Viajaba en el metro, sola. Miércoles por la tarde. Luz artificial que ilumina el agujero subterráneo por el que viajamos. Contra todo pronóstico, son pocos los viajeros que se suben a los vagones. Será el partido, pienso. Intercalo mi atención entre el libro que sostengo sobre mis piernas cruzadas y cualquier posible acción que se desarrolle en el vagón. Me pregunto qué tendrá el metro, siempre capaz de transportarte a las mil y una vidas de cada uno de sus viajeros. Llegamos a la próxima estación. Un chico entra en el vagón y se sienta a mi lado. Vuelvo a mi lectura. El mundo se paraliza a mi alrededor para centrarse en la ficción que tengo entre manos. Me he dejado en la estación los problemas a los que me he enfrentado hoy en el trabajo. Tengo la absoluta necesidad de apartarlos durante un ratito, aunque sea aquí en el metro, hasta que lleguemos a mi parada. Es mi momento. El mío y el de Jöel, que me cuenta su historia y me ayuda a olvidar la mía. De repente, una agradable voz me saca de la lectura. Levanto la cabeza y atiendo al propietario de una de las voces más bonitas que he escuchado en mi vida. Masculina, grave y ya curtida por la edad, pero con una capacidad de atracción digna del mejor locutor de radio.

Ante mi vista tengo a la perfecta definición de caballero: altura media, casi sin pelo y unos ochenta años más que bien llevados. Lleva puestos unos chinos, una camisa del color de sus grandes ojos azules y unos tirantes que claramente van a juego con los pantalones. Tiene una expresión dulce y sonríe muchísimo. Irradia una felicidad que no suele encontrarse entre tanto gris del día a día. Instantes después me doy cuenta de que el motivo de esa alegría es ella: la mujer que va sentada junto a él. No para de decirle cosas. Yo no puedo dejar de observarles. ¿En qué momento han entrado en el vagón?

—Bueno, tranquila, ya llegamos al parque. Ya verás qué bien, hace un día increíble. ¿Te acuerdas de cuando no te tenía que llevar yo? Ahí corría detrás de ti para que no te me escaparas. ¡Pillina! —entona con sorna y cierto aire melancólico.

Ella está sentada en una silla de ruedas. Va vestida con un gusto exquisito. Lleva un vestido de verano ligero de color rosa palo con algo de encaje en la falda y en las mangas. Está bastante delgada y tiene sus manos colocadas encima de las rodillas. Sus piernas van ciertamente abrigadas con unas medias finas color bisonte y lleva unos inmaculados bluchers apoyados en el soporte inferior de la silla. Tiene el pelo completamente blanco y muy rizado, perfectamente peinado en torno a una carita de niña únicamente delatada por las arrugas que invaden su rostro. Tiene una piel delicada, una boquita pequeña enmarcada en una fina línea recta y unos enormes ojos verdes que miran a todos lados. Y a ninguno. Rondará la edad de su, entiendo, marido. Es la señora más guapa que he visto en mi vida. Delicada, exquisita y elegante, con ese collar de perlas que completa su atuendo y que provoca que la imagine bailando engalanada en un lujoso salón. En otra época. Junto a él.

—A ver qué hora es, amor. —le dice él mientras le agarra con cuidado la mano que lleva el reloj, apoyada aún en sus rodillas.

Observo el reloj que lleva puesto ella en su delicada muñeca. Se trata de un modelo moderno, con la hora digital, más que común en el mundo hipster. Resulta curioso que lo lleve puesto. No le pega para nada, pero a la vez le da un toque especial. Esa mujer es para retratarla, apenas se mueve en su asiento, pero destila un aura que conmueve. Soy incapaz de apartar la vista y me descubro sonriendo para ellos. Y para mí.

Deduzco que el señor se ha percatado de mi impertinente mirada, indiscreta a priori, pero consecuencia de la más pura admiración, cuando me doy cuenta de que con un natural desparpajo, me mira con sus ojos azules y me dice:

—Casi las siete. Aún tenemos un par de horitas de sol. Le encanta el sol, es lo que más le gusta. —hace una pausa y la vuelve a mirar, apoyando las manos en sus finos hombros. Ella permanece impertérrita, la mirada fija en algún punto— ¿Verdad, cielo? ¿A qué te encanta el sol? ¿Recuerdas los veranos en Málaga? ¡Cómo lo pasábamos!, ¿eh compañera? —le aprieta suavemente los hombros, se agacha ligeramente y le da un fugaz beso en la sien. En todo el rato que les llevo observando, él no ha perdido la sonrisa. Ella, al notarse besada, se revuelve ligeramente en la silla. ¿Ha sido mi imaginación, visiblemente afectada por este par, o he notado cierta sonrisa picaruela en sus finos labios pintados de rosa?

Miro a mi alrededor y comienzo a ser consciente de que la escena tiene atrapados a la mayoría de viajeros que, como yo, hemos dejado de hacer lo que estábamos haciendo para simplemente parar y dejarnos llevar por esta pareja de enamorados. Los móviles, los libros, los cascos y los pensamientos de los allí presentes han pasado a un segundo plano. Hemos dejado de malviajar para por fin bienviajar. Nos pasamos la vida demasiado ocupados en nosotros mismos como para detenernos un instante en observar a nuestro alrededor.

Su voz vuelve a dirigirse a mí. —¿Sabes? —me dice— Ahora le cuesta prestar atención y está un poco calladita, pero tenías que haberla conocido antes. —la mira con auténtica devoción— Era un torbellino, no paraba de hablar, de cantar, de reír… Aunque bueno, sigue siendo la alegría de la casa. Nos comunicamos y nos reímos a nuestra manera, ¿verdad mi amor? —vuelve a mirarla con ternura y entona una pregunta muy despacio— ¿Me das la mano, pequeña? Lo hemos estado entrenando antes, ¿recuerdas? No me vayas a dejar mal ahora, delante de todos, ¿eh? —sonríe de nuevo.

No puedo evitar sentir una inmensa ternura por ese hombre. Sé lo que supone convivir con la enfermedad del ser amado. Y por lo que veo, infinitamente amado. Vivirá completamente dedicado a ella, sonrisa perenne mediante, paciente con sus avances, feliz tras sus reacciones.

—Cielo, venga, dame la mano. —vuelve a repetirle con paciencia y la misma ternura.

A pesar de que siento la necesidad de seguir observándoles, me invade una pena terrible al comprobar que la preciosidad de mujer que permanece en la silla de ruedas, apenas reacciona a la petición de su marido. Continúa quieta, con el mismo semblante tranquilo y con una mirada perdida e infinitamente bonita, que me encantaría que se fijara en su compañero de vida.

—Llevamos toda la vida juntos, ¿sabes? —dice apartándose ligeramente, pero sin separar una de sus manos del hombro de ella— Le cuesta, pero siempre acaba escuchándome. ¡La vida misma en cualquier matrimonio! —sentencia mientras suelta una carcajada.

Le devuelvo la sonrisa. Ella no da señales de poder darle la mano. Apuesto a que se muere de ganas. Él le acaricia la mejilla, ahora callado pero igualmente sonriente. Llegamos a una nueva parada y con pesar me doy cuenta de que se disponen a abandonar el vagón. Que tengan un buen día, nos dice él a todos, a medida que empuja la silla y la baja al andén. Varios viajeros le devuelven el buen deseo y se escucha algún que otro Adiós. Me ha guiñado un ojo cómplice antes de desaparecer de mi vista. ¿De qué me suena? Creo que le conozco de algo. Yo le he vuelto a sonreír y siento que me he quedado un poco huérfana.

Continúo sentada, más erguida de lo normal, aún con el libro sobre mis piernas, cerrado a cal y canto desde hace un buen rato. Miro a mi alrededor. Todos han vuelto a sus preocupaciones, móviles, libros o conversaciones. Bajo la vista y toco la portada de mi libro.

—No has podido volver a leer, ¿eh? —me dice de repente el chico que tengo al lado.

Asiento aún conmovida por lo que acabo de presenciar y vuelvo al libro. Disimulo así porque no quiero hablar, sólo pensar en esa pareja de ancianos que sé que se quedarán conmigo para siempre. Soy incapaz de leer, sólo puedo pensar en ellos, en su historia y en su perfecta definición de amor.

Me despierto sobresaltada. ¿Cómo me he quedado dormida en el metro? Joder, espero no haberme pasado de estación. Ya lo que me faltaba. Me incorporo como puedo y levanto la cabeza. Estamos llegando a mi estación. Respiro aliviada y aún no sé ni cómo he podido quedarme dormida ni cómo he sabido despertarme a tiempo. Me levanto y me apeo del tren. Estoy agotada, llevo casi cuarenta y ocho horas sin dormir por la guardia y todavía me sorprende quedarme dormida por las esquinas.

Hasta que por fin me meto en mi cama y pego un repaso mental del agotador día entre la cantidad de casos que me están afectando más de la cuenta, no recuerdo la maravillosa escena que he presenciado en el metro. Un momento. ¿Ha sido real o lo he soñado? Mi mente se encuentra tan abarrotada de información, emociones y responsabilidades que no es capaz de seguir pensando.

A los pocos instantes, cayó en un profundo y más que placentero y reparador sueño.

Aquella escena en el metro permaneció en su memoria sin llegar a distinguirla entre algo real o una mera mezcla entre su trabajo diario con ancianos y la búsqueda de lo que ella entendía como amor. Pasaron los meses, la vida y las personas. Y de repente y en cualquier situación, aquellos preciosos ojos verdes, perdidos en la negrura de un tren, volvían a aparecer en su memoria. Siempre acompañados por las manos elegantes y la sonrisa eterna de aquel ser entrañable y lleno de un amor inusualmente incondicional.

Paró fatigada a estirar junto a un banco del parque en el que solía salir a correr. La primavera había vuelto a la ciudad y la tarde ya comenzaba a caer entre los árboles. Estiraba una pierna, recuperando aún sus pulsaciones, cuando le vio. Su expresión, su elegancia y aquellos bonitos ojos azules siempre eran capaces de reconfortarla. Estaba sentado en un banco cercano y no la había visto. Observaba la fuente que tenía frente a él, sonriente como siempre, mientras pasaba las palmas de sus manos continuamente sobre sus muslos.

—¡Abuelo! —gritó ella según se iba acercando a él— Vamos, que al final te quedas frío. ¿Vienes a cenar? ¿Te apetece?

—Si me invitáis, encantado, cariño. —contestó él mientras le daba un beso en la sien— ¿Qué tal te ha ido el día, mi vida? No sé cómo aguantas todo el rato rodeada de viejos. —comenzó a decirle no sin cierta ironía.

—Bueno… —respondió ella— Algo bueno tendré que hacer en esta vida, ¿no? Además,—hizo una pausa para ayudar a su abuelo a levantarse del banco— ya sabes que me encanta pasar tiempo con viejitos gruñones y adorables como tú.

Su abuela les había dejado la noche en la que ella se quedó dormida en el metro. Se enteró a la mañana siguiente, mientras el recuerdo de aquella pareja de ancianos afloraba con fuerza en su memoria. El alzheimer que padecía se la llevó. Ya no era capaz de recordar nombres, personas o hechos. Pero siempre supo reconocer a su marido. Y aunque costara, ella nunca dejó de tenderle la mano si era él quien se lo pedía.

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