan, lo que sí sabía era que no quería precipitarse al tomar una decisión. Se daría de plazo hasta la mañana del día siguiente.

Volvió a abrir los ojos. Juan se encontraba al otro lado de la lumbre, hablando despreocupadamente con Tomás «el Heredero». Ambos estaban tomando un pedazo de pan duro con carne seca, que, de hecho, era de la poca comida que les quedaba del invierno. Ella, aprovechando su viaje al pueblo, había traído un queso y algo de tabaco. Sin embargo, los encargados de traer la comida eran Alfonso, Fernando y Roberto. Al parecer, todavía no habían llegado.

Se retiró pronto, con la excusa de que se encontraba cansada, pero la realidad era que no se sentía con ánimos para hablar con nadie. Se dirigió hacia el escondite de la roca, en cuyo suelo había una manta raída, que utilizaba como dormitorio. Se tumbó sobre la manta y se quedó mirando a la nada, pensando en todo.

La luna llena iluminaba el lugar, confiriéndole un aspecto de cuento de hadas. Jimena se levantó y se apoyó sobre la roca. Ya había tomado una decisión. Se miró las palmas de las manos. Estaba temblando. Las lágrimas empezaron a perfilar su rostro, iluminado por la luz de la luna. «Adiós, amigo. Perdóname», pensó, como si Juan pudiera escuchar su despedida.

El alba estaba a punto de despuntar. Se dirigió hacia el lugar donde se encontraban las cenizas de la lumbre de la noche anterior y comenzó a encender otra. Se mantendría ocupada preparando el desayuno a los demás hasta que despertaran. Después de desayunar, le contaría a Andrés «el Profesor» lo que había averiguado, para que este tomará una decisión. Aunque ya sabía lo que iba a suceder. A pesar de que Juan estuviera sufriendo por su esposa, Andrés no podía poner en riesgo la vida de todos ellos. Además, tendrían que buscar, otra vez, un nuevo lugar donde vivir, un nuevo escondite, puesto que ese ya había sido comprometido y les podrían atacar en cualquier momento.

Mientras meditaba, escuchó voces a lo lejos. Todavía no había amanecido del todo. ¿Podría estar alguien despierto a esas horas? Se dirigió con sigilo hacia las voces. Horrorizada, vio a los guardias acercándose. Tan de prisa como pudo, fue a avisar al resto.

Huyeron tan rápido como sus pies se lo permitieron. Habían cogido las armas y la poca munición que les quedaba y, en su retirada, intentaban, a su vez, frenar la persecución de los guardias con balas. Pero había demasiados guardias y ya habían tomado algunos prisioneros; otros habían caído víctimas de balas perdidas.

Aquella mañana, el campo se despertó teñido de color escarlata, por la sangre de los compañeros caídos. Mientras, en el pueblo, resonaban incontables disparos, de los hombres que estaban siendo fusilados. De fondo, se distinguía el sonido de la campana de la Iglesia.

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